Red de Literatura y Cine
Omnia
Los remos se hundían en el agua putrefacta. Apenas nadie osaba hablar, atemorizados todos por la mirada penetrante del encapuchado que dirigía la balsa. En el horizonte se vislumbraban miles de kilómetros de oscuridad. Una serie de pantanos nauseabundos con algunas islitas de piedra, oscura como el carbón, se alzaba ante los expectantes viajeros. -¿Qué debe sentir?- Me preguntó Helena. No supe que responder, así que simplemente me encogí de hombros y le cogí la mano.
Tras algunas horas la gente de a bordo empezaba a coger confianza y algunas conversaciones rompieron el frío silencio de antes. Sin embargo el conductor seguía siendo una figura enigmática y terrorífica a la que no osábamos acercarnos. Pero tras tanto rato sentados en la misma posición aquello era muy incómodo. Aunque deseábamos ponernos en pie para estirar las piernas, nadie tenía el valor de hacerlo por el temor de caer y quedarse a la deriva en aquella laguna de desolación y muerte.
Dos días habían pasado ya cuando al fin nos encontramos ante un enorme arco de piedra. Junto a él, Cerbero vigilaba la entrada observándonos con cada uno de sus seis ojos. Aunque la muerte quita el apetito, un leve rumor venía desde mi estómago exigiéndome comida. Como muchos otros, ansiaba preguntarle al esqueleto que remaba en la popa del bote cuánto quedaba de trayecto, sin embargo, igual que los demás, no tenía agallas para hacerlo. Los rugidos de Cerbero nos estremecían. Era un auténtico monstruo. Helena se me agarraba tanto como podía cada vez que la bestia ladraba.
Aunque sin duda aquel portal indicaba el inicio del reino de Hades, no se vislumbraba nada en la lejanía. Me volví hacia Miguel, quien se sentaba justo detrás de nosotros. -Tu que has vivido en la montaña, ¿aquella cumbre de allí es enorme, y por lo tanto está muy lejos, o, por lo contrario, es pequeña y está muy cerca?- Miguel contempló el monte, se retorció los labios con los dedos y asintió. -Sin duda está lejos, pero no creas mucho en mi palabra, ya sabes que a mí me costó encontrar mi lugar en esta barca; realmente nunca he sabido hacer nada.- Me giré de nuevo y besé a Helena en la frente para tranquilizarla. Se la veía preocupada, en su mirada algo no iba bien.
-Yo no me fiaría de lo que dice ese.- Gritó un Hombre que se sentaba en el banco que quedaba a nuestra izquierda, en el lado de babor. -¿Por qué?- Pregunté yo. -Ese tipo no eligió bien acerca de a lo que debía renunciar en su vida, fue un perdedor, ni siquiera supo mantener abajo la falda de su esposa.- El pobre Miguel se abalanzó furioso contra el Hombre, que era sorprendentemente huesudo y calvo. Yo y otro tripulante, Egeo, los separamos. -¡De María tú no dices nada, pellejo!- Exclamó el joven golpeando al Hombre. El espectáculo era grotesco. Miguel había logrado agarrar el cuello del hombre y lo estrujaba con todas sus fuerzas. Egeo era anciano y no podía hacer gran cosa por reprimirlo y yo me encontraba muy débil por el cansancio del viaje. Sin embargo, tras la dura lucha conseguimos sentar de nuevo al joven.
-Tengo frío.- Me suplicó Helena abrazándose aún más a mí. Yo me saqué la chaqueta y se la puse por encima. -En realidad no debéis preocuparos, este no es vuestro último viaje. Además, espero que mi hermano me tenga preparada una buena bienvenida.- Dijo un anciano que se sentaba justo en frente nuestro. -¿Su hermano?- Le pregunté yo extrañado. -Sí, él es el único de la familia que ha podido mantener su poder. Al parecer aquí abajo nunca te olvidan.- Pero una terrible y profunda voz intervino justo después de Júpiter: -No te equivoques, este es el lugar donde las almas vienen a ser olvidadas.- Todos los tripulantes de la embarcación nos asustamos y abalanzamos hacia delante ahuyentados al ver que el remero despertaba.
-¿Qué pasa? ¿Es que tampoco tengo derecho a hablar?- El silencio entre los presentes perduró pese a la pregunta de Caronte. -Sabéis, yo no fui muy diferente de vosotros. Hace largo tiempo también me atemorizaba mi provenir y también pensaba de ese modo como lo hacéis los recién llegados.- Caronte dejó de remar y se quitó la capucha. Era una calavera pálida y vacía. Le faltaban algunos dientes y pese no tener lengua ni pulmones se expresaba bastante bien. El maxilar inferior se le movía de modo que se asemejaba a una marioneta.
-¿Quién eres tú y por qué estás aquí?- Le pregunté. Caronte se rascó la sesera con sus huesudos dedos. -El por qué no puedo recordarlo, sin embargo, sí sé que soy Caronte, y que mi cometido es conduciros hasta la otra orilla de la Estigia, donde reposareis eternamente.- Los viajeros se iban tranquilizando poco a poco. Todos habían vuelto a sus asientos y contemplaban atónitos al esqueleto envuelto en su mantel negro.
Un hombre enorme que se sentaba en el extremo de proa se levantó. Tenía las piernas muy largas y en todo el viaje aún no se había girado. Dos hilachos de bigote le sobre salían sobre el labio superior y vestía de modo muy elegante. Se volvió y me miró directamente. Sus ojos eran grandes y los abría tanto como podía. Tenía una expresión facial como de loco. Se veía en su postura que estaba incómodo allí. Sus piernas eran muy largas y llevaba demasiadas horas encajado en aquella pequeña balsa de madera oteando el universo subterráneo en el que nos hallábamos. Caronte había dejado los remos y se dedicaba a observar a los tripulantes. Sin embargo ahora era Zancudo quien centraba nuestras miradas. Aquel extraño personaje aún no había abierto la boca. Al fin, dejó de mirarme, y desperdigó sus ojos por entre los demás personajes que poblaban aquel mundo de madera. -Aún queda mucho para llegar a vuestro destino, sin embargo, mi humilde morada está muy cerca, si queréis podemos parar un rato en ella para estirar las piernas.- Durante unos segundos nos sumimos en el silencio. -Creo que hablo en nombre de todos si digo que nos sentiríamos muy honrados en su casa, además, todos necesitamos andar un poco.- Una serie de murmullos me dieron la razón mientras Caronte retomaba los remos y viraba la nave en pos de una islita de nuestra izquierda.
Tras unos cuantos golpes en la enorme charca, al fin llegamos. Todos nos lanzamos con cautela a la arena, pues, aunque deseábamos encontrarnos en tierra firme, aún nos atemorizaba la idea de caer en la laguna. Mis rodillas, así como el resto de mis articulaciones, crujían como si fueran de vidrio. Todo el cuerpo me dolía de forma extrema. La roca se me clavaba entre los dedos de los pies. Sus puntiagudos cantos resultaban mortales para mi fina piel, típica de un hombre de ciudad, acostumbrado a los buenos zapatos y al asfalto. Se veía, sin embargo, en la tez de algunos de mis compañeros que tenían la piel acostumbrada con callos a la rudeza de sus vidas.
-Por aquí, seguidme.- Indicó Caronte tras amarrar su embarcación en la arena. Caminamos doblando una colina tras la que encontramos una chabola construida con cañas y bastones sobre la roca. El techo estaba hecho de una especie de paja negra de la que, al soplar el viento, se desprendía un polvillo blanco y nauseabundo que se enganchaba a todo y que escocía si entraba en los ojos. Así pues, nos refugiamos todos en la pequeña construcción. -Pasad todo, venid por aquí.- Nos guio Caronte ofreciéndonos reposar sobre una enormes rocas de piedra del interior. A mí, a diferencia de los demás y por un motivo que desconozco, me ofreció la silla para sentarme. No tenía ganas de sentarme, pues así llevaba ya más de dos días, pero para evitar ofender al anfitrión, lo hice. Todos los presentes me miraban a escondidas y cuando sentían que yo lo advertía, rehuían la vista hacia cualquier parte. Era extraño, me invadía un sentimiento de culpa con respecto a la casa y las pertenencias de Caronte. Él me trataba como a un rey, sin embargo algo había un su gesto que mostraba represión y resentimiento.
Zancudo se paseaba de un lado a otro alrededor de la casa, pues dentro no cabía debido a su larga altura. -Quizá deberíamos salir todos para que ese pobre hombre no esté tan solo.- Dije yo. -A veces te tomas tantas molestias…- Insinuó Miguel. Me quedé extrañado, no comprendía por qué podía decir aquello. -Juanma tiene razón, salgamos.- Dijo Helena abrazándoseme al brazo. Yo fui el primero en asomar por la entrada. Al verme, Zancudo reaccionó con un ademán grotesco, saludándome medio sonriente. Sin embargo, después se volvió hacia otro lado y mostró nuevamente su típica expresión facial turbulenta con el ceño fruncido y los labios sellados. Tras de mí apareció encorvado el Hombre, quien tapaba su esquelético cuerpo con una manta. Después Helena, como siempre muerta de frío y medio ausente por la hipotermia. Todos estábamos ya fuera. Nadie tenía nada que decir y la situación se volvió incómoda. Nos habíamos situado alrededor de la choza pero no estábamos en grupo. Helena estaba junto a mí, sin embargo los demás se alejaban los unos de los otros sin mirarse. Desde lejos, Miguel aún me contemplaba. En sus pupilas se apreciaban las ardientes llamas del infierno. Sus cejas se torcían en diagonal sobre los ojos. Caronte se me acercó. -¿Cuánto rato más querréis estar aquí, señor?- Retrocedí un par de pasos con algo de miedo y sin entender nada. -¿Cómo?- Le pregunté. -Me refiero a que tenemos aún un largo camino por delante y que tarde o temprano tendremos que ir.- Miguel aún me miraba. -Ah, sí, bueno eso mejor decídelo tú, después de todo, yo no conozco este mundo, mejor di tú cuando.- El esqueleto se detuvo pensativo unos segundos acariciándose la barbilla con los dedos. -Bien, pues mejor vámonos ya.- Tras sus palabras todos nos activamos de nuevo y volvimos a la embarcación.
Nos sentamos en nuestros bancos de madera. Restábamos en silencio. Aunque las cabezas estaban bajas, las miradas eran todas para mí. Los ojos me contemplaban temerosos y serviles, pero, aún ser sumisos, se insinuaba una chispa de libertad y odio en lo más profundo.
-¿Partimos ya, señor?-
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