DÍA DE REYES EN EXTREMOS

Es día de Navidad, pero una preocupación se pluraliza, flota en el entorno. Hay caras tristes y llantos a punto de brotar: El hijo menor del dueño de la factoría principal está en el quirófano con el apéndice a punto de reventar. El médico de cabecera sale con el tapabocas verde y consulta con el cirujano. El padre, con unas gafas oscuras, da paseítos cortos en el corredor interior y algunos de los directivos principales de la fábrica le dan palmaditas cariñosas sobre el hombro como ánimo compensatorio de fe viviente. No obstante, el padre implora en silencio. Tiene fe en la ciencia, pero con la ayuda de los poderes divinos.

No muy lejos de la clínica: en la lujosa mansión, nadie se atreve a tocar los pavos, ni descorchar una botella del buen jerez. La mesa está abarrotada de golosinas navideñas y, los familiares, excepto el abuelo, no han atrevido a sentarse.

La madre, junto a algunos familiares y esposas de empleados hacen un coro frente a la estatua a escala natural de La Virgen. En el extremo del amplio salón, el arbolito palidece; sus guirnaldas y luces multicolores parecen mustias. No hay villancicos, sólo oraciones en voz alta.

De pronto: las oraciones se interrumpen. Llega el padre, acompañado del médico de cabecera a dar la esperada noticia. El sí y el no, se disputan el éter. Hasta el abuelo deja de comer…

Es Día de Reyes. Hay desbordada alegría en el palacete familiar. El niño, convaleciente ya de la inoportuna dolencia, no encuentra qué juguete tomar de los multiplicados regalos. El padre da un beso y le señala el más caro. Los ojos del niño brillan; el abuelo come con apetencia ajeno al acontecimiento.

En ese mismo momento, en la parte baja de la ciudad, hay preocupación infantil. Un padre afanosamente trata de reparar y dar barniz a un caballito de madera del año anterior. Solidario, se aparece un amigo con un martillo y unos clavos. El amigo también ha sido despedido de la fábrica, pero no importa, su hijo también tendrá Día de Reyes.

Trastornados quinquenios de cambios; desaparecen las guirnaldas, y los niños de las “nuevas tradiciones”, con pañoleta escarlata en el cuello nunca han oído de Melchor y Gaspar, tampoco de Baltazar, que, embullado con eso de las repetidas reivindicaciones, lo hicieron retroceder y alejarse con camello y todo. Esto, sin hablar del viejo de barba blanca cargado de regalos, porque los niños no han visto volar trineos con venados, y sólo conocen los Migs 29 con su rugido ensordecedor en el cielo citadino.

Pero volvieron quinquenios con más cambios, y las cúpulas del Kremlin fueron extinguiéndose de las pequeñas pantallas ante los tumultuosos reclamos de Walesa en el Este del viejo Continente.

Cambios y recambios, con la proliferación de tiendas en otra moneda, adornadas con tímidas campanillas y anaqueles llenos de vistosos juguetes mandarines, sólo asequibles para aquellos niños cuyos padres se las arreglaban para adquirir billetes bien distintos.

El hombre del otrora caballito de madera, ahora convertido en abuelo de promesas desvanecidas, busca y busca en el desván, y sus manos tendinosas, se mueven con temblor ante la mirada de ojos grandes del nieto, mientras en el comedor, se abre caprichosa ante la ventisca, una página de un viejo libro con un poema proscrito de Lezama: “La palabra de los extremos junta, y el insomne siguió trabajando la hilaza”.

José Ramón del Valle González. CUBA_PERÚ- 2020