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La estreché en un abrazo y la dejé dormir sobre mi pecho.
¡Vigilé su sueño!
Con la respiración todavía agitada, aspiré la embriagadora fragancia de su cuerpo. Satisfecho, repasé la armonía de los trazos de su rostro y la delicadeza de sus rasgos. Un sentimiento de posesión me invadió por completo. Cariñosamente besé su frente. Observé embelesado la hermosura de aquel cuerpo, que acabara de amar, y sentía su cálida y transparente piel en el abandono profundo de su sueño.
Mi mano recorrió las sinuosidades de su cintura, elevándose en el contorno de su cadera y se detuvo al encontrar el lugar más caliente y prominente de su cuerpo, que con el brazo tendido, coincidía conmigo acostado. Reposamos un poco para reponernos de los recientes pasionales momentos vividos, creyendo, añorando ahora, que la tendría para siempre junto a mí.
Minutos después, en esa obsesión de quererla y amarla tantas veces como alcanzaran mis fuerzas, al sentir el calor de su cuerpo en contacto con el mío – vuelve la excitación - el aprieto entre mis brazos, despertándola. Ella todavía de ojos cerrados dejó vagar sus pensamientos a momentos de placer que había sentido pocos minutos atrás y deseó nuevamente entregarse. ¡Así lo hizo, y así lo hicimos nuevamente, uno o dos veces más! Acaso, estábamos volcando nuestros deseos reprimidos desde aquel primer paseo en moto, cuando sus pechos rozaban mis espaldas y su respiración se agitaba junto a mi cuello. Mis labios susurraron a su oído, murmullos que llevaban en el aire promesas y juras de amor. Ella estaba satisfecha y feliz. Yo también me sentía así.
Aquella tarde de fines de otoño se presentaba tranquila. El aire era húmedo. La respiración fresca, liviana, reanimaba rápidamente a nuestros excitados corazones. Los álamos y otros árboles ya habían dejados caer sus hojas muertas y olorosas. Hojarasca que alfombraban veredas y crujían a nuestros pasos bajo aquel cielo despejado y esplendoroso.
En aquel romántico atardecer también los pájaros trinaban alborozados y hacían acrobacias como conmemorando aquel encuentro amoroso que había culminado en felicidad única.
Salimos caminando calmamente, las manos entrelazadas en dirección al club. Enamorados, rostros ruborizados todavía por el calor de la sangre en nuestras venas, mirábamos embobecidos el entorno. Sin darnos cuenta nos reíamos sin aparente razón, solamente nosotros sabíamos que era por pura felicidad y nos apretábamos las manos con confianza en el futuro.
Mi felicidad era mayor todavía al estar acompañando una mujer de rostro muy atractivo, dueña además, de una gran belleza física, de lo que me había convencido, al verla en completa desnudez.
Al llegar al club empezamos a bailar lentos, apretados, solos. No había nadie más que nosotros en ese mundo, dejándonos llevar por las melodías tocadas al piano por Cid Gues, cuyos acordes románticos eran como un tónico para mi alma enamorada y volvía mi vida venturosa y bella.
En aquella reunión bailable todas las canciones hablaban de amor, y nosotros lo respirábamos en el aire. Perdidos en caricias pronunciábamos palabras plenas de promesas, y navegábamos sobre mares de esperanzas...
Vivíamos intensamente el presente, pero estábamos seguros que el futuro era nuestro y ni siquiera pensábamos en él. Así terminamos aquel maravilloso domingo, y con radiante alegría, vivimos un mes y poco más de sueños apasionados.
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