Red de Literatura y Cine
A la antigua
Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín
Cuando estaba en tercero mi papá me compró un cajón de bolear con todo lo de adentro: cepillo, brochas, betún y grasa. En las tardes, luego de hacer la tarea, iba por las calles del barrio ofreciendo mi servicio; llegaba hasta la Penitenciaría de la 20 de Noviembre, donde trabajaba de secretaria en un juzgado mi prima Lucha.
Era una muchacha muy bonita y tenía amigas, entre ellas nuestras dos tías Rosario y Socorro, que eran de su misma edad. Todas se juntaban algunas tardes en la casa de ella, donde tenían una consola y tocaban los discos que acababan de salir y se ponían a bailar con la música de Julissa y Los Hermanos Carreón. Todas usaban minifalda, que era el último grito de la moda. Ese año se estrenó Sombras, la canción de Javier Solís, que después fue un éxito del Hit Parade; era principios de los años sesenta.
A veces me tocó oír sus conversaciones y ellas ni cuenta se daban porque me veían como a un niño, y en aquellos años a los niños ni quién les hiciera caso, pero a mí me gustaba escucharlas porque aprendía más que en la escuela, de muchas cosas que nunca hubiera imaginado. Por eso me quedé muy quieto tratando de no hacerme notar, cuando Lucha les dijo:
―Ahora sí les voy a contar bien lo que empecé a decirles ayer cuando nos interrumpió mi mamá. Tengo un problema y no hallo qué hacer.
―¿Qué te pasó?
―Nada, pero yo creo que me va a pasar todo. Enrique ya se cansó de que andemos a las escondidas y quiere hablar con papá.
―Ah, ¿eso? No es para tanto ―dijo Emilia, su vecina.
―Cómo se ve que no conoces a mi familia. Nomás platícales, Rosario.
Antes de empezar a contarles, Rosario me ordenó que me fuera, eran pláticas de gente grande. Hice como que me fui, pero estaba tan metido en la chirinola que regresé muy silencito y me escondí tras de una maceta. Fue así como conocí la historia completa.
Don Joel, mi abuelo, nunca permitió que sus tres hijas tuvieran novio, a ninguna edad; entre él y sus cinco hijos hombres se encargaban de vigilarlas y de correrles a cuanto pretendiente se les acercaba, y a veces a punta de trancazos si a la primera no entendían. La única de las tres que llegó a casarse fue la menor de todas, Carmen, es decir, mi mamá, quien un día se les plantó y les dijo:
―Mañana van a venir a pedirme, y ya no me importa lo que ustedes digan, me voy a casar con Pablo, así lo tengo decidido y nada me lo va a impedir.
Esa noche su padre tomó la cuarta y le puso una golpiza casi de muerte, y todo en silencio porque él no dijo ni media palabra y de ella no salió ninguna queja, a pesar de lo fuerte de los cuartazos.
Por eso Eulalia, la mayor, ni siquiera lo intentó. Desde joven se había resignado a quedarse de solterona y así vivió el resto de su vida, en parte bastante tranquila, hay que reconocerlo. Pero el asunto más peliagudo fue el de Inocenta, la segunda, la mamá de Lucha. Al cumplir quince años se puso de novia con Cuco, claro que a las escondidas de sus hermanos, y así se la pasaba muy contenta hasta que un año después quedó embarazada. Cuando se le empezó a notar tuvo por fuerza que contárselo a su mamá, luego de pasar días y días toda temblorosa porque no hallaba ni cómo.
―Oiga, mamá, tengo que decirle algo.
―¿Pues qué hiciste, muchacha? ―le dijo mamá Mila un poco alarmada.
―Bueno, se lo voy a decir de un jalón: estoy esperando.
―Pero cómo, Chenta. ¿De quién? ―preguntó casi en un grito.
―De mi novio ―contestó muy asustada.
―¿Qué? ¿Desde cuándo tienes novio?
Y así era en ese entonces: los señores pensaban que era su obligación espantarles los novios a las hijas. Eran tiempos muy salvajes. En cuanto don Joel se enteró días después de aquel asunto que consideraba terrible, les ordenó a sus dos hijos mayores que lo acompañaran y entre los tres fueron a buscar a Cuco; lo hallaron en una construcción donde estaba trabajando de albañil, en ese momento andaba en un tercer piso echando una losa. Ismael, el mayor, le gritó desde abajo:
―¡Cuco, necesitamos hablar contigo!
―Ahorita bajo, nomás espérenme un rato para que no se me seque la mezcla.
Lo esperaron con calma, la impaciencia que traían era por dentro. Cuco ya se imaginaban cuál era el asunto y pensaba que ya todo sería cosa resuelta, pues con el embarazo no les quedaría de otra que aceptarlo como el marido de Chenta y claro que él estaba dispuesto a cumplirle. Así se resolvían en aquellos años casi todos los matrimonios en la colonia Rosario: primero la prohibición del noviazgo y luego la conciliación de las familias.
―Ahora sí, díganme para qué soy bueno ―les dijo Cuco acercándose, tratando de congraciarse con ellos. Don Joel le contestó muy enérgico:
―Usted no es bueno para nada, Cuco. Lo único que venimos a decirle es que por ningún motivo vuelva usted a acercarse a mi hija Inocenta, y si no hace caso, aténgase a las consecuencias.
Cuco se quedó helado; esperaba que estuvieran enojados, pero también que vendrían en otro plan y no con amenazas. En el barrio eran muy conocidos los modos violentos de los cinco hermanos, pero don Joel parecía un tipo razonable, y nada que fue el primero en hablarle casi a gritos. Luego de la primera impresión, alcanzó a decir:
―Pero don Joel, arreglemos este asunto de la mejor manera, por el bien de Chenta y también por el niño que esperamos.
―Este no va a ser asunto suyo, Cuco. Si ya se atrevió a tocar a mi hija siendo una niña, más le vale que se retire para siempre de ella, y antes diga que no lo meto a la cárcel. Y, es más, quiero que se vaya de la colonia, al menos por algún tiempo, porque en cualquier lugar donde lo miremos mis hijos o yo, lo vamos a agarrar a cuartazos. Está avisado.
A pesar de aquellas amenazas, Cuco buscó la forma de hablar con Chenta y hallar algún tipo de arreglo con ella; quería cuidarla, llevársela a otra ciudad, convencer a la mamá de que los ayudara a seguir juntos, por el niño y por el amor que le tenía, pero todo fue imposible. A Inocenta la encerraron a piedra y lodo durante los meses de su embarazo y a Cuco lo siguieron hostigando de muchas maneras, hasta llegaron a golpearlo algunas veces; con la ayuda de un hermano de don Joel, que trabajaba como celador en la Penitenciaría, consiguieron meterlo prisionero tres meses. Total, no hubo manera.
Cuando nació Lucha, la registraron como hija de don Joel y doña Herminia y así la criaron durante toda su infancia; hasta los catorce años ella vivió creyendo que su madre Inocenta era su hermana. Esta la trataba con una ternura infinita, pero tenía prohibido contarle que era su hija. Cuando estaba en segundo año de comercio, en la Escuela Industrial para Señoritas, una de las maestras la reconoció y le contó la verdad de su origen. Le dijo que conocía a su verdadero padre, Refugio Jáuregui, y que sería bueno que ella se acercara, que lo conociera. Ese día Lucha llegó desencajada de la escuela y no quiso ni comer, se pasó muy callada toda la tarde, así esperó a que Chenta llegara del trabajo, dejó que terminara de cenar antes de hablarle:
―Oye, Chenta. Quiero preguntarte algo y me tienes que decir la verdad ―el tono de la jovencita la puso alerta.
―Dime ―le contestó expectante.
―¿Es cierto que tú eres mi verdadera madre, y no mamá Mila? ―le preguntó en voz muy baja y pronunciando cada sílaba. Chenta tenía años esperando esta conversación, con una mezcla de esperanza y temor.
―¿Quién te dijo, Lucha? ―fue lo primero que se le ocurrió decir.
―Primero contéstame, ahorita no importa quién me lo haya contado.
Aquello fue un gran escándalo familiar de los que se viven de puertas adentro y nadie llega a darse cuenta, como tantos y tantos secretos que existen en las familias. Para Lucha fue un cataclismo enterarse de que su hermana era su madre y no hallaba cómo tratarla, pues, aunque era la favorita de sus tres hermanas, a la que más confianza le tuvo siempre, ahora se sentía por completo fuera de lugar. Resulta que las otras hermanas de la noche a la mañana se convirtieron en sus tías, su madre en su abuela y en cambio a su papá no le quedaba de otra que seguir siéndolo, ya que ese abuelo era el único sostén, pues de ninguna manera tenía la intensión de conocer al padre biológico; lo primero que se le ocurrió pensar era que este la había abandonado desde antes de nacer.
Pasaron meses hasta que las aguas se fueron serenando; luego del alboroto de los primeros días y del tren de sentimientos de la muchachita, primero de enojo, luego de sentir lástima de sí misma, pleitos con la hermana, su madre, por haberla engañado, con las hermanas, sus tías, por esconderle tantas verdades, las quejas y llantos fueron apaciguándose y tomaron su cauce: Lucha siguió viviendo como si sus abuelos fueran sus padres, porque además en muchos sentidos lo eran verdaderamente. Con los días que pasan fue sintiendo por Chenta otro cariño distinto además del de hermana que ya le tenía y que le siguió teniendo; en cambio a sus dos tías las siguió considerando en su corazón como a las hermanas mayores que siempre tuvo. Lucha fue una niña muy querida, la consentida de la casa, y ella respondió a ese cariño siendo una buena muchacha y una estudiante de buenas calificaciones.
No solo en esta larga historia que le platicó Rosario al grupo de amigas sino también en los recuerdos que se le vinieron a la mente en aquella plática, Lucha fue repasando las dificultades que ahora se le venían encima. A pesar de que la mano dura de don Joel había amainado un poco, persistía la prohibición explícita de que las señoritas de la casa tuvieran novio siendo tan jóvenes, y a pesar de que ya tenía empleo y era ella independiente, los antiguos temores que aquellos asuntos causaban eran parte del hogar.
―Uy, pues qué historia tan tremenda. ¿Y ahora qué vas a hacer, Lucha?
―Pues nada, voy a seguir el ejemplo de Carmen. Les voy a poner los puntos sobre las íes, a mí no me van a hacer lo que a Chenta, que la retiraron del mundo para siempre, ni lo que a Lala, que ni siguiera salió. Yo quiero mucho a Enrique y nada me va a hacer que me separe de él. Además, ya son otros tiempos, ¿no creen?
―Pues claro ―dijeron todas al mismo tiempo.
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