Justo en los últimos instantes de Casanova, su último amor, el que fuera escritor, diplomático, violinista, agente secreto, matemático, estafador, inventor y, sobre todo, aventurero es interpelado por su visitante sobre la relación quizá secreta entre el dolor, el sufrimiento, y el amor.
Habla un hombre fundamentalmente viejo al que sólo le quedan los recuerdos como lejanos testigos de una vida que tiempo atrás, sólo en el pasado, se soñó eterna.
¿Hay que sufrir para amar de verdad? «Para amar, quizá no, pero para saber que has amado, sin duda», dice.
La respuesta no puede estar más alejada del ideario del libertino. Ya no queda rastro del hombre que escribió en sus memorias: «¡Éstos son los placeres de la vida! Pero ya no puedo procurarme otra cosa que el placer de seguir gozándolos con el recuerdo.
¡Y pensar que hay monstruos que predican el arrepentimiento, y filósofos necios que sostienen que los placeres no son más que vanidad!». El Casanova que interpreta desde la heterodoxia Vincent Lindon descubre de repente que es un hombre herido y encadenado sin remedio a lo que más desea. La libertad le condena. Y es ahí, en ese extraño y virtuoso giro donde el francés Benoît Jacquot localiza y puntúa su relectura contrahedonista, digámoslo así, del mito.
La película está narrada en dos tiempos. Lo que le permite al director imitar de algún modo los usos y costumbres de las biografías necesariamente inventadas tanto desde el recuerdo como desde el olvido. De un lado, el amante relata lo que tiempo atrás le sucedió y le dejó completamente sorprendido e indefenso. Del otro, discurre la reconstrucción detallada de aquella trascendental aventura amorosa. En Londres, el veneciano conoce a la más famosa de las prostitutas, Marianne de Charpillon, a la que da vida Stacy Martin.Puede poseerla como tantos otros. Pero ella huye. Sólo accederá a sus pretensiones si cumple una condición: en el momento en el que deje de desearla, sólo entonces, su más íntimo deseo se verá por fin cumplido. Casanova no lo sabe, no entiende nada, pero es esa paradoja insalvable la que define una nueva búsqueda o aventura que ni siquiera sabía hasta entonces que fuera posible. «Se podría decir que la película descansa sobre el anacronismo que supone el hallazgo del amor romántico en el siglo XVIII», apunta Jacquot. Y, en efecto, de eso se trata.
Casanova, insiste el director, no es ni Don Juan ni el marqués de Sade. Del primero le distancia un ansia depredadora de la que el italiano carece. Él no está infectado por la teología ni el catolicismo, no anda detrás ni de la venganza ni de la conquista por medio del embuste. «Él es parte de la mitad masculina de la humanidad y lo que le emociona es la otra mitad, la femenina. La forma de acceder a ella es la complicidad, la afectividad, la amistad y, por supuesto, la intimidad erótica. Por eso tampoco puedo compartir la lectura que Fellini hizo de su compatriota», dice Jacquot. Casanova entiende la libertad como un fervor adolescente, por fuerza hedonista, que no conoce ni límite ni ofensa ni moral siquiera. Es libertinaje por excitación propia antes que por avasallamiento del otro. Y esto es lo que le coloca a distancia de la otra celebridad entre los libertinos. «Sade», continúa el cineasta, «pasó la mayor parte de su vida en prisión, mientras que Casanova no. Ambos deseaban la opulencia y en ella se solazaron. Pero el marqués usó esa opulencia para dar con todo tipo de pretextos que le condujeran a la cárcel. Casanova es ante todo un aventurero, Sade no. Casanova, que hasta ideó la Lotería Nacional, estaba seducido por lo desconocido consciente de que sólo la suerte importa». Y así.
En definitiva, la historia del más riguroso amante de la libertad acaba con el reconocimiento de su esclavitud. Cuando ama no lo sabe, pero sí cuando recuerda que una vez amó. «No nos damos cuenta muy bien de la felicidad o la infelicidad en el momento en que nos atrapa, sólo al rememorarla», puntualiza el director. ¿Es Casanova, acaso, un héroe feminista? «Sin duda, el primero, y el reconocimiento de su fracaso en la vejez es también parte del reconocimiento del fracaso de todos nosotros»,sentencia Jacquot empeñado quizá en ser él también Casanova.
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