Red de Literatura y Cine
"Calista* que estás en el Cielo"
Hospital Militar, Algún Lugar, Cuba. Diciembre 31, 1999.
La luz del comienzo de un nuevo día va disipando la oscuridad de la noche y por consiguiente pone al descubierto la sala del viejo hospital militar. En la pared descascarada, pintada en un tiempo atrás con lechada de cal de color amarillo, el viejo reloj eléctrico está marcando las 6 de la mañana y la vieja enfermera de guardia que está sentada en una silla giratoria de madera se estira; después de levantarse con pereza, toma en sus manos el expediente médico del único paciente ingresado en la sala de terapia intensa. Al llegar junto a la cama del paciente, la enfermera se pone los lentes y enciende la luz.
El paciente es un hombre que parece estar en estado agónico. . . diriáse que al fin de su vida. A simple vista se puede ver que se trata de un hombre quien en su juventud fue de más de seis pies de estatura, y que quizás esta en los setenta años de edad. El hombre tiene escaso pelo, y parte de su cara está cubierta de una barba pobre y mal cuidada.
Con mucha atención la enfermera observa al paciente, le toca la frente, le toma la temperatura y el pulso, y chequea en el viejo monitor de la sala, para saber el ritmo cardíaco y la actividad respiratoria. Al terminar escribe con sus dedos embotados: 06:00, el Comandante Jovellanos, aunque todavía bajo los efectos de los sedativos, parece estar entre moderada y aguda actividad respiratoria. El resto de sus actividades vitales continúan siendo pobres. Al terminar la enfermera re-posiciona al paciente, le arregla las cobijas y se va a su escritorio para desde allí esperar su relevo.
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- Enfermera. . . enfermera. . . ¡Compañera enfermera ¡Carajo, maldita sea! ¨
- Enfermera, esto es una orden, venga aquí inmediatamente. - haciendo un gran esfuerzo llamaba el comandante.
- Enseguida mi comandante -contestaba la enfermera- ¡Ya voy. . ., ya voy! . . . A ver, ya estoy aquí. . . ¡Pero qué barbaridad! . . . Ya ve lo que ha logrado con tanto jaleo. . . mire eso, a ver, déjeme arreglarle la máscara de oxigeno
- No, usted no me va a arreglar nada. Óigame bien, y no me discuta nada. Simplemente haga lo que le digo. No sé si lo sabe pero siento que estoy a punto de perder esta. . ., mi última batalla, ¨ dijo el comandante Jovellanos. ¨ Llámeme a un sacerdote, ¨ pidió el comandante y de repente cae en un colapso. La enfermera hala la cuerda y suena una alarma. En unos minutos llega el personal de resucitación y con un gran esfuerzo restablecen la recuperación del paciente. Al terminar la terapia intensa, le administran un calmante y el paciente se vuelve a sumergir en un sueño profundo.
En las tempranas horas de la noche del mismo día el cura llega cansado junto a la cama del paciente y deposita su voluminosa figura en una silla de metal esmaltado que le trajo la enfermera. El padre mira al comandante y comienza a rezar. Al poco rato el comandante abre los ojos letárgicos inyectados en sangre. Haciendo un esfuerzo, el comandante mira al sacerdote y dice con voz apagada ¨ Perdóneme padre porque he pecado.¨ El padre se persigna y se prepara para proceder a darle la extremaunción al moribundo comandante.
- Escuche usted padre, necesito confesarme. Ha pasado mucho tiempo desde mi última confesión. En realidad le digo que yo no me confieso desde 1959. . . en aquel entonces yo, al igual que nuestro máximo líder, tenía 33 años de edad y de la noche a la mañana, un cambio catastrófico... casi total, se produjo en el destino de esta nación, y con todo lo que en aquella época pasó, yo cambié al igual que todos en este país . . . si, aquel entonces fue una época de cambio en todos los órdenes, y con respecto a la religión, también hubo un cambio casi total que convirtió a nuestro país en un estado ateo. . . y yo al igual que casi todos cambié. Al cambiar dejé de ser lo que había sido toda mi vida, una persona satisfecha de poseer una vida provista de una buena posición económica y social, y además dejé de ser un buen católico practicante que comulgaba y confesaba regularmente. Sí señor...
- ¡Qué tiempos aquellos! Usted es un hombre bastante joven, y yo no sé lo que usted sabrá de aquel entonces, pero yo que lo viví, le puedo decir que aquel fue un tiempo infernal. Sí, aquel fue el comienzo de una nueva era. -- La era del comienzo de la revolución. -- La era del advenimiento del poder nuevo y energético. Un poder clamado por. . . y para cada hombre que lo añoró. A todos, y especialmente a los jóvenes, la revolución nos consumía y nos lo reclamaba todo. La revolución era como una nueva amante. . . insaciable, capaz de poseerlo todo; adueñándose de nuestras almas, de nuestras conciencias y de nosotros, quienes al llamado de ¡Venid a mí y dádmelo todo! Al instante y sin reservas, acudíamos. Para muchos, todo aquello era como un destino fatal e irrevocable. Todos, todos caíamos rendidos ante la promesa de su amor y de su aprobación, y para llegar a eso, cada uno de nosotros, teníamos que pasar por el proceso de desmantelamiento de tu alma y de tu conciencia, y es que el único propósito de ella era hacer de ti, un nuevo tú. Hacer de ti un hombre desalmado, sin escrúpulos, capaz de seguir y ejecutar, sin conflictos ni interrogantes sus órdenes, sí, hacer de ti un esclavo capaz de hacer cuanto se te ordenara. ¨
- A todos se nos vendió la idea de justicia mesiánica, ideología esta capaz de justificar los motivos y ocurrencias de la época. Se nos dijo que la historia y el resultado final de nuestros logros nos absolverían y lo justificaría todo, y por último se nos dijo hasta hacernos llegar a la convicción de que nosotros éramos soldados heroicos de una guerra ideológica, los fraguadores de una nueva patria. En aquel entonces eso es lo que todo joven revolucionario honestamente creía. . . .¡Todos! . . . o mejor dicho casi todos. ¨
... No yo. Yo, quien siendo una persona práctica y sobre todo escéptica, no podía creer en el carácter de altruismo universal que decía ser el corazón de nuestra revolución. Ambición y saqueo hostil a mano armada, era lo que yo veía en vez de humanismo o la casi sagrada doctrina marxista que en aquel entonces, decían serlas bases de la nueva republica. Yo nunca creí en semejantes patrañas a pesar de que eso era lo que se nos trataba de inculcar y hacer creer con todas las enseñanzas de la dialéctica comunista. Yo no podía creer en la honestidad del postulado de igualdad para todos, esgrimido por un hombre quien en una forma paradójica, se llamaba a sí mismo el Máximo Líder. Para mí lo único que estaba claro era que definitivamente un cambio había ocurrido creando una nueva estructura social, y que para un hombre ambicioso como yo, el cielo solamente era el único límite. Bastó solamente una mirada a mi vida para notar lo absurdo que se había vuelto el mundo estéril y seguro que mis padres habían creado para mí. Mi carrera, mi matrimonio, todo incluyendo mi moral, la comida que me comía, mi vida doméstica. Todo aquello era capaz de aburrirme, hasta hacerme llegar al punto de alejarme de todo lo que era mi mismo. ¨
... Mientras la gente se descarnaba por fortalecer, o por ir en contra de la revolución, yo me introduje en los más altos círculos de la revolución en La Habana en un tiempo muy oportuno. En aquel entonces sucedió que un gran movimiento reaccionario se puso de manifiesto. En varias provincias, los contrarrevolucionarios se resistían y trataban de reconquistar las tierras perdidas, así como también todas sus posesiones confiscadas por la revolución a nombre del ese ciudadano que no existe llamado el pueblo. También sucedió que como la insurgencia parecía estar ganando poder, yo, un afamado conocedor del área de actividades contrarrevolucionaria donde nací, fui trasladado al frente de las milicias puestas en combate en la localidad. Salí inmediatamente de La Habana y llegué a Santa Clara casi a las doce de la noche en medio de una lluvia torrencial. Yo tenía planeado dejar algunas de mis pertenencias personales en la finca abandonada de mis padres que estaba localizada en la carretera de Camajuaní. El viaje había sido brusco y como estaba bastante cansado, había planeado descansar unos días libres que me quedaban antes de integrarme a mi puesto como me habían ordenado en la comandancia. ¨
... El viaje en ¨jeep¨ por caminos atroces duró casi dos horas y por fin llegué a la finca. Al entrar a la sala de la inmensa
casona, noté con sorpresa que la misma había sido clandestinamente invadida por una mujer de apariencia emaciada quien ante mi inesperada presencia allí, no había tenido más opción que intuitivamente abrazar con sus largos y huesudos brazos a sus dos hijos adolescentes en forma protectora, los cuales hasta el momento de mi llegada, aparentemente dormían en dos colchones que estaban tirados sobre el suelo de lozas. Bajo la luz de mi lámpara de keroseno vi que los ojos de la mujer y los de sus hijos estaban llenos de espanto. Al interrogarla la mujer llena de pánico me dijo que me había reconocido por mi fama ganada localmente por ser uno de los hijos de gente rica que se unió a la revolución en los últimos días de las batallas del Escambray. La mujer me confesó que su esposo había sido fusilado por hombres bajo mi mando durante el primer mes del triunfo de la revolución, los cuales los habían desalojado de la que había sido una prospera finca en el valle de San Luis y que sus hijos era lo único que le quedaba en este mundo. Al hablarme de sus hijos, la mujer se arrodilló llorando suplicándome que les perdonara la vida y que ellos me servirían en lo que yo quisiera, y para probarme la autenticidad de su oferta le dijo a su bellísima y obediente hija de quince años de edad que fuera a mi habitación y me ayudara a pasar mi estancia bajo su servicio, mientras con lágrimas en los ojos, esta es mí linda y dulce hija Calista, Le suplico que por favor sea usted bueno con ella, y dulcemente la empujó por los hombros para que ella se acercara a mí en forma resignada Calista me tomo de la mano y se dejó llevar a la habitación donde durante mi estancia yo pasaría mis noches con en su compañía ¨
... Pasados los dos días que tenía libres, me incorporé a mi puesto de comando donde pasaron casi seis meses en los cuales casi se puede decir que se revivieron las dificultades de los últimos días de combate que precedieron al triunfo de la revolución, a tal extremo que dejé de mantener correspondencia frecuente con mi familia incluyendo a Heraldina mi esposa, quien un tanto alarmada, y no oyendo mis consejos de no acercarse por la zona, se presentó de sorpresa en la finca.¨
... La misma noche de su llegada, al enterarme de su arribo fui a dormir a la finca. A la hora de la cena, mi esposa quien era de naturaleza inclinada a sospechar de mi posible relación, cuando notó que la hija mayor de la señora al servicio de la finca estaba en estado de gestación avanzada, y en forma aparentemente compadecida, le hizo preguntas a la madre y a la muchacha acerca de cómo era que Colista siendo tan joven, había concebido.
Esa noche Heraldina y yo dormimos juntos pero antes de irnos a dormir, ella sin hacer comentarios o dar explicaciones, ordenó que las pertenencias de Calista fueran sacadas de la habitación. A la mañana siguiente regresé a la comandancia, y dos días después Heraldina regresó a La Habana, y para evitar problemas con ella, yo deje de ir a la finca ¨
... Pasaron casi seis meses en los que no tuve noticias de la finca hasta que una tarde recibí un mensaje de Ada, la mamá de Calista, pidiéndome ayuda para su hija y para mi recién nacido hijo. Según Ada, Calista había perdido la razón, y se comportaba como una cerda en sus actos de vida. Ada me explicó que la noche antes de irse de regreso a la Habana, mi esposa Heraldina presa de una furia incontrolable había golpeado y maldecido a Calista llamándola puerca de pocilga, y le conjuró que la vería caminado en cuatro patas husmeado la tierra por comida, como era propio de la naturaleza de los cerdos.
...Tres días después de esa nota, Ada me mando un mensaje con un vecino, quien me dijo que el niñito se había puesto muy enfermo. Inmediatamente, le mandé un médico del campamento. El médico me informó que al ver la gravedad del niñito, tomó la decisión de ingresarlo en el hospital más cercano de la ciudad de Santa Clara. Esa noche llegué tarde á la finca con intenciones de pasar la noche allí, e ir a ver al niñito temprano en la mañana. . . A mi llegada Ada me estaba esperando con la noticia de que el doctor le había informado que el niñito había muerto de neumonía. Sin apenas darme tiempo a absorber la noticia y con lágrimas en los ojos Ada me llevó a los establos y me suplico que ayudara a Calista quien semidesnuda, se había quedado dormida sobre el lodo. Los dos la miramos en silencio y cuando la madre la llamó por su nombre la joven mujer despertó y se puso a caminar sobre sus manos y rodillas mientras oliscaba mis botas, y después de gatear en círculo husmeando en el lodo, varias veces, se escondió en los establos.
... Muy temprano en la mañana Ada me sirvió el desayuno. A mi insistencia, se sentó junto mí, y mientras yo desayunaba, ella se echó a llorar. Al terminar mi desayuno creo que de alguna manera. . . aunque sin hablar, Ada me pidió de favor que tuviera piedad de Calista.
... Antes de regresar a la comandancia, fui al establo y vi a Calista quien dormía profundamente sobre el flanco derecho de su cuerpo, y padre, le digo que quizás en una manera de lástima omnipotente, me apiadé de ella, y para terminar su suplicio, saqué mi pistola y le disparé a boca de jarro sobre la sien derecha, dejándola allí sin vida, en medio de un silencio absoluto sobre un charco de sangre.
El paciente deja de hablar y se produce un silencio absoluto y el padre se da cuenta de que el viejo comandante ha muerto. La enfermera al oír el la alarma de fallo cardiaco, llama al médico de guardia. El médico viene junto a la cama, examina al cuerpo carente de vida y desconecta el viejo monitor, y la enfermera y en forma en algo mecánica, cierra los ojos y cruza las manos sobre la parte superior del cuerpo que yace sin vida y lo cubre con una sábana. El médico después toma el expediente del Comandante Jovellanos donde escribe la siguiente nota de fin de cuidado del paciente. 24:00. El Comandante Jovellanos acaba de expirar. El médico se lava las manos y sale de la sala.
El Padre mira al viejo reloj eléctrico acaban de dar las doce de la noche, y desde la estación de mando de la sala, la enfermera viene en dirección al sacerdote con un plato con 12 uvas. “¡Feliz Año Nuevo Padre. Feliz Año 2000.”
Fin
Pedro Felipe López Bravo
Nueva York, Nueva York. 20 de diciembre 1999
© June 2001
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