Escribí este cuento hace ya la friolera de catorce años. Por aquel entonces atravesaba una especie de crisis vital que me llevó a abrazar la religión con inusitado fervor. Vivía en Aldea del Rey, y no me encontraba integrado entre la gente; mi noviazgo no marchaba bien, y era consciente de que se estaban consumiendo las últimas oportunidades de mi juventud. La lectura de la Biblia y el conocimiento de la figura de Francisco de Asís, me trajeron un extraño gozo y una especie de consuelo; fue la época más mística de mi vida.

El cuento, aun cuando producto de mi imaginación, está inspirado en un hecho real. Una mujer joven de Aldea del Rey falleció víctima de un cáncer, dejando a un marido desconsolado y a dos hijas pequeñas. Este suceso conmovió a todo el pueblo. A mí, particularmente, me removió las entrañas, y usé este relato para desahogar tal sentimiento. Fue publicado en el Programa de Ferias y Fiestas de Aldea del Rey, correspondiente al año 2000, que coincidió con un celebrado año jubilar en el mundo católico.

A mi madre le encantó este relato; las historias de santos eran sus preferidas. Quiero dedicárselo ahora con todo cariño y emocionado recuerdo. Acaso no valga mucho, pero a ella le conmovió profundamente, como ahora me conmueve el recuerdo de aquellos tiempos de juventud.

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Amanecía. El cielo se poblaba de alas blancas y azules, de nubes de gloria y de rayos dorados. La tierra se sacudía las sombras en un gozo primaveral. Las flores comenzaban a desplegar sus lindos gallardetes. Las alondras y golondrinas llenaban el espacio de gorjeos melodiosos. En la distancia se divisaban las torres y los campanarios de la ciudad de Asís, desdibujados por la bruma matinal.

Doménico Frabrici encaminaba sus pasos hacia allá. Era un hombre alto y fornido, de cabellera leonina y ojos de un azul avispado. Iba vestido con un sayo del color de la tierra húmeda de lluvia. Llevaba una cuerda de esparto ceñida a la cintura. Sus pies no calzaban sandalias; por eso los tenía cubiertos del polvo de los caminos y de ampollas sangrantes.

Nada más entrar en la ciudad, preguntó dónde podría hallar al “hermano Francisco de Asís”. Le respondieron que en el convento de San Damiano, habitado ahora por la hermana Clara y su congregación de monjas. Preguntó, en consecuencia, cuál era el camino más corto hacia San Damiano, se lo indicaron y enseguida se puso en marcha. La gente observaba su paso apresurado con ojos de mirada harto suspicaz.

Al poco rato arribaba a las puertas de San Damiano. Le recibió la misma hermana Clara, un ángel rubio de cara pálida y hábito gris como la ceniza de leña.

–Quisiera ver al hermano Francisco –pidió Doménico, con toda humildad.

Dos lágrimas peregrinas asomaron a los bellos ojos de la religiosa.

–El padre Francisco se nos va –explicó compungida–. Su espíritu ha vencido a la carne, y pronto volará junto a Dios.

–Necesito verle –suplicó Doménico.

La hermana Clara le condujo hasta una choza de ramas de acacia, fuera del convento. Allí el hermano Francisco, el pobrecillo de Dios, aguardaba impaciente su última hora. Estaba tendido en el suelo; por toda almohada tenía una dura piedra. Su hábito desprendía un hedor nauseabundo, el genuino olor de santidad. De su cuerpo no quedaba más que pellejo y huesos quebradizos. Sus ojos, supurantes de sangre, ardían cual dos carbones encendidos.

–Padre Francisco –le requirió la hermana Clara–, aquí hay un hombre que desea que le escuches.

–¿Qué pueden valer mis oídos? –replicó el moribundo, con una voz tan leve como el susurro de la hierba al crecer–. Es el Señor quien ha de escucharle, no el más miserable de sus siervos.

–Padre Francisco, abre no obstante tus oídos a mis palabras –dijo Doménico, poniéndose de hinojos junto al enfermo–. Me llamo Doménico Fabrici. Soy, o mejor dicho era, un rico mercader de Génova. Tengo mujer y dos hijas, tan hermosas como un jardín en mayo. Mi mujer se llama Rosalía; mis hijas, Josefina y Leonor. Verás: hasta Génova llegaron los ecos de tus andanzas prodigiosas. Mi esposa se conmovió ante la sola mención del amor que profesas a los leprosos, y quiso imitarte a la sazón. Marchaba a los montes cercanos a Génova donde habitan esos desgraciados enfermos, llevándoles de comer y atendiéndoles según tu ejemplo. Tanto empeño mostró en esta tarea mi Rosalía, mi adorada florecilla de oro, que acabó contrayendo la lepra...

Una sonrisa de felicidad se insinuó en los marchitos labios de Francisco.

–Dichosa tu esposa –comentó acto seguido–, que se ha ganado el Paraíso con el martirio de su enfermedad.

–¿No lo entiendes, padre Francisco? –prosiguió Doménico, al borde de su exasperación–. ¡Si está enferma es por querer seguir tus huellas! Me han hablado de que algunos enfermos se han curado por tu sola voluntad. No cabe duda de que Dios escucha tus plegarias. Tienes que rogar por mi Rosalía; sólo así recuperará la salud.

–Si es voluntad del Señor que tu esposa sane, no será como resultado de mis oraciones. Yo soy un hombre..., solamente un hombre –recalcó Francisco.

Doménico comenzó a retorcerse las manos de desesperación e impotencia. La hermana Clara observaba silenciosa la escena.

–Escúchame, padre Francisco. Mis hijas no deben quedar huérfanas de madre. He renunciado a las riquezas y demás vanidades de este mundo, llevo puesto el sayo de tu Orden y camino descalzo, sin cayado y sin sandalias, según se aconseja en el Evangelio[1]. Mira mis pies, tan sucios y lastimados como los tuyos. Por favor, corderillo de Dios, pídele al Señor que cure a mi Rosalía.

Las lágrimas, mezcladas con sangre, brotaron a raudales de los ojos de Francisco.

–¡Ten piedad de él, hermano! –le reprendió la hermana Clara a Doménico–. ¿No te das cuenta de que con tu persistencia no vas a hacer sino acelerar su fin?

–Sólo quiero que ruegue al Señor para que cure a mi Rosalía, la tierna paloma de mi hogar –respondió el interpelado.

En ese preciso momento se deslizaba dentro de la choza la hermana Pica, la madre de Francisco. Era una anciana de rostro ajado como una hoja de otoño. Vivía en San Damiano desde que su marido, Pedro de Bernadone, abandonara la vida terrenal y dejara de este modo de sufrir por las extravagancias de Francisco.

–Corazón mío –cuchicheó la hermana Pica, reclinándose sobre su hijo.

Francisco, pese a que ya estaba prácticamente ciego, distinguía el fulgor de los ojos de su madre. Y fue entonces cuando una fuerte luz nació en la profundidad de su alma; por un instante lo vio todo claro y diáfano.

–Hermana Clara...

–¿Sí, padre Francisco? –se apresuró a contestar la aludida.

–Corre a Santa María de los Ángeles, la Porciúncula, donde habitan mis otros hermanos, y haz que se presenten aquí el padre Silvestre y el hermano Bernardo de Quintavalle. Diles que necesito que me lleven a cierto sitio... He comprendido que no puedo descargar sobre mi conciencia el dolor de unas hijas que tienen la posibilidad de quedarse sin su madre.

A Doménico se le atravesó un nudo en la garganta por la rotunda emoción que le sobrevino. La hermana Clara se dio prisa en obedecer el mandato de Francisco.

Al cabo de una hora hicieron su aparición el hermano Bernardo y el padre Silvestre, dos monjes de aspecto francamente zarrapastroso.

–Cogedme en vuestros brazos y ayudadme a subir hasta la cúspide del monte Subasio –les rogó Francisco.

–Hermano Francisco, estás muy débil –replicó el padre Silvestre–, y además es peligroso que vayamos allá, pues por los caminos merodean los bandidos de Perugia, que quieren raptarte para que fallezcas en su ciudad, cubriéndola de honor por albergar la sepultura de un santo.

–No importa. Hemos de ir de todas maneras a lo alto del monte Subasio.

–¿No es allí donde viven los leprosos? –intervino Doménico, a cada momento más admirado por el valor de que hacía gala Francisco.

–Justamente. Allí viven casi todos nuestros hermanos... Yo también cuando las fuerzas me lo permitían.

Se pusieron en camino. Detrás de Francisco, sostenido de los brazos por los dos monjes, iban Doménico, la hermana Clara y la hermana Pica. Hacía un luminoso y templado día de primavera. La rapada coronilla de Francisco brillaba como ungida con esencia de nardo.

En cuanto alcanzaron la ladera del monte Subasio, empezaron a escuchar el característico tintineo de las esquilas de los leprosos, que era la manera que éstos tenían de alertar a las personas sanas para que se alejaran del lugar y así evitaran el peligroso contagio. Doménico se estremeció de espanto. Los leprosos semejaban cadáveres vivientes con sudarios andrajosos. Tan pronto reconocieron a Francisco, se pusieron de rodillas con devoción.

–¡No, hermanos míos! –objetaba Francisco, entreviendo las figuras de los enfermos–. Es sólo ante Dios, nuestro Padre, ante quien debéis arrodillaros[2].

Tras una penosa ascensión por sendas de lobos, la comitiva alcanzó por fin la cumbre del monte Subasio. Sacando fuerzas de flaqueza, Francisco se encaramó a la roca que se le antojó más elevada. Enseguida comenzaron a acudir las golondrinas a millares; ensordecían los aires con sus cantos desatados y su frenético batir de alas.

Francisco extendió sus brazos, y las heridas de los clavos de Cristo se abrieron en sus manos, como ya aconteciera tiempo atrás en la cima del monte Alverna; también vertían regueros de sangre su costado y los empeines de sus pies.

–Hermanitas golondrinas, entibiad vuestros cantos y dejad que os hable; no seáis tan escandalosas –profirió todo lo fuerte que su debilidad le permitía–. A vosotras, que voláis más alto que el gavilán, os envío a que le formuléis una petición a nuestro Padre común. Vosotras sois las mensajeras de Dios. Desde que era muy niño he observado que no tenéis competidor en el cielo. ¡Qué grande es Dios, digno de toda alabanza, pues el firmamento entero no lo puede contener pero sí puede anidar en el corazón de un solo ser vivo! Hermanitas golondrinas, que el hermano viento os auxilie con sus veloces alas e id y suplicadle al Padre que devuelva la salud a todos los leprosos de esta tierra... Pero si no quiere complacerme en esta ambiciosa petición, decidle que cure por lo menos a la esposa del hermano Doménico. Ella es buena y piadosa, y tiene dos hermosas hijas a quienes sacar adelante... Que el hermano sol ilumine vuestro camino, que la hermana agua de las nubes calme vuestra sed. Id a trasmitirle a Dios mi deseo, y de paso le diréis esto: Padre, si te amo porque anhelo las delicias del Paraíso, envía al ángel de la espada para que me impida traspasar sus umbrales; si te amo porque temo el infierno, arrójame de cabeza a sus llamas; pero si te amo sólo por Ti mismo..., entonces tiéndeme tus brazos y estréchame contra tu corazón...

Entretanto, un prodigio sin igual se estaba verificando en los bosques del monte Subasio... La práctica totalidad de los animales, las criaturas de Dios, atendía al discurso de Francisco: las aves del cielo, los rebaños de ovejas, las manadas de caballos, las jaurías de lobos, los conejillos del campo, las vacas y los bueyes de los apriscos, los ciervos de los bosques, los perros y los gatos de las ciudades, las abejas y las mariposas de los prados, los peces de los arroyos y lagunas... En definitiva, todas las naciones del reino animal se encontraban allí representadas. También los leprosos y los proscritos prestaban atención a Francisco; hasta acudieron el resto de los monjes de la Porciúncula y las demás hermanas de San Damiano. La Creación entera escuchaba al moribundo, derramando lágrimas de profunda emoción.

Después de tan desmedido esfuerzo, las energías le fallaron a Francisco y acabó transpuesto en el suelo. Sus acompañantes fueron en su ayuda. Se encontraba muy débil; había perdido una cantidad importante de la poca sangre que le quedaba. Cuando por último consiguieron reanimarle, miró fijamente a Doménico y le dijo con un hilo de voz:

–Regresa a Génova. Ahora todo queda en las manos del Señor.

Mientras tanto, la milagrosa asamblea de las criaturas de Dios se había ido disolviendo. El monte Subasio recobró su apariencia ordinaria. Doménico, al colmo de su emoción, se despidió de todos sus nuevos amigos.

«¡Qué grandeza de hombre ese Francisco!», pensaba en tanto que acometía el descenso por la ladera del monte. El sol ya calentaba en todo su vigor. Las flores repartían su alegría a lo largo y ancho de la campiña.

A su regreso a Génova, Doménico encontró a su mujer curada de la lepra y a sus hijas contentas y jubilosas. El milagro se había producido finalmente. A partir de entonces, la alegría de los justos reinó en la casa de Doménico Fabrici.

Pocos meses después de los hechos referidos, Francisco, el pobrecillo de Asís, hizo ofrenda a Dios de la única posesión que le quedaba: su alma imperecedera.

La Naturaleza entera guardó luto durante mucho tiempo.

Aldea del Rey, 3 de junio de 2000

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)



[1] Cf.  Mat. 10, 5-10; Mc. 6, 7-9; Lc. 9, 1-3. En estos pasajes bíblicos se inspiraba el modelo de vida franciscano.
[2] Cf.  Hch. 10, 25-26; Ap. 19,10. Es a Dios a quien únicamente se debe rendir culto.
 
 

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