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“DEL AHOGADO EL SOMBRERO” - Tiene su origen en Betulia-
Esta frase la hemos pronunciado en algún momento de nuestras vidas. Es un término que expresa con perspicacia y gracia un concepto íntegro; conocida también con el nombre de “dicho”. Los dichos son expresiones de origen popular que pertenecen al acervo de las regiones. Se puede interpretar de diferentes formas haciendo alusión a lo conseguido, aunque sea algo mínimo. Podemos entender su significado como: "Al hacer gran esfuerzo por lograr algo, queda solo una mínima parte de lo acordado, debemos valorarlo y conservarlo".
En la parte cultural con esta frase se han escrito poemas, cartas, ponencias, canciones y demás.
Según mi padre, conocedor del acervo popular de su tierra natal, sentado una tarde de domingo en su sillón y recordando las anécdotas del pueblo; afirmaba que dicha frase tenía su origen en Betulia, y no era un dicho ni metáfora. Esta frase forma parte de un hecho real que sucedió en el municipio y de allí se extendió a lugares aledaños. Observando detenidamente una fotografía ampliada de la Iglesia de Betulia ubicada frente a su sillón predilecto, me contó entre otras esta historia.
EL MEJOR NADADOR DEL RIO SUAREZ.
A comienzos del siglo XX vivía en la ribera del río Suárez en tierras de Betulia Santander una pareja conformada por: Isabel Lizarazo Martínez conocida como “Chava”, betuliana de nacimiento casada con Concepción León Barrera, oriundo de Piedecuesta a quien todos apodaban “Concho”. Tenían dos niñas y esperaban el tercer hijo. Concho trabaja la mayor parte del tiempo al otro lado del río en la finca de un compadre; cansado de atravesarlo a brazo todos los días, fabricó una pequeña balsa artesanal con troncos de árboles, guaduas y otras especies que abundan en las riberas de los ríos. Estas balsas eran impulsadas por medio de varas largas que clavan en el fondo, para ir remando en dirección exacta. Atada con bejucos e incluso le acondicionó un techo de nacuma y paja para ocultarse del sol y la lluvia cuando cruzaba acompañado de su esposa e hijas.
En la casa de sus compadres, Chava cocinaba y lavaba la ropa de los obreros mientras Concho realizaba labores del campo y pesca. Evitando que cruzaran todos los días, la comadre les ofreció una estera y cobija en el rincón del corredor donde se acomodaban en las noches a descansar con las niñas. Los fines de semana se embarcaban a su ranchito, era un lugar humilde, construido con palos, bejucos y palma donde vivían contentos. No les faltaba la comida, el río proveía el pescado, la tierrita la yuca, el plátano y el maíz.
A Chava le comenzaron las maluqueras de las mujeres cuando están embarazadas, tenía quizá unos cuatro o cinco meses. La comadre al verla debilitada la llevó con la partera amiga suya, para revisarla y hacerle control prenatal.
En la tarde de un domingo estando en su ranchito del lado acá del río, comenzaron los dolores de parto a Chava. Decidieron embarcarse a casa de los compadres dado que allí estaba de visita la partera. Concho pensó ir a buscarla y dejarla sola, pero, como estaba lloviendo, temía que el caudal creciera impidiendo regresar a tiempo con ella. Decidió embarcar junto a Chava las niñas. La lluvia arreciaba a la par con sus dolores. Entre pujos y gritos lloraba desesperada. No aguantaba más, al parecer el bebé venía en camino. “El misterio de la vida o la muerte no espera, llega a la hora precisa, aunque no sea el lugar indicado”. Concho aceleraba los remos, pero la fuerte lluvia minoraba el paso. Chava oraba en voz alta la oración a San Pablo y San Antonio, dos santos por quien manifestaba gran fervor siendo las únicas oraciones que sabía de memoria aparte de los padrenuestros y avemarías que su mamá había enseñado de pequeña. Las niñas sentadas no pronunciaban palabra, se veían muy asustadas con los gritos de su mamá. Las contracciones hacían vociferar a tal fuerza que al otro lado del río en casa de la comadre estaban preparando la llegada; Concho les había gritado que buscaran la partera.
Los dolores y contracciones cada minuto eran más fuertes y la criatura estaba en posición de nacer. Chava le pidió a Concho ayudar a recibir el bebé y cortar el cordón umbilical algo que había aprendido en los primeros partos. El, se echó la bendición, sacó una navaja que mantenía en sus bolsillos e hizo lo que su mujer pedía. No sin antes entregar los palos de remos a las niñas y explicar la forma de bogar hasta la orilla sin mirar a su mamá porque eran cosas de adultos lo que estaba sucediendo. Entre gritos y llantos el bebé nació todo un varoncito. Concho sentía felicidad y alegría al tiempo que sus manos no dejaban de temblar, mientras cortaba y ataba el cordón umbilical con un pedazo de cabuya como indicaba su mujer. La lluvia caía por montones. Una fuerte brisa hizo resbalar a Concho haciendo perder el equilibrio cayendo fuera de la balsa con el niño recién nacido. El bebé se resbaló de sus manos volando hacia el caudaloso río, pero con la suerte de caer dentro de su sombrero que la brisa había esfumado minutos antes hacia la corriente.
Fueron momentos preocupantes de angustia y dolor. Los gritos de todos se escucharon en los lugares más recónditos, pero Concho había crecido entre sus aguas; siendo experto nadador. Con ligereza pudo rescatar el sombrero con su bebé de la corriente antes de ser arrastrado. Regresó con el niño a la balsa y lo entregó a su mujer para que le diera calor junto a su pecho y lo cubriera con sus enaguas viejas. Siguieron remando hasta llegar a la otra orilla donde sus compadres ayudaron a desembarcar a Chava que iba ardiendo en fiebre y aún no había expulsado del todo la placenta, quizá estaba haciendo una infección a nivel placentario. Llegó muy delicada y la partera culminó de hacer todo el trabajo en estos casos. Le dio bebidas calientes con hiervas medicinales y remedios para bajarle la fiebre. Poco a poco se fue recuperando y todo estuvo bajo control. El niño pese a los impases del parto, nació sano, hermoso y rozagante. Lo ofrecieron en oración a sus santos predilectos y lo bautizaron con el nombre de Pablo Antonio, aunque sus compadres insinuaban que debía llamarse Moisés.
El niño fue creciendo muy listo y sagaz, ayudando a sus padres en labores del campo. Desde el momento que logró cargar un azadón al hombro araba la tierra, pero su mayor deseo es aprender a nadar y pescar como su padre. Intentaba nadar en la orilla del río en el lugar menos hondo, sumergiéndose al instante hasta ser auxiliado. Pero, aun así, lo intentaba cada día. Una tarde su padre estaba indispuesto debido a un pequeño accidente que fracturó su brazo, se había quedado en casa.
Pablito superando los nueve años al verlo durmiendo decidió agarrar el sombrero que tenía al lado de su cama, ponerlo en su cabecita y decidió ir a pescar algo para la comida. Al estar allí sintió deseos de estar entre sus aguas nadando, olvidando quitarse el sombrero. Fue algo misterioso y mágico al instante, Pablito nadaba como un pececito en el agua, dando vueltas, flotaba, patadas, brazadas, de pecho, de espalda. Emocionado nadó hasta el otro lado del río. Los compadres lo regañaron por venir solo nadando, pero el niño les comentó que ya era un experto nadador; y en verdad, algo sucedió ese día, los dioses del agua lo abrazaron en su caudal, dándole fuerza para regresar a brazo hasta la orilla de su casa.
Al llegar sus padres lo reprendieron, no tanto por irse nadando sino por haber mojado el sombrero de Concho, era una reliquia que guardaba con mucho aprecio, regalo de un extranjero que había visitado esas tierras a quien le había salvado un hijo de ahogarse en el río Suarez. Concho le contó la historia del sombrero a Pablito:
-Un día visitaron las orillas del río unos señores de Barichara Santander junto a dos extranjeros oriundos de Italia (padre e hijo) llegaron ansiosos de pescar y comer bocachico fresco, al igual conocer los campos de la orilla del río. El hijo del extranjero decidió bañarse un rato y nadar hasta el otro lado, con tan mala suerte que sufrió un calambre en sus pies y la corriente empezó a arrastrarlo; el padre del joven muy angustiado decidió auxiliarlo y la corriente también lo estaba arrastrando; fue en ese instante cuando Concho con su vasto conocimiento sobre el río decide ayudarlos, se tira con todas sus fuerzas sobre la corriente y los atrapa, a cabezazos pudo sacar a cada uno de lo más profundo y llevarlos a la orilla. Al llegar a suelo firme recibió los primeros auxilios logrando respirara nuevamente. Cuando todo había culminado de la mejor forma, el extranjero agradeció muy contento a Concho, indicando en su español a medio hablar que le pidiera lo que quisiera. Concho después de pensarlo un rato lo único que decidió pedirle fue el sombrero que el italiano llevaba puesto, le parecía muy bonito; “era un sombrero Borsalino, hecho de fieltro suave de color gris de ala pequeña elaborado en la fábrica más importante de sombreros en Alessandria Italia fundada por Giuseppe Borsalino que desde el año 1.857” dicha fábrica elaboraba esos sombreros de calidad inacabable. El italiano se quedó sorprendido del gesto tan humilde del hombre al pedir solo el sombrero e inmediatamente lo entregó junto a unos billetes de alta denominación en esa época, con la cual Concho compró un caballo, una ternerita y otras cosas necesarias en su casa.
Pablito intentó la semana siguiente volver a nadar y nuevamente se fue al fondo, algo extraño, en tan poco tiempo se le había olvidado. Luego insistió a su padre le prestara el sombrero y pudo nadar como un pececito. Algo insólito a la vez satisfactorio, ver como el sombrero le daba esa habilidad para defenderse dentro del agua. Concho al ver que su hijo nadaba como pez en el río cuando tenía el sombrero puesto, decidió adaptarle una pequeña cabuya para sujetarlo a su cabeza y no se cayera al agua, pero el niño poseía gran habilidad, era todo un espectáculo verlo nadar.
Pasaron los años y Pablito creció todo un hombrecito habilidoso en lo referente al río Suarez, un verdadero guardián de sus aguas. Experto nadador y pescador. Siempre dispuesto a ser compañía de quienes llegaban en épocas de subienda y antes de semana santa a proveerse del pescado necesario para días de vigilia. Jamás se quitaba el sombrero cuando se metía al río. Ese sombrero ejercía un poder parecido al cabello largo de Sansón. Todo un misterio. Incontables personas llegaban de diferentes lugares. Pablo Antonio estaba disponible en el momento que pedían su compañía, la gente sentíase tranquila ante su presencia, por ser experto en salvar vidas cuando la corriente los arrastraba. Conocía perfectamente el río, los lugares peligrosos, los más tranquilos y también los sitios donde abundaba la pesca.
Pablito se dio a conocer en toda la región como el mejor nadador del río Suarez. Cuando su papá Concho murió todos lo siguieron llamando “Pablo Concho” en honor a su viejo, apodo que le agradaba.
El joven alcanzando los diecinueve años empezó a sentir las mieles del amor. En una salida al pueblo durante el trayecto conoció una joven llamada Sofía Márquez Serrano que también viajaba en compañía de sus padres. Los mayores iban montados a caballo, jóvenes y niños a pie. Durante el viaje fueron hablando, incluso se ofreció a cargar su maleta, (una marusa de fique) que la joven llevaba en hombros. Era hija de unos conocidos de sus padres. Fueron entablando amistad y poco a poco se enamoraron. En pocos meses pidió en matrimonio a Sofía y se casaron. Se fueron a vivir a una pequeña finquita que le dieron en arriendo en la vereda la Dura lejos de su madre, sus hermanos y el río Suarez. Vivieron allí unos años y luego se marcharon a varios lugares del campo. Aunque Pablo trabajaba a destajo en otras fincas, su mayor ilusión, estar dentro de las aguas del río y todos los meses lo buscaban para acompañar personas que organizaban paseos con el fin de pescar y disfrutar sus aguas. Llevando siempre a Pablo de salvavidas. Su pasión por el río lo ocupaba la mayor parte del tiempo más en sus aguas que en su propia casa.
Poco a poco empezó a sentir amor por la bebida y comenzó a tomar guarapo, cerveza, todo lo que los paseanderos le ofrecían, llegando a su casa a los diez o quince días sin dinero, porque Pablo no cobraba un peso por su trabajo; lo que quisieran darle. La gente se aprovechaba de su nobleza y de su trabajo, le pagaban con una o dos sartas de pescado que el mismo ayudaba a pescar o con lo sobrante del paseo: comestibles, arroz, sal y demás.
Después de varios años decidieron irse a vivir al pueblo. Allí su señora lavaba y planchaba ropas en diferentes casas, también en labores domésticas y con eso aportaba para sacar adelante sus muchachitos porque Pablo lo pasaba la mayor parte del tiempo en el río, pero siempre iba de gratis y el pago era en especie dos o tres pescados y un sobrante de arroz. Situación difícil para una mujer con varios hijos. Concho al salir al pueblo como era tan conocido por su sagacidad para la natación, tenía sus historias por contar sobre algún suceso de un casi ahogado que rescataba. Tenía muchas amistades de esas que solo incitan a tomar trago, aguardiente, cerveza o guarapo, (el guarapo en Betulia es una bebida elaborada a base de agua endulzada con panela y se deja fermentar). Pablo no despreciaba una sola bebida. Por lo general llegaba a su casa en estado de embriaguez.
Vivían en una casita muy humilde por los lados de la concentración, allí cuidaban unos sembrados de hortalizas. El dueño de la cuadra les había permitido hospedarse con el fin de cuidar sus cosechas. El pago por el trabajo era el techo que le brindaban para vivir con su familia. Los fines de semana cuando salía del río después de sus travesías con viajeros, se quedaba tomando con amigos que lo invitaban para escuchar las aventuras de Pablo Concho. Entrada la noche regresaba ebrio a su casa con su sombrero puesto que no se lo quitaba ni para dormir, ladeándose de un lado a otro.
Habitualmente lo hacía por el trayecto de la calle nueve con carrera siete, pasando por el lugar donde estaba ubicado en otrora el caño de la nueve, hoy, “La Quebrada La Navarra” afluente que nace en el lugar conocido como “Mata de Guadua”. Allí recoge todas las aguas lluvias provenientes de la montaña, atravesando varios solares hasta la casa de don Reynaldo Navarro, siguiendo el trayecto por diferentes predios para encontrarse con la quebrada cercana al cementerio y de allí seguir su rumbo hasta desembocar sus aguas en el Salto Blanco. En aquella época, dicho caño estaba sin canalizar y sin rellenar la calle. Dejando un espacio de medio metro para el transeúnte. Tenía unos cinco metros de profundidad y en rededor piedras de gran tamaño, donde las señoras de la cuadra solían extender la ropa al sol para su secado. Tenía muy poca agua, solo crecía en las épocas de fuerte lluvia. Por lo general agrupaba un caudal de unos cuarenta o cincuenta centímetros. Era el lugar perfecto para el escondite de niños y jóvenes de la cuadra cuando decidían en las tardes jugar a las rondas, gambetas y otros juegos de infancia. Jamás se cayó niño alguno en sus profundidades mientras jugaba, todos conocían a la perfección y eran muy precavidos al jugar entre sus piedras. Los vecinos jamás lo veían como un peligro para sus hijos; todos lo cruzaban con precaución e incluso los caballos, perros, gatos y vacas jamás se resbalaron dentro de sus cuencas.
Un sábado Pablo Concho pasó temprano por el lugar en dirección hacia la plaza. Llevaba una marusa al hombro, su sombrero Borsalino, machete al cinto y las botas pantaneras puestas; según comentaban los vecinos que había discutido con su mujer, eran constantes esos pequeños altercados. Duraba hasta quince días en el río y salía al pueblo sin dinero, sin mercado para sus hijos y completamente ebrio; por eso Sofía le recriminaba, con sobrada razón. Ella tenía que rebuscar la comida para sus hijos y el no colaboraba en lo absoluto. Continuamente le recordaba que cobrara por su servicio prestado cuando la gente lo contactaba desde diferentes municipios aledaños para ser acompañante en la pesca. Las palabras de Sofía no hacían peso, siempre los acompañaba de forma voluntaria. Muchas veces ni un pescado le daban. Pablito Concho era un ser muy humilde, servicial, amigable y atento pero la gente se aprovechaba de su humildad y le pagaban de forma muy paupérrima o solo le brindaban guarapo por su trabajo.
Estar entre las aguas del río era su pasión y su vida. Sentíase muy feliz al ser admirado como el mejor nadador del río Suarez, el guardián del río, el que salvaba decenas y decenas de personas al ser arrastradas por la corriente.
Esa mañana del sábado iba decidido a marcharse para la orilla del río, hacer ranchería y quedarse viviendo en la ribera de sus aguas. Después de una fuerte discusión con su esposa decidió abandonarlos para siempre. Era día de mercado, los campesinos arriban al pueblo a vender el producido de sus fincas. Al pasar por la plaza se encontró con un amigo que estaba llegando y lo invitó a tomar una totuma de guarapo, e inmediatamente aceptó. Se quedó todo el día tomando con varios amigos que llegaban a escuchar sus aventuras del río.
Siendo media noche Pablo se olvidó que había discutido con Sofía y decidió irse para su casa en una gran borrachera. Pasadas las doce de la noche, el pueblo estaba en completa oscuridad y silencio, los pobladores se acostaban a más tardar las siete u ocho de la noche para no gastar velas y veladoras que eran la única fuente de luz nocturna aparte de la resplandeciente luna. Pablo se ladeaba de un lado a otro, y al pasar por el “Caño de la nueve” hoy “Quebrada la Navarra”, en medio de su borrachera en un pasadizo tan angosto, pisó un pie en falso y el peso de su cuerpo indujo que cayera estrepitosamente al suelo provocando un trauma craneoencefálico que lo dejó en un estado de inconsciencia profunda, perdiendo sus reflejos de supervivencia, logrando que en tan solo cuarenta centímetros de agua sus pulmones se inundaran por completo y al llenarse del líquido provocaran un paro respiratorio que lo condujo en cuestión de minutos a la muerte.
A tan altas horas de la noche estaba solo y no pasó morador alguno que lo hubiese auxiliado. “El misterio de la vida o la muerte no espera, llega a la hora precisa, aunque no sea el lugar indicado” Los vecinos no sintieron ruidos esa noche, ni los perros ladraron, nadie vio, nadie escuchó.
Al siguiente día, con el cantar de los gallos, despuntando el día, pasaron varios feligreses que iban para la misa de las cinco de la mañana los domingos y al pasar por el lugar se sorprendieron al ver tan preocupante escena; una persona bocabajo en el fondo del caño como si estuviera dormida. Inmediatamente alertaron a los vecinos y todos salieron en su ayuda, pero fue demasiado tarde, ya estaba sin signos vitales. Llamaron a las autoridades pertinentes. Al instante una aglomeración de personas llegó de todos los sectores para identificar el cadáver, era un suceso nunca visto, el primer ahogado en el pueblo y en un caño con tan poca agua. Al acercarse todos reconocieron a Pablo Concho. Enseguida llamaron a su esposa Sofía, ella no estaba segura que fuese su esposo. No quería creer a sabiendas que Pablo se había marchado el día anterior para la ribera del río.
Al arribar su esposa al lugar y verlo muerto dentro del agua, no entendía lo que sus ojos observaban. Su esposo, padre de sus hijos, el mejor nadador del río Suarez se había ahogado en un vaso de agua, así comentaba la gente. Desesperada de tristeza y dolor, llorando a gritos no podía creer que ese fuera su esposo, su Pablito Concho, aunque ellos tenían sus disgustos continuamente, los dos se querían desde el primer día que se conocieron camino al pueblo y muy comedido, ayudó a cargar su marusa.
- ¿Cómo es posible? - - ¡Dios santo! - - ¡Pablo! - ¡Pablo! - - ¿Por qué? - ¿Por qué me dejó sola?
Son momentos difíciles de entender. Pablo había salvado decenas y decenas de vidas al ser arrastradas por la corriente del río. Tantas horas, días, semanas, meses dentro de sus aguas cruzando a brazo hacia la otra orilla. No podía creer. Lloraba inconsolable. Al recordar la discusión del día anterior se arrodilló ante el cadáver a pedir perdón y rogando a Dios le perdonara a Pablo sus pecados. Sentíase culpable recordando que se había marchado disgustado con ella, eso la atormentaba. De un momento a otro y con el lugar repleto de gente que había llegado a ver al ahogado, se acordó del sombrero; su compañero incondicional de toda la vida, la única pertenencia que tenía Pablo. Pidió desconsolada y a gritos le dieran el sombrero. Ante tanta insistencia pedía a voces le buscaran el sombrero, porque ella quería conservar, aunque fuera su sombrero.
- ¡Yo quiero el sombrero de Pablo! - - ¡Yo quiero de Pablo, aunque sea el sombrero! –
Algo muy extraño sucedió ese día. El sombrero que Pablo no se quitaba para nadar ni para dormir había desaparecido como por arte de magia. Todos lo buscaban quebrada abajo, quebrada arriba, entre las piedras, por el camino desde el lugar donde estuvo tomando hasta el sitio del deceso. El sombrero desapareció. En el pueblo todos comenzaron a mencionar el incidente sobre la muerte de Pablo Concho y todos comentaban:
- ¿Cómo se pudo ahogar el mejor nadador del río Suárez en treinta centímetros cúbicos de agua?
Algo insólito, pero real. Ahora solo faltaba encontrar el sombrero para que Sofía estuviera tranquila. Pablo vivía en la pobreza absoluta, su única pertenencia era el sombrero que jamás lo abandonaba, aunque ya estaba viejo, raído y desgastado era su mejor compañía.
Entre varios conocidos y amigos del pueblo recolectaron para comprarle el cajón y hacerle su sepelio. Su esposa lloraba desesperada junto a sus hijos en el velorio y en el cementerio gritaba tan fuerte que sus palabras quedaron gravadas en todos los moradores del pueblo:
- ¡Yo quiero de Pablo, aunque sea el sombrero! –
- ¡Yo quiero su sombrero, era lo que Pablo más apreciaba!
- ¡Pablo se ahogó y no me quedó ni siquiera su sombrero! –
- ¿Cómo se va ahogar Pablo y no me va a quedar ni siquiera su sombrero? -
Sofía visitó durante varios días el caño; entre sus piedras y aguas buscaba con insistencia el sombrero de Pablo, pero jamás lo pudo encontrar. Ese sombrero Borsalino italiano que un día le obsequiaron a Concho su padre en agradecimiento por salvar una vida. Ese mismo que lo había salvado cuando al nacer cayó entre las aguas del río Suarez dentro de su copa, y el mismo que le daba fuerza y sabiduría cual cabellera de Sansón para nadar como pez en el agua. Ese sombrero tan importante para Pablo Concho que no se quitaba ni para dormir se lo tragó la tierra.
Los betulianos siempre comentaban:
- “A la viuda no le quedó del ahogado ni el sombrero”. -
La historia de Pablo Concho y el misterio de su sombrero se regó como pólvora por todos los alrededores y de ahí salió la frase tan popular que escuchamos siempre
- “Del ahogado, aunque sea el sombrero”-
Autor Emna Codepi
#emnacodepi
Este es mi homenaje a personajes que en Betulia dejaron una historia para contar
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