¿SUEÑO VIRTUAL?

                                    Por: J. I. Velasco Montes.

 El hombre es un animal racional, al menos eso se dice. A lo largo mi extensa vida he buscado pruebas que confirmaran esta declaración, pero hasta el momento no he tenido la suerte de encontrarlas.

Bertrand Rusell: Autobiografía.

 El humano es el único animal que tropieza dos veces, o más, en la misma piedra.

                                                                               Dicho popular.

  Aceleré colándome entre dos vehículos. Fui adelantando a todo lo que tenía por delante. Estaba ansioso por llegar a casa. Al fin podría disfrutar mi nuevo juguete. Lo subí amorosamente desde el aparcamiento. La gran caja de cartón me recordaba otros tiempos, ya lejanos, cuando estrené mi primer video V. H. S. Ahora era algo mucho mejor. Lo último en técnica de imagen, sonido y sensaciones.

 Lo desembalé con premura y cuidado. Coloqué cada pieza en su sitio y lo dispuse para disfrutar la primera sesión. Me faltaban pequeños detalles, como rellenar el depósito olfatorio con el líquido dorado que venía en un frasquito que vacié en el depósito que tenía el equipo base. El mono especial con el que tenía que vestirme, quedó envolviendo mi cuerpo. Una gruesa manguera de cables quedaba colgando de un lateral. El casco, cerrado y envolvente, me rodeó la cabeza. No bajé  todavía la pantalla oscura en la que suponía podría ver las imágenes de la aventura que iba a vivir. Del casco salía un largo y ancho bus de cables de diversos colores. Enchufé todos los cables a la caja intermedia que había colocado bajo la cómoda butaca que me había comprado especialmente para usarla con el sistema virtual recién adquirido. Desenvolví los guantes y los calcetines sensibles y me los coloqué antes de terminar de enchufar sus terminales en las hembras correspondientes. Finalmente llevé el grueso terminal desde la caja intermedia al equipo de base que había colocado sobre una mesa cercana.

 Comprobé, finalmente, la entrada de corriente y encendí el equipo. La pantalla de control me invitó a que iniciara una sesión. La gran boca, estrecha y alargada, me sonreía incitándome a meter el disco DVD del programa. Esperé, nervioso, mientras el programa inicial se cargaba, para siempre, en la memoria flash que controlaría desde entonces cualquier sesión que deseara realizar. La configuración fue fácil y rápida. Al cabo de un momento la boca se abrió y escupió, a medias, el disco de inicio.

 Abrí la caja con el episodio de demostración. Contemplé arrobado el título: “Aventura en Egipto”. Y lo introduje por la abertura empujándolo suavemente con un dedo. Fijé el arranque en tres minutos, tiempo más que suficiente para acabar de colocarme los complementos que me harían vivir en tan lejanos tiempos. Termine de colocar y verificar los calcetines, los guantes y finalmente el casco del que bajé la pantalla-visera que me abriría los ojos a un mundo virtual. Ante mi mirada, todo un mundo en 3D me sumergió en un entorno de suave color malva. El sonido estéreo me envolvió con una suave melodía.

 Era mi primera vez y notaba la ansiedad del novato en forma de ligeras palpitaciones. Tuve que esperar, cómodamente repantigado en la ergonómica butaca, que recliné hacia atrás para una mayor relajación. El suave sonido y la luminosidad, cambiante de tonos, me entretuvo por unos instantes.

 Súbitamente, sin prolegómenos, un estallido de vida, luz, sonido y sensaciones se apoderaron de mí. La luz cegadora del desierto me penetró hasta lo más profundo de las retinas. Noté el olor seco y acre del aire y el calor, un calor ardiente pero agradable me envolvió, como en un abrazo, en unos instantes. Noté que mis pies se hundían en la arena, una arena que quemaba y que dificultaba en gran manera la marcha. Tenía que realizar un gran esfuerzo para caminar y ascender hacia el vértice de la duna que tenía delante. La cumbre se veía cerca pero parecía imposible llegar hasta ella dado que la arena resbalaba al tiempo que avanzaba y la progresión era lenta e irregular. Mi cuerpo empezaba a cubrirse de sudor. Escuchaba el sonido del aire y el rumor lejano del trotar de caballos y gritos en un idioma que no lograba entender.

 Conseguí, no sin esfuerzo, llegar a lo más alto. Asustado, salté hacia un lado apartándome del tropel de carros de guerra que se me echaban encima. Pasaron por mi lado a toda velocidad, salpicándome de arena, mientras me miraban con expresión de extrañeza. Los seguí con la mirada y pude contemplar el choque de los ejércitos egipcio e hicso en una gran batalla. Por todos los lados, a lo largo de un ancho frente, masas de combatientes corrían hasta encontrarse y chocar con gran estruendo metálico. Enormes contingentes de infantería se enfrentaban a grupos de caballería y carros erizados de pinchos y cuchillas que sobresalían por los laterales. El cielo, en el acmé de la batalla, se cubría de nubes de flechas.

 Corrí de un lado a otro tratando de quitarme del medio de la confrontación. Pero no tenía escape. En varias ocasiones logré zafarme del golpe de una espada, de las patas de los caballos y de las afiladas cuchillas como hoces que prolongaban los ejes de los carros. El sudor me envolvía y notaba como goteaba y corría por mi espalda.

 Pude ver llegar, por unos instantes, la flecha que se me clavó en el hombro. Sentí el agudo pinchazo y el deslizarse de la cálida sangre por el brazo hasta la mano, en un chorreo húmedo y pegajoso.

 Me dí cuenta que estaba aterrorizado. Un caballo al galope se me echaba encima. El jinete llevaba una aguda y larga lanza que apuntaba en mi dirección. Pude ver los enfurecidos ojos del soldado que me miraban con aviesas intenciones. No pude resistir más y me quité el caso de un tirón, al tiempo que lanzaba un grito estentóreo.

 Me encontré en el salón de mi casa. Empapado en sudor y con una larga flecha clavada en el hombro. Intenté arrancarla de un tirón, consiguiendo que se abriera aún más la fea herida. En un nuevo intento, sólo logré partir el astil casi al borde del orificio por el que penetraba. Me quité todos los complementos del sistema virtual y corrí hacia el cuarto de baño, en el que tenía el botiquín, para una primera cura, antes de irme, asustado, hacia la clínica más cercana.

 Horas después, sin la punta de la flecha que había sido extraída, después suturado y vendado en un hospital, volví para revisar el manual de instrucciones, del que inicialmente, como era mi costumbre, me había saltado casi todo. Allá, en la parte baja de la primera página, dentro de un recuadro de tinta roja y letras de gran tamaño que se iniciaban con un “ATENCIÓN”, pude ojear y no tuve más remedio que aceptar que debía quitarme mi mala costumbre de no leer los prospectos de nada, pues podía captar, clara y terminante, una importante advertencia que me había pasado desapercibida:

     “No trate de salir del programa antes de que éste termine, puede traerle graves consecuencias.” 

                                       F I N