Los días siguientes se volvió más notorio el esplendor de la primavera. Barbin hizo esfuerzos por deshacerse de su coraza de misantropía. Era consciente de que tenía que ofrecer su mejor rostro por la felicidad de la niña; el amor que sentía por ésta, actuaba de guía en sus decisiones.
Una fresca tarde de mayo tomó la decisión de llevar a su hija a dar un paseo por mar, para ver si de esta manera recobraban color sus mejillas, que de un tiempo a esa parte mostraban una palidez preocupante. Ya lo tenía todo dispuesto con un pescador de Saint-Malo, pero madame Grinard opuso ciertos reparos.
—Monsieur, el aire del mar puede hacer que se le agarre a Alphonsine una pulmonía al pecho.
—Fíjese, madame Grinard, que soy de pensamiento contrario —dijo Barbin con la sequedad suficiente para apartarse de los usos de cortesía.
—Como usted diga, monsieur —manifestó la comadre con velada contrariedad.
Conforme a lo planeado por Barbin, esa misma tarde se llegaron en calesa al puerto pesquero de Saint-Malo, prestos a emprender la excursión marina. El patrón de la barca era un anciano cuyo rostro estaba bronceado por el sol y corroído por la sal de las olas. Su nombre era François Chabot, y se sabía de corrido toda la historia de la ciudad, sobre todo la de medio siglo a aquella parte. Se sentía visiblemente incómodo por la presencia de madame Grinard a bordo de su cascarón. Tal era así, que en un aparte le dijo a Barbin:
—Yo vi a esta mujer, tal como está ahora, hace casi cuarenta años.
—¡¿Cómo puede ser así, monsieur Chabot?! Ella es una mujer todavía joven.
—Tengo buena memoria, es la mejor de mis cualidades. No olvido un rostro fácilmente.
—Puede ser que se parezca a la mujer que usted vio.
—Tengo muy buena memoria —insistió el pescador—. Esa mujer es la misma que vi entonces.
—Es muy curioso.
Barbin no tuvo ocasión de encerrarse en sus pensamientos. La barca soltó amarra, y, ya que abandonó el refugio de la rada, se encontró a merced de los vientos y las corrientes del océano. El patrón enfiló la proa rumbo a la isla de Jersey. No le quitaba la mirada de encima a madame Grinard, quien a su vez lo miraba torcidamente. Alphonsine permanecía a proa, deleitándose con los recios juegos de agua y espuma de las olas. Mostraba un inusitado valor para una niña de su edad; se encaramaba sobre la borda, sujetándose a la driza de la vela de foque. Sus rubios cabellos eran simple juguete del viento. Se sentía sumida en una fantasía de los mares del Sur, comandante de una nave mítica guarnecida de un bosque de mástiles, vergas, botalones, cordajes y velas de cegadora blancura. Llena de felicidad y emoción, prorrumpió en jubilosos alaridos para convocar a los elementos de esa salvaje Naturaleza. Barbin no pudo por menos de recomendarle moderación; era muy peligrosa la posición que mantenía en las amuras de la barca. El mar, aun mostrándose plácido y lleno de reflejos solares, nunca se sabía cómo podía actuar.
—Alphonsine, ten cuidado.
—No hay peligro, papá.
Madame Grinard permanecía silenciosa en la regala de la barca. Sostenía un duelo de miradas con el pescador, quien manejaba diestramente la caña del timón. Chabot seguía hilvanando sus recuerdos. Esa mujer fue muy conocida en Saint-Malo la friolera de cuarenta años atrás, no podía por menos de obstinarse en este pensamiento. Ella causó la perdición al vizconde de Chanteleine. Lo subyugó, lo sedujo, le dio falsas esperanzas, lo llevó por sendas de perdición. Y finalmente lo abocó al suicidio. Ella era una mujer perversa, lo sabían todos los que la vieron actuar en aquellos entonces. Referían que le había sacado mucho dinero al ingenuo vizconde. Se fue de Saint-Malo antes de que se desencadenasen las primeras reacciones, sin esperar a que el cuerpo de su amante se enfriara en la tumba. Y ésta era la mujer que Chabot estaba convencido de tener delante de él. Sin duda, había firmado un pacto con las tinieblas; de otra forma no se explicaba que ella aún se mantuviera joven y radiante a pesar de los años. No había más que fijarse en el veneno con que respondía a las miradas del viejo pescador. Ella maquinaba un nuevo plan, reflexionaba Chabot, y en el mismo estaba implicada, a no dudar, la ruina de monsieur Barbin y su encantadora hija.
De repente, el hilo de sus pensamientos se vio cortado por un suceso fortuito. Un golpe de viento inesperado, un misterioso azote de mar, hizo que la barca se escorara peligrosamente hacia el costado de babor. Alphonsine, privada por una fracción de segundo de todo apoyo y sujeción, acabó precipitándose en las rutilantes aguas.
—¡Alphonsine! —exclamó Barbin con el espanto pintado en la mirada.
La niña no sabía nadar, y verse entre las olas era como firmar su sentencia de muerte. Madame Grinard extendió las manos hacia ella, al tiempo que en su desvaído rostro se esbozaba una expresión indescifrable.
En los tiempos de su mocedad, Barbin había sido oficial de marina y no dudó cuál habría de ser su reacción inmediata. Se deshizo de las piezas de ropa que juzgó necesarias, y se arrojó a las aguas en salvamento de su hija. El frío del Canal de la Mancha cercó sus músculos. Pero el peligro que corría su hija le impulsaba a salvar todas las barreras. Antes de que transcurriese un minuto, ya había llegado adonde ella estaba. La niña había tragado mucha agua y soltaba bocanadas espasmódicas. Barbin le pasó el brazo por debajo de la nuca, e inició una natación pausada hacia la barca. Asombrosamente, el mar seguía en calma.
—¡Monsieur Barbin! —gritó madame Grinard, mostrando por encima de la borda una expresión desencajada.
—¡Dígale a Chabot que venga a ayudarnos! —requirió Barbin con tono perentorio.
—Monsieur… Creo que ha muerto.
—¡Ayúdeme a izar a Alphonsine!
Con no pocos esfuerzos, lograron ambos sacar a la niña de la amenaza del mar. Madame Grinard la envolvió en una manta para hacerla entrar en calor.
Entretanto, Barbin se encaminaba hacia la proa para indagar qué le había ocurrido al anciano marinero.
Efectivamente, Chabot estaba muerto. Tenía en su cara un gesto aterrador, como si se hubiese enfrentado a un espanto indescriptible en el momento de espirar. No estaba caído entre los tablones del fondo de la barca porque sus brazos se habían aferrado instintivamente a la caña del timón. Sin ningún género de dudas, el corazón se le había parado a consecuencia de un terrible sobresalto.
—Tenemos que llegar a puerto —dijo Barbin, apartando con piadosa suavidad el cadáver del marinero de la caña del timón y depositándolo sobre los tablones.
Apelando a su experiencia como oficial de marina, no le fue complicado enfilar la proa en sentido a Saint-Malo para poder abordar en el puerto. Madame Grinard estaba en todo momento pendiente del bienestar de la trémula Alphonsine.
La inesperada muerte de François Chabot no levantó muchos ecos entre la población de Saint-Malo. Había sido un hombre solitario, de escasas palabras y modos huraños. Muy pocos acudieron a su sepelio, entre ellos Barbin, que tenía el alma en vilo debido a que su hija se había puesto enferma del pulmón a raíz de su caída en el mar. A nadie se le hubiese ocurrido pensar que estos infaustos sucesos obedecieran a otra cosa que no fuera un desgraciado accidente. El cuerpo de Chabot reposó en la fosa común del cementerio de Rocabey, en Saint-Malo, llevándose acaso un terrible secreto a la otra vida.
Barbin no reparó en gastos para procurar los mejores cuidados médicos a su hija. Alphonsine pasaba unas noches muy malas, acometida por continuas toses y sintiendo que las flemas le interrumpían a cada momento la respiración. Madame Grinard no se separaba de la cabecera de su cama. No tenía recato de traer con frecuencia a la memoria de Barbin que si la niña estaba así, se debía a que se había ignorado su consejo de no exponerla a una travesía por mar. Y Barbin tuvo que reconocer que la comadre tenía razón. Claramente, ella buscaba el bien de Alphonsine, y en el futuro se tendrían muy en cuenta sus recomendaciones.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com.es/
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