Durante mis vacaciones estivales de este año, experimenté la querencia de escribir un relato en la proximidad del mar. En las playas Primera y Segunda del Sardinero, en Santander, di forma a este deseo.
El último día amaneció lluvioso, y, estando escribiendo en los jardines de Piquío, me cayó un buen temporal. La tinta se me corrió en la página de la libreta en la que estaba empleado, y tuve que terminar el cuento bajo la protección de la marquesina de una parada de autobuses urbanos. Así de imprevisible es el mar Cantábrico... Pero lo importante es que pude acabar el cuento que ahora someto a la consideración de los lectores.

Su madre se lo había dejado muy claro:
—¿Qué falta te hace a ti querer conocer el mar? Has cumplido los cincuenta y no te has casado, que es lo mejor que podrías haber hecho. Nada de parecerte a los señoritos. Tu vida es el rebaño y mirar por tu madre anciana. No pierdas el tiempo en memeces y céntrate en tus obligaciones.
Ricard atisbó por la ventana. En el páramo ya se asentaban las nieblas del Norte. Al día siguiente tendría que emprender la marcha trashumante para que las ovejas pasaran el invierno en un clima más benigno. Sólo tenía a su madre; lo demás pertenecía a los señoritos de la casa grande, que todos los veranos iban a bañarse al mar y hablaban maravillas de éste. El mar era fresco y profundo, los aires de la costa curaban todos los resfriados y mujeres muy guapas paseaban por los arenales calentados por el sol. Ricard quería ser como los señoritos de la casa grande, pero sólo en lo que a disfrutar del mar concernía.
—No te olvides traerme un regalo cuando vuelvas en primavera.
Su madre estaba muy a gusto, sentada junto al fuego. En el techo de bardas había una pequeña gotera, de la que descendía un lento hilván de la lluvia que había descargado durante la tarde. Ni siquiera la casa era de ellos. Se la habían cedido los señoritos a cambio de consagrar su vida al cuidado de las ovejas, a cambio de trabajar hasta deslomarse y disfrutar lo menos posible de la vida, a cambio de madrugar en la hora de la escarcha, pasar el día en los páramos y volver de la majada al sepultarse el sol tras el horizonte. A cambio de perderlo todo por la ilusión de tener algo. Ricard prefería no pensar en esas cosas, pero no podía contener el deseo de conocer el mar. Los señoritos contaban con todo lo bello de la vida: otros trabajaban para ellos, iban de cacería y organizaban fiestas en la casa grande, conducían unos coches que eran más confortables que la cabaña donde vivían su madre y él; hasta tenían familia numerosa y se apoyaban unos a otros… Y asomaban por el mar cuando les iba en gana.
—Aféitate, que tienes la cara toda rasposa.
—Vale, madre.
Tomó la navaja, la brocha y la pella de jabón, e hizo espuma con el agua de la desconchada palangana. El trozo de espejo adosado a la pared le devolvió todo un retrato de la amargura existencial. Las personas sólo tienen una vida, y él había malgastado la suya. Por nacer donde nació, por hacer demasiado caso a todo lo que le decía su madre, por apacentar las ovejas de los señoritos.
Ya tenía la cara toda enjabonada, a punto de pasarse el filo de la navaja. Por medio de la imagen del espejo, apreció un nudo en sus ojos. Acaso una lágrima abortada. Y más en el fondo de aquéllos, había un mensaje que tal vez debiera tomar en consideración.
—Madre, he decidido dejarme barba.
—¡Serás Sisebuto! Bonito ibas a estar tú con barba. Aféitate, que si no vas a parecer un adefesio.
—Da igual, nunca tendré una mujer.
—Porque tú lo has querido.
—¿Cuándo? Como no me case con alguna de las ovejas…
Se limpió con cierta pena el jabón de la cara. La dureza de su mirada se había dulcificado. Había tomado una decisión y la había cumplido. Un paso no conduce a ninguna parte, pero siempre es el primero que se debe dar para llegar a alguna parte.
—Buenas noches, madre.
Se acostó en su poco mullido lecho. ¿Qué más daba, si él estaba acostumbrado a dormir al sereno, teniendo por jergón la tierra y por almohadas las rocas pulidas por la lluvia? Durmió contento esa noche, la última que tal vez pasaría en la cabaña por mucho tiempo.
Sonaban en sus sueños las olas del mar, aunque jamás las hubiera escuchado. Un señoritingo listo dijo una vez, estando cerca Ricard, que la vida comenzó en los océanos. Empezar la vida es el milagro absoluto. El mar, las olas furibundas, esos pájaros blancos que al graznar ensordecían los aires. Ricard durmió contento esa noche, pero de todos los sueños se acaba despertando.
—Buenos días, madre.
Las gachas tropezadas con torreznos, su habitual desayuno, le esperaban en el perol que colgaba del fuego. Le aguardaban muchas jornadas por cañadas inhóspitas hasta llegar a los pastos de invierno. Sentía que el copioso desayuno cargaba su cuerpo de vigor y optimismo.
—Madre, ya tengo que irme.
—Hasta que vuelvas en primavera, hijo. Buen viaje lleves.
—Gracias, madre.
—Y no se te olvide traerme el regalo.
—Descuide, madre.
Sobre las ondulaciones del páramo, las nubes amenazaban con soltar la melancolía del otoño. Ricard dio un silbido. Enseguida “Tizón”, su fiel pastor belga, le acudió al encuentro.
—Vamos, amigo, nos aguarda un largo camino.
Se colgó el zurrón a los hombros, enarboló su cayado y siguió el camino de la majada. Trescientas cabezas de ganado lanar, de las que preveía se murieran una quinta parte antes de su regreso por primavera. Veinte días hasta llegar sin tropiezos a los pastos de invierno.
Pronto Tizón reunió el rebaño. El camino a la cañada no quedaba apartado. Ricard echó una mirada poco deseosa al embudo de tesos y montañas que confinaban el horizonte. No le apetecía meterse entre puertos y valles encajonados. Estaba harto de tener siempre a la vista bosques y roquedales; los breves lagos que iban a bordear, apenas si satisfacían sus deseos de inmensidades de agua. La vida comenzó en los océanos, y él quería vivir. El rebaño abrumaba con sus balidos el sosiego de los rincones campestres que atravesaban. Tizón era de una fidelidad angelical, que con su diligencia canina suplía los descuidos que Ricard estaba cometiendo en su labor de pastor por engolfarse en unos pensamientos que cada vez en mayor grado le agriaban la existencia.
Transcurrió la primera noche y la segunda. Los pasos entre desfiladeros, con sus frecuentes conciertos de tempestades, empezaban a anunciar la venida del mal tiempo. Las ovejas sufrían y se las veía deseosas de alcanzar cuanto antes los pastizales de invernada.
Ricard sabía que no tardarían en llegar a una encrucijada de caminos, que los últimos años no había dejado de perturbarle. Un ramal conducía a su destino, los pastos de invierno, mientras que el otro ramal prometía al cabo de pocas jornadas el encuentro con el mar. Ricard temía el momento de tener que tomar una decisión, porque sabía que su deber y su deseo entrarían en pugna. ¿De qué vale la vida si el deseo agoniza en tierra árida? ¿Y qué será de las ovejas, de Tizón, de su madre en la alejada cabaña? ¿Qué será de él mismo?
Llegado a la temida confluencia, mandó a Tizón que hiciera parar al rebaño, cosa que a éste le vino bien para pacer la preciada hierba que crecía a los bordes de la cañada. Por un lado el deber, por otro el deseo. El mar sirviendo de cuna al sol de la juventud. La vida como realmente debió ser planteada. Ricard sintió que se le aligeraba el pecho. Le hubiera gustado tener el trozo de espejo para comprobar lo que estaba sucediendo en el fondo de sus ojos.
—¡Tizón, para el otro lado!
El perro alzó las orejas, como amoscado por la orden de su amo. Ése no era el camino que habían tomado en años anteriores.
—¡Me has oído, Tizón! ¡Nos vamos al mar!
Entonces ya no quedó duda. Una nueva alegría se aposentó en los balidos del ganado. Ricard miró al cielo, por el que iban al galope unas nubes huérfanas de lluvia. ¿Qué dirían los señoritos de la casa grande? ¿Su madre se moriría del disgusto? Pero ya era hora de que él decidiera sobre su propia vida. Se había cansado de ser demasiado complaciente y prestar oídos a todo lo que le decían los demás. Aunque estuviera en el fondo equivocado, quería que fuera una decisión adoptada por él mismo.
Los bosques en los valles cercanos al mar eran de una belleza embriagadora. Hayas, álamos de viento, fresnos, castaños, serbales, pinares que frenaban el paso de los rayos de sol. Olmedas y prados constelados de tréboles y florecillas que desafiaban abiertamente al otoño. Y en el cielo de la lontananza, una promesa de luz que simbolizaba su sueño que, ahora sí, forzosamente habría de verse realizado.
Encontró a lo largo de su ruta pueblos de paredes blanqueadas, metidos en un baño de luz cálida, donde pudo renovar las provisiones de su zurrón. Muchos lugareños le observaban con los ojos desencajados de estupor. ¿Adónde iría con un rebaño tan numeroso, lejos de las habituales rutas trashumantes? Él decía que iba camino de la costa y que sus ovejas y su perro pastor irían adonde él fuera. Al mirarse los ojos en las corrientes de los arroyos que le salían al paso, pudo comprobar que se iba desamarrando el nudo de tristeza que se había establecido en el fondo de sus pupilas.
Los días pasaban, y en los valles que se abrían al mar, el viento portaba un inconfundible aroma a sal. Las ovejas pastaban hierba jugosa por sitios donde no ponían ningún impedimento a su paso. Un atardecer el sol tardó en ponerse más de lo ordinario. Ricard sintió que se le ensanchaba el pecho. Estaba a punto de cumplir su sueño más preciado.
—Tenemos que arrodillarnos en el verdor de la tierra, mientras lo tengamos presente —le dijo a su perro, dominado por un dulce éxtasis—, porque a partir de ahora todo lo veremos de color azul, un azul más cálido y profundo que el del cielo.
A la mañana siguiente partieron temprano. Los balidos del rebaño se esparcían por la escotadura de un valle que los condujo a una caleta solitaria, confinada por elevados promontorios de roca. A la vista del mar, difuminado por los restos de bruma de la alborada, Ricard se olvidó de que tenía un rebaño a su cargo. ¿A su cargo o, tal vez, por devoción, ya que el cariño que le inspiraban los animales había hecho traspasar las fronteras del deber? Se olvidó, pues, de todo, hasta de su propia identidad. Aunque las aguas estuvieran frías como las de un lago de montaña, no pudo sustraerse al deseo de darse un baño. Se despojó de sus ropas, y, sin dar margen a pensarlo, se zambulló en medio de las olas.
Las gaviotas concertaban sus gargantas con las de las ovejas, y Tizón introducía a su vez un sonoro contrapunto. Ricard percibía un frío culebreo por todo su cuerpo, pero eso no era otra cosa que la sensación de la despuntante felicidad que lo embargaba. Nunca se había sentido igual; es indescriptiblemente hermoso el cumplimiento de un sueño tan largamente acariciado. Las ovejas se emplearon con la hierba un punto salada que brotaba entre los caballetes de los peñascos.
En todos los años de su vida, Ricard no había tenido ocasión de aprender a nadar, y tuvo que agradecer que en ese sitio el mar no fuera excesivamente profundo. Posando los pies en el fondo de arena, lograba que su cuerpo sobrenadara por encima de las aguas. Estaba decidido: quería quedarse allí para siempre.
Después de la euforia del principio, tomó las disposiciones para instalarse lo más cómodamente posible en la caleta. Encontró una espaciosa cavidad en los acantilados, que le serviría para recoger al ganado y procurarse refugio durante los temporales. La hierba abundaba por las inmediaciones, así que había que desechar el temor de que las ovejas se murieran de hambre; y en cuanto a Tizón, comería de lo mismo que él. A estos efectos, dio con un islote muy cerca de la playa, donde las palomas marinas depositaban sus huevos en la bajamar, y el agua dulce se la proporcionó un riachuelo que desembocaba no muy lejos de allí.
Una nueva vida se perfilaba ante los ojos de Ricard.
Por las noches dormía feliz y despreocupado en la cueva de los acantilados, ante una vigorosa fogata de leña y rodeado por sus queridos animales. Hacía por no pensar en nada desagradable y mucho menos padecer los reproches que le perseguían desde el pasado.
El otoño comenzó a mostrar su peor catadura en aquel ignoto rincón de la costa. De vez en cuando, el horizonte marino era cortado por la sugerente silueta de un velero. Y había noches en que las nubes recorrían el cielo como si de una estampida de bisontes se tratase. Llovía con mucha frecuencia, y el mar se vestía sus galas de plata envejecida. El mal tiempo iba ganando terreno día a día. Aun así Ricard no sentía su ánimo decaer. El mar era un atinado reflejo de la propia vida: unas veces daba en mostrarse calmo y risueño, otras colmaba la medida de su furia e incluso hacía desaires a los que, como Ricard, le testimoniaban un amor incondicional. La vida es alegría y sufrimiento, reflexionaba Ricard, no le pidamos más al mar.
Tras los primeros temporales del otoño, siguieron unas jornadas que recuperaron brevemente la suavidad del estío. Ricard y su rebaño pasaban más tiempo al aire libre. El agua del mar estaba fría, pero el aire de la costa gastaba tal tibieza, que brotaron grupos de presuntuosas florecillas en los recortes de verdura comprendidos entre los roquedales. Ricard advirtió que tendría que almacenar heno para pasar el invierno y poder, de esta forma, garantizar el sustento del rebaño. Se dio, por tanto, a semejante labor, para lo cual tuvo que auparse a las mayores alturas de los riscos. Desde esas atalayas se dominaba una amplia panorámica de los valles del interior. Los pueblos distantes, esparcidos por las faldas de las montañas costeras, los caminos que se vaporizaban en el azul de la distancia, penachos de nubes grises que testimoniaban que el mal tiempo ya se había asentado en los puertos de la cordillera. A buen seguro, los ganados trashumantes ya se encontrarían en sus praderías de invierno.
La tregua del tiempo atmosférico finalizó. No tardaron en hacer su presencia las primeras nubes del invierno rozando el filo de la costa. Ricard tenía que apresurarse para completar las provisiones del rebaño. Por tanto, subió al promontorio más elevado, y se puso a segar con su navaja la hierba que allí crecía. Caían algunas gotas de lluvia que portaban toda la frialdad de la nieve.
  —Madre, qué cansado me encuentro —murmuraba para sí mismo—. Cuesta tanto abonar el precio de la felicidad. Ahora debo luchar contra el invierno. Tengo que cuidar de mi rebaño, y hacerme a la idea de que nunca te volveré a ver. Aunque te mostraras muy cargante conmigo, no puedo quitarme las gotas de nostalgia que empañan mi felicidad.
Después de pasar toda una vida en el oficio de pastor, tenía la vista muy aguzada. Podía reconocer detalles a distancias que para otros quedarían vedadas. Ahora, al escudriñar la evolución de las nubes, para lo cual miraba en sentido al continente, se percató de algo que lo dejó sumido en una extraña incomodidad. Una fila de autos serpenteaba por el camino costanero que conducía a su caleta. Era la primera irrupción del mundo civilizado en varias semanas. Ricard abandonó el haz de hierba que había segado, y, poniendo en juego la agilidad de una cabra montés, descendió hasta la base de los acantilados.
Las ovejas ramoneaban entre los recortes verdes. Tizón estaba con las orejas tiesas, oliéndose el inminente atentado a la intimidad de los seres vivos que habitaban en la caleta. Ricard se puso a mirar con amarga expectación a la cima de los promontorios; por allí, a buen seguro, asomarían la cabeza las primeras personas que vería tras tantas semanas de soledad.
Tizón ladró de un modo jubiloso, carente de agresividad. Sabía quiénes eran los visitantes.
Las malezas que bordeaban las alturas se agitaron. Ricard se restregó los ojos para cerciorarse de que éstos no le engañaban. Al igual que Tizón, conocía a los que se estaban asomando sobre la caleta. Eran los señoritos, los propietarios del rebaño, aquéllos por los que Ricard se deslomara a trabajar desde los albores de su juventud. Y para hacer más insólita la circunstancia, ¡la madre de Ricard iba con ellos! No se trataba de una fantasía ocular. El pastor fugitivo había sido buscado y encontrado en consecuencia.
—¡Ricard, bandido, no fuiste a los pastos de invierno! —gritó uno de los señoritos haciendo bocina con las manos—. ¡El rebaño nos pertenece!
Ricard se sentía corrido de vergüenza. No tenía palabras para expresar su bochorno y hacerles comprender a los señoritos que si se había llevado consigo las ovejas, era para no abandonarlas a su suerte. Notaba cómo los miopes ojos de su madre hacían esfuerzos por distinguirle en el fondo de la caleta. Las olas empezaban a recogerse con el reflujo. No estaba rota la cadena que su madre le amarrara al corazón. Hacer todo lo que ella le decía había sido su credo hasta hacía poco.
—¡Tú haz lo que quieras, pero devuélvenos lo que es nuestro! —gritó otro de los señoritos.
Hacer lo que quisiera, ¡qué bien sonaba esta aseveración! Pero que la jaula esté abierta no implica necesariamente que se haya de abandonar.
—¡Ricard, vuelve a casa!
Ahora su madre era la que se desgañitaba para recordarle el vínculo que a ella lo ataba. La vergüenza que Ricard experimentara al principio, acabó mudada en angustia.
Aunque hiciera lo que le estaban exigiendo, aunque volviera a casa, sabía que no se iba a ir de rositas. El rebaño estaba bien cuidado, sin faltar una sola de las ovejas; por esa parte, había cumplido su cometido. Su gran crimen había sido variar el camino asignado y no haber dado señales de vida. Por ello habría de pagar un precio si recobraba su docilidad de antaño. Ser un mandado, un hombre a la sombra de otros, un chantajeado por los sentimientos, un condenado a amaneceres y ocasos siempre invariables, una existencia monótona en suma. Ricard dejaba de tener su vida para asumir la de los demás.
—¡¡¡No!!!
Su grito taladró el cielo y reverberó sobre las paredes de los acantilados. Había decidido ser libre, y ahora nadie podría detenerle. En la tierra ya no le quedaba refugio; pensó encontrarlo, pues, en el mar.
—¡Tizón, cuida del rebaño!
Echó una última mirada a su madre. ¿Acaso le quedaban motivos para volver atrás y no dejar de sufrir? Madre, que el cielo te cuide puesto que el mar no es tu destino. Y en cuanto a vosotros, señoritingos estirados: ¡que os den pomada!
—¡Ricard! —chilló su madre con lágrimas en la voz al tiempo que en los ojos.
El mar le aguardaba. Ni siquiera se quitó la ropa; tal vez así le pareciera menor el frío al que tenía que hacer frente. Las aguas le engulleron. No prestaba atención a las voces a su espalda. Sus ojos se hicieron niebla antes de que el agua salada los anegara.
 
Estás aquí. Toda la vida esperándote.
 
La mujer más bella que jamás había visto, lo contemplaba entre los festones de burbujas del fondo. Su vestido era un encaje de coral, sus ojos esmeraldas de los trópicos, sus labios el fuego de los volcanes. Ricard dio un paso más, el mar se metió en su interior y luego se verificó el abrazo esperado. Fue como un estallido de luz y frío. La esperanza de toda su vida.
Entretanto, en la orilla, Tizón había reunido al rebaño. Los señoritos bajaban por las sendas de los cantiles todo lo rápido que podían. Tizón era un perro fiel, y, de igual forma que Ricard no les había abandonado, sus animales ahora no le abandonarían a él. Tizón logró sin mucho esfuerzo y sin mucha alharaca de ladridos que las ovejas se metieran en el mar, dejando atrás el refugio de los médanos. Los señoritos rechinaban los dientes de rabia; aún les quedaba un buen trecho para llegar a la playa. La madre de Ricard lloraba porque sabía que su hijo no volvería con ella a la cabaña; el destino lo había llamado adonde él siempre había deseado.
Cuando los señoritos alcanzaron por fin el arenal, las olas habían terminado su trabajo. Los seres de las lejanas parameras no se habían ahogado por el pánico, sino por el amor.
—Duerme tranquilo, hijo mío —dijo la madre secándose las lágrimas.
Ella vio desde las alturas que las espumas del mar dibujaban con el brillo del sol la forma de una inmensa boca sonriente.
Santander
 2-14 de agosto de 2014
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)



 

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