Alejo Urdaneta

 

A RETIRARSE A SU PROPIA VIDA

 

A Oscar Sambrano Urdaneta.

Por esas plazas y montañas.

 

Es viejo el señor Chepe. Sus ojos están velados de tiempo y miran más que observan lo que está alrededor: el patio central de la casa vieja como él, las columnas que sostienen techos y aleros y son como proscenio de teatro de pueblo.

 Se comprende que el señor Chepe tenga nostalgias y que su mutismo se deba a recuerdos y afectos perdidos, “porque el tiempo”, le dice en evocación el amigo desde la plena juventud, y le dicen también las mujeres de la casa a quienes ya no les distingue parentesco: hijas, sobrinas, ayudantes. Él calla, quizá por indiferencia, o por no tener nada que replicar en seranos en los que no participa. Tiene un perro mañoso y amarillo  llamado velón, compañero en las tertulias de los otros, el único que lo acompaña cuando sale a la calle para llegar a la puerta de la Venta y sentarse en espera de algún gesto de amistad. O cuando acude en horas tempranas al templo a observar el cuadro de la Virgen. Luego regresa con velón y parece que pensara en lo que escuchó en los mostradores: la visita del funcionario que ha venido a inspeccionar las obras del acueducto, el romance de la vieja Estrella, antigua como usted mismo, señor Chepe. Estrella... resuena en la memoria; la misma que ven sus ojos velados de tiempo. Pero no es eso lo que ocupa su pensamiento.

 El padre Espinoza ha dicho que el viejo ve en el rostro de la Virgen algo que le es muy próximo, pero no sabe nadie si a él le importan estas habladurías de la calle: siempre guarda silencio y espera la confidencia de velón. El perro traerá la noticia de si algo inusitado sucedió más allá del portal de la casa. En su retiro, sólo suspendido en las cortas visitas a la venta o a la iglesia, el señor Chepe no desea más que su mutismo, aunque debe suponer que el murmullo del pueblo se mezcla con tintines de tiovivos y bordones nocturnos. Y la gente así lo comprende y respeta esa decisión.

Alguien dice haberle escuchado al señor Chepe un largo pensamiento solitario:

"Sé que está guardado en alguna parte; lo he visto. Es el mismo rostro en otro lugar, estará en la calle de alguna ciudad moribunda, en galería de arte o en la plaza del barrio más olvidado; pero lo he visto y está guardado en otra memoria distinta a la mía. Esos ojos son inolvidables, parecen pintados en un mar de fieltro, y fulguran sin cesar. Lo he visto».

Durante mucho tiempo el padre Espinoza había observado al señor Chepe cuando llegaba al recinto de su vieja iglesia. Siempre  entraba por el pasillo de la nave central, indiferente a visitantes y a vitrales y retablos que adornan el templo, y llegaba al altar mayor. Pero no se detenía allí: apenas el saludo respetuoso al Santísimo, y volteaba sus pasos hacia la nave derecha, hasta el altar coronado por el lienzo enmarcado que representa a la Virgen. Allí se quedaba, contemplándola.

Un templo sencillo, en perpetua tarea de remodelación que dirigía el padre Espinoza, ingeniero de almas y maestro de obras pías: los travesaños de madera del techo eran cambiados y pintados en continuo acto de conservación, y los escaños se pulían con esmero al igual que confesionarios y altares. Todo en perpetuo movimiento de obreros que seguían las órdenes del presbítero, que no olvidaba recordar en sus homilías la necesidad de colaboración de los feligreses en la reconstrucción de la iglesia. Lo que no se tocaba era el altar donde estaba la imagen de la Virgen, en un lienzo de colores sepias en el que sobresalía al dorado manto y la corona de sol de Nuestra Señora. Pero sobre todo resaltaba el rostro moreno, de finos rasgos y mirada apasionada, ladeado en actitud de contemplación, con las manos extendidas en dádiva o súplica. Era serena la presencia del cuadro en el fondo del altar lateral, transmitía la paz que la gente busca en las iglesias, y sin embargo el rostro tenía una tensión que sugería pasiones humanas. Esto parecía ser el motivo de atracción que sentía por la imagen que visitaba a diario en la mañana cuando el padre Espinoza movía los escaños, limpiaba cálices y candelabros, mejoraba cada cosa.

Se sienta en el corredor el señor Chepe y parece que alguien lo interrogara: ¿Sientes que el rostro de la Virgen se parece a otro que has visto antes, no sabes dónde, tal vez más de cerca? Y él pudiera también preguntarse, ahora que ha llegado a la vejez, si la mirada del cuadro es recuerdo de otra que tuvo el mayor de los significados, porque esos ojos... Te lo dices siempre que entras al templo, y es porque eres artista, pintor de mil rostros humanos, de la alegría y el dolor, de colores oscuros y prados luminosos. Si te atrae el rostro de la Virgen, te lo explicas de modo sencillo: el espectador, igual que el artista, da a la obra su propia percepción, y quiere hallar en ella las emociones propias, proclamando lo que debe ocultar y escondiendo lo que debería decir a su modo. No es para mortificarte que no sepas el motivo de tu curiosa ansiedad, y que la mirada de la Virgen la sientas dirigida sólo a ti, porque a nadie más en el templo parece inquietar la imagen.

Pero quién sabe de sus penurias de vejez, quién las alivia desde que despierta cada amanecer hasta que penetra en la noche temprana, sin sorpresas que aguardar: tan sólo sentarse en la silla de siempre a mirar más que observar sus propios recuerdos.

 Quizá sea efecto del tiempo de Semana Santa que evoca, dice el Padre Espinoza, cuando el niño recorría los siete templos el Jueves Santo, desde aquel que está al pie de la montaña, enorme y blanco como mortaja de Cristo, hasta el otro que bordea el centro del pueblo. Te llevaban de la mano y te regalaban las pequeñas alegrías que tanto llenaban el paseo religioso que todavía no comprendías bien; y entonces te conmovía la figura trágica del Nazareno, o era el suntuoso altar de la Catedral el que incitaba tus preguntas: cuadros devotos que guardaban misterio, y que ahora, al cabo de tantos años de aquel peregrinaje piadoso, te obligan a indagar por qué el rostro de la Virgen del pequeño templo guarda algún secreto. Preguntabas y no había respuesta. Todas esas figuras del recuerdo pierden solidez; se borran las risas de la infancia, difuminadas en óleo viejo sobre el lienzo de la Virgen de rostro moreno. La paz que tanto buscas pero que no está en el cuadro del templo.

Dicen en el pueblo que el señor Chepe es alemán y que llegó a estas húmedas lagunas de silencio después de largos trabajos. No se sabe con certeza cuándo ocurrió su llegada, pero venía con una alforja de herramientas y sueños, y ya desde entonces lo acompañaba un perro amarillo. No fue difícil aceptarlo, y el transcurso de los días lo hizo personaje de todos, sin que él lo fuera de ninguno. Siempre silencioso tras el portal de la casa de patio abierto, en caminata pausada por corredores visitados por las golondrinas. Trabajaría, sin duda, porque hizo vida y extendió humanidad hasta ser el anciano de hoy; y también habrá visto rodeada su juventud por deslumbrantes pasiones. Estrella, firmamento, una poesía acuática escrita en las piedras del río cercano, Las noches del señor Chepe eran de color ceniza, sólo brillante por el aura lunar.

Ahora es diferente. Ya el viejo Chepe no tiene historias que contar, Está sentado en el corredor, lo reprenden las mujeres, siempre por motivos fútiles, y él acepta porque quizá no le importe el sentido de aquellas advertencias; y mira a velón y el perro le sonríe con picardía; sabe que su viejo dueño está al tanto de los encuentros que tiene en la plaza, debajo de los eucaliptos, cuando sale a la venta o a hacer lo que quiera o deba hacer: el silencio del dueño es la voz que el perro reconoce.

Pregunta el padre Espinoza acerca de la curiosidad que siente el señor Chepe por el cuadro de la Virgen, y él le dice que ese no es el semblante de la Madre de Dios, que no tiene la placidez que conoce todo el mundo en la faz de la Virgen; y el Presbítero sonríe. Tal vez sea el recuerdo de alguna novia de juventud, pero le advierte que nunca ha de confundirse la santa cara del cuadro con ninguna figura humana. No sabe si responderle o dejar que respondan sus recuerdos; hablarle directamente de yo a tú, o poner en boca ajena una verdad que ahora se desentraña, lentamente se desentraña desde el pórtico de la casa.

 Hay un revoloteo de palomas que zurean desde la azotea de la casa, algún día un pichón vendrá servido a la mesa, y la enredadera de trinitaria es el escondite de las cosas que el señor Chepe nunca muestra. El cuadro seguirá en el templo, con el mismo rostro apasionado y enigmático, del que no habla en la calle y menos ante las mujeres de la casa. Allí permanecerá hasta que él quiera.

En alguna conversación poco recordada, ha dicho al presbítero que desde su niñez sintió la atracción por los templos severos, leía las enciclopedias en busca de estilos distintos: barrocos en láminas brillantes, románicos monasterios que guardaban los misterios sagrados y los humanos; pero su búsqueda quedaba truncada por contradictorias emociones, y los cuadros eran entonces figuras prohibidas.

Este día se detuvo en el umbral del templo, dudando para entrar. Pareciera que la noche se le había hecho inquieta y el amanecer turbio de confusiones: los sueños y las paredes sin tiempo de su albergue fueron compañía del insomnio; pero apenas luce el sol ha ido de nuevo al templo a la hora en que el padre Espinoza se dispone a celebrar el sacramento de la confesión. Es temprano todavía y las naves sólo dejan pasar los rayos de luz matinal por vitrales envejecidos. Telarañas rojas, veteadas de verde, se dibujan sobre los escaños que tiemblan ante el primer anuncio del día. El presbítero adivina la disposición del hombre a dar su confesión; lo ve llegar y sabe que esta vez si hablará con sinceridad y no esquivará las silenciosas inquisiciones.

¿Dirá su penitencia al padre Espinoza? Habla por él la multitud del recuerdo, y de la fuente con agua bendecida surgen a borbotones las palabras del viejo artista: el rostro de la Virgen es la Estrella de una burla callada, y está en el aposento del señor Chepe, cubierto de polvo y humedad, roto el lienzo en la sonrisa, áspero en la expresión de los ojos. Pintor loco que dispuso la forma de su pasión, usted no merece la absolución del sagrado ministerio.

Quién sabe desde cuando no sale de la casa el señor Chepe. Han sido tantos los días desde que realizó su encierro de aislamiento del mundo de afuera, que parece que no conoce su propio pueblo; y nadie notara tampoco que él no esté en la plaza el domingo, ni que falte su compañía en duelos o fiestas. Basta con saber que está sentado en la misma silla mientras la lluvia lo observa y lo calienta el verano, y que la salida diaria de Velón afirme su existencia.                                

Callaron un día los tiovivos, llegaron visitantes extraños al linde del pueblo, tronaron las máquinas y el barro se acumuló en las acequias. Se removía todo al paso de caballerías sin freno, y el tiempo quedaba colgado de las parásitas en los árboles, y las ardillas cesaron en sus brincos, y los campanarios quedaron sin palomas y golondrinas. Años innumerables hicieron eco en los umbrales de la casa donde el señor Chepe continuaba mirando sonar voces inaudibles en la solana de la casa; y todo seguía igual, y velón cruzaba la calle, a sus encuentros debajo de los eucaliptos, y las mujeres tal vez no estaban o continuaban su asedio de cosas nuevas, tejiendo inútiles afanes.

Puede faltar un día la presencia callada del viejo, y extrañarse la ausencia del perro en la casa de ventas, y no hallarse noticias de Estrella en pulpitos de piedra. Falta ahora el cuadro en la nave del templo del nuevo presbítero: es poco curioso el mundo cuando la costumbre avanza imperceptible y todo ocurre igual en viento y sol y tormenta.

 Un día la silla puede estar vacía, y no lloverá en el proscenio de la casa, y no habrá reprimendas  sin respuesta. El señor Chepe tiene derecho a retirarse a su propia vida y salir a la calle a pregonar con gritos su locura por Estrella, a cantar en serenatas sus tardías pasiones, a beber de modo interminable la impaciencia, a saludar cada portal y cada escaño en busca de los arrebatos del celo. Miran los que permanecen anclados en una jornada interminable; miran y la sorpresa se propaga.

 El señor Chepe, con la plenitud de formas de un joven, conmueve la inmovilidad del pueblo y muestra con orgullo el lienzo en rollo, en compañía del perro amarillo que secunda el derroche de energía que corre ligera hasta la vega del río, a sumergirse sin miedo en la corriente más turbulenta.

 

 

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Comentario por juan ignacio arias anaya el enero 4, 2019 a las 1:01pm

Mis aplausos para tu texto

Saludos

Ignaio

Comentario por Alina Galliano el mayo 7, 2012 a las 11:51am

MI QUERIDO ALEJO ..NO SIEMPRE TE DEJO UNA NOTA ..PERO TEN PRESENTE QUE TE LEO Y TE DISFRUTO .. ´

ABRAZOS

Comentario por Nieves Merino Guerra el mayo 7, 2012 a las 11:32am

¡MUY BUENO, AMIGO MÍO !. COMO TODO LO QUE SALE DE TU PLUMA. MI MAS SINCERA ENHORABUENA.

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