Éxodo 

Parte 1

          El redoblar de las campanas y la fina neblina sumían el pueblo en una atmósfera fantasmagórica. Todas las ancianas subían uniformadas con velos y vestidos negros las mohosas escaleras de piedra hacia la iglesia. Como siempre, la señora Pilar iba delante con su marido cogiéndola del brazo y mirando con aires de superioridad al séquito que tras ellos andaba silencioso. Arriba, en la puerta del templo, el padre Juan esperaba serio la llegada de los habitantes de la pequeña localidad, entre los que se encontraba mi mujer. Una vez estaban todos arriba, Juan entró junto con ellos en la casa del Señor. Como si cada cual tuviera un sitio asignado, se fueron sentando todos en los estrechos bancos y taburetes de madera carcomida. Una vez en el altar, el cura levantó los brazos y solemnemente empezó a hablar: -Queridos hermanos, hoy estamos aquí reunidos para despedir al hermano Miguel, que tan tristemente Dios, en su eterna sabiduría, se ha llevado.- El sacerdote tosió escandalosamente, se colocó bien los faldones y abrió la Biblia. – El Evangelio según San Marcos...- Su voz se elevaba hasta el bajo techo de la diminuta y oscura iglesia románica, quebrando una vez más el incómodo silencio en el que nos encontrábamos. Durante más de una hora, el pueblo entero estuvo plañendo en aquel edificio centenario. Pero finalmente, la pesada puerta de madera y hierro volvió a abrirse. El silencio se mantuvo también vigente durante la salida, cuando los mudos habitantes del pueblecito volvieron a sus labores.

Yo me quedé en la iglesia mirando mi inanimado cuerpo de mortal. Me acerqué al ataúd y observé mi tez seria y pálida. El padre Juan se acercó al cajón, echó una mirada triste al cadáver y encerró para siempre el vehículo de mi alma diciendo: - Descansa en paz, hijo mío- -¡Qué irónico!- pensé yo. -Ahora resulta que soy su hijo.- Me senté de nuevo en un banco y me quedé mirando como aquellos dos hombres fornidos se llevaban  la parte mortal de mi ser. Les seguí hasta el cementerio, donde no había nadie más que el cura y las dos moles de carne humana que enterraban el ataúd.

Estuve horas perdido, vagando por la pequeña aldea en la que había crecido, aquel desgraciado lugar en el que malviví durante mis veintidós años de vida. Primero, decidí ir a mi casa, donde mi mujer me estaba haciendo un homenaje, acompañada de su amante. Decepcionado por la inutilidad que representaba mi nueva condición, me fui a la taberna donde todos mis amigos de la infancia brindaban y cantaban borrachos. Entre sus cánticos de honra, de vez en cuando podía entender mi nombre mal pronunciado por alguno de esos hombres a los que tanto había estimado. En vistas del mísero hueco que había dejado entre los que quería, tomé mi mal herido corazón y busqué la manera de salir de allí. Mi desgracia en ese momento era no poderme suicidar de nuevo. Decidí marcharme del pueblo, pensé que todo lo que no había podido hacer en la limitada vida de mortal, lo haría entonces con toda la eternidad por delante. Salí y me puse a caminar. Anduve durante horas por los valles y montañas. Subía corriendo los picos con los que siempre había convivido. Incansable, saltaba y corría. Me echaba en la dura nieve de verano, tan desagradable en vida, y ahora tan suave y cálida como la fina arena de una playa de coral. Caía rodando y me levantaba buscando la próxima caída. De repente, la muerte ya no era tan desagradable.

En la distancia pude ver oculto en la niebla un hombre que avanzaba hacia mí. Al principio no podía reconocer su rostro, tan solo vislumbraba su relieve oscuro caminando. Cuando estaba a pocos metros reconocí su cara, esa cara familiar que siempre me ha acompañado y que conmigo ha sufrido mi mísera existencia. -¿Eres yo?- Me pregunté. -Algo así. Ven conmigo.- Sorprendido por mi repuesta, seguí a ese otro yo.

Me dejé llevar por los pasos de mi segunda versión. Anduvimos entre los campos, corrimos por las carreteras sin detenernos entre los raudos coches que pasaban ciegos a nuestro lado. Atravesamos ciudades, océanos, desiertos, pasamos por la tierra como estrellas fugaces vistos desde los ojos de los inmutados mortales que continuaban sus tareas diarias sin demorarse un instante en aquello que creían sentir. Mi guía parecía tener muy claro el destino de nuestros pasos. Sin embargo yo tan solo me veía arrastrado por su sombra con la esperanza de llegar a algún lugar. De repente pensé si tal vez dios me había castigado por algo que había hecho en vida y ahora me veía confinado a vagar por la eternidad sin más compañía que la de mi reflejo. ¡Eso significaría que estaba perdido, que me dirigía al abismo, que iba a caer en él para siempre, que en la muerte se acentuaría el dolor producido por la más abrumadora soledad!

-No pienses en el futuro.- Dijo el otro Miguel. De repente, me invadieron numerosos recuerdos. ¿Por qué lo hice? ¿Tenía realmente razones para suicidarme? ¿Hace falta tener alguna razón? Yo únicamente lo afronté como en aquel momento creí oportuno. Ya tenía razón mi alter ego, no debía pensar en el futuro. Sin embargo, vaya pasado. Nacer, malvivir y morir, sin hacer nada, sin dejar huella, sin felicidad, solo, siempre solo.

       Esto me hace pensar que teniendo yo quince años, mis padres me llevaron a Barcelona. Esa fue la única vez que dejé la región. Allí la gente me pareció vacía. Todos vivían muy cerca, unos encima de otros, pero ninguno se conocía más que de vista. Era como un hormiguero con hormigas ciegas. En ese momento me alegré de ser de donde era. Pensé que como en el pueblo nos conocíamos de toda la vida, eso nos unía como personas. Pero más tarde me di cuenta del egoísmo y la soledad en la que vivíamos. De que la ‘convivencia’ y la ‘hermandad’ no existían, no eran más que palabras vacías y secos corazones.

       Sí, cuando me casé, estaba todo el pueblo en la iglesia, malgastando arroz, brindando con vino barato e hinchándose a comer jamón a nuestra costa. Ese día, el cura me colmó de bendiciones, y mis vecinos de felicitaciones, pero no hubo una palabra honesta.

       Tal vez no estoy muerto, quién sabe si aún sigo viviendo en ese pueblo, envuelto de mentiras y falsas sonrisas. Quizás la muerte es solo un sueño, un sueño bello que sacó a Asterión de su laberinto como me ha sacado a mí del mío.

Parte 2

       Aquel día acababa de morir su marido, y ella estaba sola en la casa. Acababa de llegar de la iglesia. No había querido quedarse en el entierro pues estaba demasiado dolida. --Todos en el pueblo lo odiaban, y allí estaban.- Pensaba ella. Pasaron los minutos, y de repente alguien picó a la puerta. María se secó las lágrimas y fue a abrir. –Mi más sentido pésame.- Roberto, tieso ante la puerta y escondiendo un ramo de flores tras el culo, miraba con una amplia sonrisa a María. Esta lo observó con cara seria. -¿Qué haces aquí?- Realmente no valía la pena preguntarlo. –Yo…- -Déjalo. ¿Quieres entrar?- Dijo ella antes de que su pretendiente pudiera decir nada. Ambos entraron en la casa y fueron hasta el comedor. Las distancias entre los dos eran claras. – ¿Quieres beber algo?- Preguntó ella. –Un café, por favor.- María fue ha la cocina y puso la taza en la máquina de donde empezó a salir lentamente el líquido amargo. Mientras caía el café sobre el recipiente, María alzó la vista hacia la ventana y vio el cielo. De repente, las manos de Roberto le asustaron. –Así es como te cogía cuando él se iba a beber en la taberna con sus amigos.- María se separó rápidamente de Roberto. – ¡Sal de mi casa!- Las lágrimas brotaron de nuevo de sus ojos. – Espera espera, lo digo de verdad, estoy aquí para ayudarte.- -¡Calla mal nacido! Si no hubieras venido ha verme todos los días, él no se hubiera…- -¿Qué, es culpa mía que se halla suicidado?- Dijo él. -¡Tú le hacías más desdichado!- Dijo ella. -No recuerdo que tú me rechazaras, además, todo el pueblo sabe que discutíais. En realidad, la culpa es tuya y vengo por si quieres redimirte.- María alzó de nuevo la mirada y acometió armada con un cuchillo contra Roberto. Pero este la detuvo con facilidad. Ella calló al suelo desvalida y sollozando. -Perdóname, no quise decir eso. -Acercó la mano hacia su cara por si ella la cogía para levantarse, pero en lugar de eso, la rechazó lanzando un escupitajo. –Está bien, ¡me largo!- Se dio la vuelta y fue hacia la puerta caminando rápido, pero ella se levantó en seguida. -¡No, espera, espera!- Gritó María corriendo y lanzándose sobre sus espaldas. Los llantos eran ahora más intensos que nunca. Sus lágrimas y su saliva manchaban el hombro del jersey de lana de Roberto. El tiempo se paró durante unos segundos. Seguía saliendo vapor de sus gargantas; seguía llegando la tenue luz del sol, filtrándose entre las nubes y la ventana. La mirada de Roberto se plantaba sobre las formas onduladas dibujadas en la puerta de pino. Pero ella seguía llorando. –En realidad no es culpa de nadie, más que de él mismo.- María dejo de llorar y levantó la vista. –Te ha dejado sola y desvalida. Es un maldito cobarde.- Dijo el pretendiente girando sobre sí hasta clavar la mirada en los llorosos e inocentes ojos de la mujer. –Sí, ha sido él, que es… que es… ¡un borracho!- -Era querida, era.-

        Desde la casa de enfrente, observaban dos ancianas ocultas tras el ventanal de las madreselvas el intenso beso de los dos jóvenes. El fuego calentaba la habitación, coronada por el gran Cristo crucificado en la pared del mueble bar, justo encima de la mesa. Sentadas en sus balancines y con sendas copas de vodka con zumo de naranja, despotricaban como viejas arpías que eran, la actitud del manipulador, y de la necesitada: –Como está la juventud de hoy.- -Sí, ya nada se respeta, ni el matrimonio, ni la amistad...- Son todos estos chavales. Tanta televisión, tanto internet, que ya los ves, solo piensan en el sexo.-

-Maldita vieja. Tengo que salir de este pueblo…-

 

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