Quimera

Cuando pasas cada día por una misma calle a una misma hora siempre acabas encontrándote a las mismas personas. Personas que van donde vas tú, que conoces, pero no saludas, que representan algo en tu vida o que son mera decoración. Gente que hace algo o camina, que pasea  o se fuma un cigarrillo ante el lugar donde trabaja. Todos hacen algo o van a algún lugar. Sólo algún anciano está a veces sentado en un banco sin hacer nada, sólo eso que hacen los octogenarios, dejar pasar las horas y esperar la muerte. Yo paso a su lado y les envidio. Sea lo que sea que les duela pronto acabará, a mi sufrimiento le quedan aún demasiados años.

Pero los veo, con sus muletas y sus arrugas, con sus grandes orejas sordas y sus enormes ojos enlatados tras las gafas, y me digo a mi mismo que realmente no vale la pena. Les compadezco y me arrepiento, y entonces empiezo a soñar en las mujeres que pasan. Me pongo música y sueño. Las veo a todas juntas desnudas y conmigo. Pero entonces un autobús deja ir una potente llamarada de vapor y me despierta arrastrándome de mi paraíso recordándome que sólo soy un pequeño habitante de este mundo azul-grisáceo.  Me resisto y subo el volumen en el MP3, pero es ya inútil. El sol atraviesa la polución en el cielo y me da de lleno en la cara. La chica del paseo sigue tocando el violín. La veo tocar, pero no la oigo. De repente recuerdo que llevo puestos los auriculares y me los saco. Es muy hermosa. Intento volver a soñar, pero es imposible. Poco a poco el sol vuelve a taparse y ella se convierte en lo único bello que hay por ver. Su blusa se abre lentamente con el viento y el movimiento de su brazo derecho. No escucho su música aunque intuyo un bello canto a la melancolía, ahora que estamos de nuevo en las sombras.

Empieza a caer un poco de lluvia. La chica huye rápidamente a ponerse a cubierto para que no se le moje el instrumento. Yo sigo sentado. De repente, un escalofrío me recorre la columna y me siento el más hombre. Hurgo en mi mochila y saco un libro. Mientras mis ojos recorren sus páginas, siento que ella está allí, justo detrás de mí. Me masajea los hombros y yo me levanto. La beso, mientras con una mano le desabrocho la blusa, y con la otra le dibujo un círculo en la espalda. Ella me toca el pecho y las mejillas. Todo va bien. Nos detenemos, y mientras mis labios aún la buscan, ella me señala un lugar en el cielo. Yo no veo nada, pero estaba seguro de que había algo. Baja el brazo y la cabeza. Con sus dedos me resigue el esternón. Yo aún miro al cielo, con la esperanza de encontrar algo allí arriba, pero nunca ha habido nada por encima de nosotros. Decido no decirle nada, simplemente quedarme contemplándola para que no se crea que me he rendido.

Y un trueno fulmina un árbol justo a mi izquierda, y me ilumina solo, en el banco, con un libro empapado en las manos y una mochila llena de cosas que nunca creí tan inútiles. En el suelo aún quedan las sombras de los que estuvieron aquí pero que huyeron por la lluvia.

Decidí pisarlas…