Cuentos Urbanos: El rapto de la luna (III) - La bruja de la Sandraie

 
Ese verano transcurrió de un modo muy irregular desde el punto de vista climático. El mes de julio estuvo deslucido con continuos chubascos que desbordaron torrentes y arroyos. En la casa solariega aparecieron numerosas goteras, y Barbin tuvo que disponer varios cambios de dormitorios, considerando especialmente el delicado estado de salud que mostraba su hija desde el percance en el mar.
En contraposición, el mes de agosto vino acompañado de temperaturas tórridas y cielos incandescentes. El aire, en las zonas centrales del día, semejaba la boca de un horno; era imposible aguantar tanto calor y humedad. Por consiguiente, Barbin dio su autorización a madame Grinard para que acompañara a su hija, que había mejorado ostensiblemente, a dar frecuentes y largos paseos por el bosque, donde la hierba crecía verde y las sombras de las hojas eran frescas y abundantes.
—Esta noche habrá luna llena —dijo Alphonsine cierta mañana, con la alegría reflejada en la mirada—. La luna se verá más grande que en ningún otro mes del calendario. Madame Grinard me lo ha dicho.
A Barbin le alegraba la vida ver a su hija tan jovial y con las mejillas impregnadas de un sano rosicler. Ante esto, no podía haber lugar para malos pensamientos o funestos augurios. Incluso, vista desde otro ángulo, madame Grinard era una mujer tentadora, muy atractiva en diversos aspectos.
Monsieur, hará una tarde muy dulce para un paseo —lo interpeló ella—. ¿Nos permitirá salir a Alphonsine y a mí hasta la hilera de árboles que confina los acantilados?
Barbin frunció los labios y apartó a un lado el periódico que estaba leyendo.
—Me gustaría acompañarlas.
Madame Grinard torció el gesto por una fracción de segundo. Parecía como si las palabras no pudieran auxiliarla.
—Quizá se aburra con nuestros juegos y ocurrencias infantiles —dijo por último, en tanto que una transparencia extraña oscilaba en sus pupilas.
—Aun así, nada me agradaría más —insistió Barbin, poniéndose en pie.
La mañana aún no había terminado. Se acordó emprender el paseo justo después de comer. Barbin se puso a ojear los libros que había en el armario de la biblioteca. Había muchos volúmenes que resultaban desconocidos para él. En concreto, le atrajo la atención uno encuadernado en tafilete, titulado “Las brujas de Bretaña”, de Jacques Bourdain. Su publicación era relativamente reciente, apenas si se remontaba a medio siglo atrás. Sin duda, debió adquirirlo su madre, que era una mujer muy dada a las lecturas exóticas. Estaba ilustrado con grabados inquietantes, como extraídos de un grimorio del siglo XIV. Aquelarres, posesiones de íncubos y súcubos, cabezas de machos cabríos con cuerpos de mujer, estriges, serpientes bicéfalas, vespertilios. Barbin experimentaba escalofríos a la vista de tan horripilantes imágenes. Le parecía inverosímil que semejante bestiario se refiriese a las mismas tierras en las que se asentaba la casa solariega. Sus ojos se detuvieron en un capítulo en particular, cuyo encabezamiento rezaba lo siguiente:
EL EXTRAÑO CASO DE LA BRUJA DEL BOSQUE DE LA SANDRAIE
En el año de Redención de 1614 se tuvo noticia de que la condesa de Clermont-Berency, insatisfecha de la vida que le hacía llevar su marido, un amante a ultranza de la caza y las francachelas, vendió su alma a Satanás. La posesión infernal se verificó en el bosque de la Sandraie, que siempre había tenido fama de lugar lúgubre y plagado de misterios. La condesa no regresó al lado de su marido, y Satanás hizo de ella la favorita de su harén de brujas. La tradición sostiene que se vale de la mandrágora para acechar a las gentes del lugar… Desconfiad, pues, de las mandrágoras que os encontréis en los bosques solitarios de Bretaña. Podrían raptar la luna, pueden robaros el alma…
A Barbin se le cayó el libro de las manos. Su mente acababa de hacer una alarmante cadena de asociaciones. La mandrágora, la cueva, las sospechas del marinero muerto. Madame Grinard y sus reservas.
—¡Ella!
Abandonó la biblioteca como si de un bólido se tratara. Necesitaba apretar a Alphonsine contra su pecho, protegerla, alejarla de nefastas influencias.
—¡Madame Grinard!
Presa de un sobresalto insoportable, recorrió todas las estancias de la casa. Ellas no estaban allí. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo, por Dios? ¡El maleficio de la mandrágora!
—¡La cueva!
¿Dónde si no podrían haber ido? Barbin empezaba a calibrar en su justa proporción el peligro a que su hija se veía expuesta. ¡Demonios! ¿Cómo pudieron habérsele escapado tantos detalles?
El bosque aparecía radiante con sus más ostentosas galas veraniegas. Barbin esperaba dar con la boca de la cueva, pero la memoria le estaba jugando una mala pasada. Los bosques de Bretaña eran lugares a propósito para extraviarse.
Erraba de un lado para otro. Diez veces creyó reconocer la entrada de la caverna por entre las espesuras de los árboles. Gritó de desesperación al comprobar que sus pesquisas no estaban dando el resultado esperado. Lo dominó la angustia inexplicable de haber perdido a su hija. Sentía que una niebla de locura enturbiaba sus pensamientos. Imploró a Dios como último recurso. Aunque nunca hubiese destacado por ser un fervoroso creyente, quería aferrarse a la esperanza de que una oración expresada con sinceridad de corazón, llegaría a alguna parte.
En el último paroxismo de la desesperación, dio por fin con el lugar al que sus ansias le empujaban. No podía envanecerse de poseer unos óptimos conocimientos de botánica, pero el corazón se le aligeró al reconocer la barrera de matorral que tapaba la entrada de la cueva. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no prorrumpir en voces que pudieran delatarle al reclamar la presencia de su hija, y de esta manera se obligó a hacer uso del mayor sigilo y astucia.
Enseguida le envolvió la penumbra de los lugares escondidos en el interior de la Tierra. Su respiración se tornó acezante. Un olor pútrido, malsano, como a savia mezclada con humus cenagoso, asaltó sus fosas nasales. El miedo era una evidencia en su espíritu, pero al mismo sobrepujó el deseo de reencontrarse con su hija.
Le dio la impresión de que la cueva resultaba más extensa que la última vez que la visitara. Además había giros y revueltas en las galerías que hubiera asegurado que antes no estaban, uniendo a todo ello el hecho de que enfilaba un trayecto en marcado descenso. Ya empezaba a dudar de que se encontrara en la cueva de la anterior vez.
El olor a podredumbre y humedad vegetal se volvía cada vez más acusado, como si se estuviera adentrando en un invernadero en el interior de la Tierra. No le resultaba desconocido ese olor, y, sin explicarse el motivo, le estaba poniendo el vello de punta.
De repente, sus ojos distinguieron un halo luminoso al final de un largo corredor.
CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 
 

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