Días en Cantabria (VI): Liérganes, en los dominos del Hombre Pez


El martes 10 de agosto de 2010 amaneció totalmente despejado, circunstancia que se pudiera diputar excepcional en la vertiente cantábrica. Nos fuimos de cabeza a la playa del Sardinero, allá en Santander, para disfrutar del buen tiempo como era debido y esperado. Como ya he comentado en alguna ocasión, he pasado casi toda mi juventud ausente del mar, y por eso cuando chapoteo en agua salada suelto alaridos con la exaltación de un niño, por cuanto ya no existe en mí el menor vestigio de pusilanimidad por causa del ridículo. En la ocasión que nos ocupa, aún no eran dadas las diez de la mañana y mis voces entusiastas alborotaban buena parte del arenal. Ya debían de conocerme de los anteriores días, puesto que una mujer en biquini que (acompañada de su marido) paseaba por la divisoria de las aguas, me espetó en los siguientes términos:

-¡Qué pesado eres!

En ese preciso instante, yo acababa de liberar mi grito de guerra (¡Ribadeseeella!), que me estimulaba para adentrarme en aguas tan frías como las que bañan las costas de Cantabria. Debió cogerme en un momento chistoso, pues sin amilanarme lo más mínimo, le respondí a la mujer con cierta voz de falsete:

-¡Únase a mí y verá cómo disfruta!

Pero no, la mujer siguió su camino en dirección al promontorio en el que se asientan los jardines de Piquío. En esta sociedad lo que importa es ser parte de un rebaño y hacer todo lo que resulte acorde a las conveniencias impuestas; el que de las mismas se aparta, aunque sea la raya de un lápiz, enseguida es tildado de loco… Pues en tal caso, ¡bienaventurada sea la locura!

Esta anécdota fue puntualmente recogida en la libreta al término de mi baño. Yo me encontraba al resguardo de la sombrilla mientras escribía, pues el sol repartía su furor por toda la playa. Mis acompañantes se encontraban construyendo un castillo de arena cerca de la divisoria. Desde mi puesto vi que se les aproximaba un niño de unos tres años, escoltado por una mujer que tenía todo el aspecto de ser su abuela. A esta sazón, descubrí un cangrejo que se mimetizaba con la arena, y, antes de que se camuflara por completo, lo atrapé entre mis dedos y fui a mostrárselo a mis acompañantes.

-¡Mirad un cangrejo del color de la arena!

-¡A ver, a ver! –exclamaron arrebatándomelo de las manos.

-Es un cámbaro –apuntó la mujer que ejercía de abuela.

-Espere que lo anote –respondí vertiendo la información en la libreta.

La mujer me especificó además que por esos andurriales se denominan “mulatas” a los cangrejos negros que se pueden encontrar en los mercados y “masera” al buey de mar.

Tras las pertinentes anotaciones, y mientras se reanudaba la construcción del castillo, nos pusimos a pegar la hebra. Me enteré de que ella era maestra jubilada y había ejercido en Ciudad Real capital a comienzos de los años 70 del pasado siglo. Me habló de gentes cuyos nombres me resultaban vagamente familiares y pude apreciar que guardaba agradables recuerdos de su paso por la capital manchega. Cuando le pedí consejo sobre excursiones que pudieran realizarse por los pueblos del interior, se mostró taxativa:

-Vayan ustedes a Liérganes por el ramal de FEVE que parte de la estación cercana al ayuntamiento. Desde mi punto de vista, allí se encuentran las casas más bonitas de la región. Ah, y no se olviden de ir al restaurante “El Cantábrico” para saborear un chocolate con churros como no probaran otro igual.

Dándole las gracias, di por cosa hecha llevar a la práctica su consejo en una de aquellas plácidas jornadas.

No tuvimos que aguardar mucho para realizar la proyectada excursión. A la tarde del día siguiente (miércoles, 11 de agosto), ya nos encontrábamos en la estación de FEVE de Santander, sacando los billetes del tren que en poco menos de cuarenta minutos nos conduciría a la renombrada villa de Liérganes.

Los vagones me recordaron a los del metro de Madrid, tanto por los razonablemente incómodos asientos cuanto por el sistema de megafonía y anuncios luminosos para indicar las estaciones de paso. Me tocó compartir asiento con una mujer sexagenaria, cuyos ojos me causaron cierta turbación; a esta sazón, escribí en mi libreta que los tenía de un verde extraño y transparente, que despertaba la memoria de piedras mojadas y encostradas de musgo. Esta señora se bajó en la estación de Nueva Montaña, y mis pensamientos quedaron libres para centrarse en las delicias del paisaje.

En la libreta dejé constancia de los viejos barrios santanderinos aupados en las colinas; de la alternancia de los cuadros verdes de las huertas de las afueras con la grisura de los polígonos industriales; de la hermosa ría que gozoso contemplé entre las estaciones de Maliaño y Astillero; de las esbeltas grúas de los astilleros; de una nueva ría entre las estaciones de La Cantábrica y San Salvador; de la marcha que la vía férrea seguía, costeando a lo primero la autovía hacia Bilbao para distanciarse de la misma a renglón seguido; del paisaje campestre que enaltecía el recorrido entre las estaciones de Heras y Orejo; del río sombreado por apacible alameda que bordeamos pasado Solares, entre las estaciones de Ceceña y la Cavada; de la estampa bucólica, verde y campesina que nos deparaban los prados que precedían la entrada a Liérganes; y, finalmente, me dio tiempo a recoger la impresión de las dos elevaciones montañosas, forradas de tupido boscaje, que amparaban la hermosa villa: las llamadas “tetas de Liérganes”, que llevan por nombre “Marimón” y “Cotillamón”, respectivamente. Eran las 16:55 y habíamos invertido en el viaje sus justos cuarenta minutos.

Salimos de la estación y nos topamos con una tienda de recuerdos estratégicamente situada. No nos dejamos arrastrar por la fiebre consumista que traslucían otros turistas que habían viajado con nosotros, y atravesamos el puente que cruza el río Miera hasta la orilla izquierda. No me pareció que el caudal de aquél fuera el que se hubiese esperado tras un año de lluvias torrenciales.

Frente a nosotros se encontraba el “Hotel-Restaurante El Cantábrico”, que era precisamente el que la maestra jubilada me recomendara para degustar el tan famoso chocolate con churros. La terraza del establecimiento bullía de gente, a la que se fue sumando bastantes de los que veníamos de la estación de FEVE. Logramos situarnos en una de las mesas del final de la galería, justo enfrente de la caseta de información turística. Eran las 17:04.

Al cabo de unos minutos vino el camarero a tomarnos el pedido. Nos advirtió que hasta las 18:00 no se servían churros. Al ver que no teníamos intención de aguardar tanto, nos sugirió bizcochos para mojar en el chocolate, propuesta que aceptamos a pies juntillas.

Entretanto, ya habían abierto la caseta turística. Mientras venían los bizcochos y el chocolate, me acerqué allí para pedir un plano de la villa. La empleada de la caseta estaba atendiendo a una turista alemana, cuya parsimonia en el hablar y constantes preguntas me empezaban a poner de los nervios; sin preocuparle que yo estuviera aguardando para ser atendido, solicitaba nuevas informaciones, tanto de la comarca de los Valles Pasiegos como del resto de Cantabria. A todo esto, vi que el camarero ya se acercaba a nuestra mesa con el pedido que habíamos efectuado.

Por fin, tras casi quince minutos de esperar a que la alemana se despachara a gusto, conseguí hacerme con el plano turístico, amén de las pertinentes recomendaciones para disfrutar la visita a Liérganes.

El chocolate, aunque exquisito, no me pareció nada del otro jueves, tal vez porque no me tira mucho lo dulce. Mis acompañantes, en cambio, sí que lo celebraron como corresponde a tan reputada golosina. Por lo que a mí respecta, me gustó más tomarlo con bizcochos que con los churros que podrían habernos servido si hubiésemos ampliado nuestra estadía en la terraza del restaurante.

Tras abonar las consumiciones, me erigí en guía, plano en mano, para comenzar el recorrido turístico. Eran las 18:00, poco más o menos. Enfilamos el paseo del Hombre Pez, encontrándonos con las primeras casas solariegas que adornan la hermosa villa. Los balcones y miradores bullían de flores de vivos colores. Los sillares y los entramados de madera estaban lavados por la lluvia que nunca falta por aquellas comarcas del norte de la Península Ibérica. Los jardines, plantados de copudos árboles de sombra y esbeltos setos, difundían fragancias deleitables con la proximidad del río y la humedad producida por el agua llovida. Aunque no luciera el sol, cundía una grata sensación de renovado colorido e incursión en la historia barroca.

Nos salió al paso una casa de fachada de sillares, que aparecía materialmente cubierta por una hiedra reluciente. Las ventanas de palillería inglesa, con los marcos pintados de marrón, semejaban unos como ojos que se abrían en el verdor circundante. Estaban echados los visillos, pese a lo cual di en imaginar un gabinete de escritura donde yo me sentiría a las mil maravillas, dado caso de que la morada fuese de mi propiedad. En fin, los sueños son baratos y la realidad no tiene por qué ser tan mala.

Continuamos por la bonita calle de Camilo Alonso Vega y al poco torcimos por la del Puente Romano, cuya estrechura no parecía pronosticar que iba a terminar en la ribera más apreciada de la villa. Alcanzamos el llamado Puente Romano (que no por eso deja de ser medieval), y entramos en el ámbito de la leyenda que con todo mimo atesora el lugar: el Hombre Pez de Liérganes.

Me permito rescatar un escrito que a este tenor redacté hace algunos años y que está concebido de la siguiente manera:

Hoy, en la víspera del regreso, el reflujo de las olas me ha hecho recordar la historia de Francisco de la Vega, el llamado hombre pez de Liérganes.

El padre Benito Jerónimo Feijoo recopiló en su obra "Teatro Crítico Universal" el relato de una serie de fenómenos inexplicables de la época, pero totalmente certificados. Entre los mismos figuraba el caso del hombre pez.

A lo que parece, Francisco se fue de su Liérganes natal para ir a aprender el oficio de carpintero a Bilbao. Un caluroso día de 1674 se dio un baño en la ría de esta ciudad, y, como fuera un excelente nadador, desembocó en el mar y no paró de nadar. Lo dieron por perdido.

Cinco años más tarde, unos pescadores atraparon en la bahía de Cádiz un extraño ser antropomorfo que tenía el cuerpo materialmente cubierto de escamas. El Santo Oficio intervino, y tras interrogar a la criatura marina, sólo consiguieron sacarle esta palabra: "Liérganes".

Fue conducido a esta localidad, y una viuda reconoció en las facciones de la criatura los rasgos de su desaparecido hijo Francisco.

A partir de aquel momento, llevó Francisco en su casa una vida apacible y retirada. No llegó a recuperar el habla. Sólo pronunciaba a ratos las palabras: "pan, vino y tabaco".

Un día salió a dar un paseo por la orilla del río que bordeaba su pueblo. La atracción por el líquido elemento fue poderosa, y volvió a nadar en sentido al mar. Nunca más regresó.

He aquí un ejemplo del mito del buen salvaje que refería Levi-Strauss (un filósofo y no la archiconocida marca de pantalones), del cual Edgar Rice Borroughs tomara buena nota para crear el personaje de Tarzán.

Nos acodamos en el Puente Romano, y pude estimar que en aquella parte el río tenía cierta profundidad, la suficiente como para practicar la natación. En la orilla izquierda, casi a los pies del puente, se encontraba el bronce alegórico a la figura del hombre pez, cuya anatomía en principio, a pesar de lo atinada, no tenía que ver con la de ninguna criatura marina. Por otro lado, en la orilla derecha se apreciaba cierta congregación de oriundos y forasteros, disfrutando de los baños estivales que el río Miera procura con abierta generosidad en aquellos ubérrimos parajes.

Mis acompañantes bajaron a ver de cerca la estatua del hombre pez, y yo me quedé en la cúspide del puente, atrapando brisas, luces, pensamientos, paisajes de estío y permitiendo que mi mente se esponjara con nuevos recuerdos. Agradecí encontrarme allí en ese punto de mi vida, disponiendo a manos llenas de lo que antes tan escaso se había revelado. Ya no se escuchaban los llantos del pasado, sino el jolgorio de la vida, entre aguas y trinos de pájaros. Eché mano de la libreta y anoté en mayúsculas exageradas la palabra “FELICIDAD”.

Me avisaron para que reanudáramos el escrutinio de los hermosos rincones de la villa. Continuamos por la citada calle de Camilo Alonso Vega y entre caserones de belleza a cuál más pujante, nos adentramos en la zona donde abundaban las tiendas de recuerdos y productos típicos de la comarca. Curiosamente en todas ellas tenían a la venta unos endebles palitroques a guisa de bastones para senderismo, con su contera metálica, su baño de barniz y palabras alusivas a Liérganes y sus riquezas naturales y antropológicas. Las calles eran muy estrechas y las distancias mermadas. Desembocamos en el Barrio de la Costera, donde nuestra vista se recreó con la contemplación de dos casas del siglo XVII: la del Intendente Riaño y la del Acebo. Ésta última contaba con un delicioso jardín, confinado por una cancela rematada en puntas de lanza; y del mismo paramento de piedra se erguían sendos prismas triangulares y una briosa cruz revocada por el musgo y la humedad de luengos inviernos cántabros. Cuando nos fuimos del lugar, me di cuenta de que mi rapto de fascinación me había impedido cuidarme de sacar alguna fotografía para recordar con posterioridad las bellezas que mis ojos habían contemplado en ese recogido Barrio de la Costera.

A las 19:00 tomamos el tren que nos conduciría de vuelta a Santander. Pasé el viaje con la cabeza apoyada en la ventanilla, absorbiendo paisajes, caminos, regatos y celajes que coqueteaban con el atardecer. Y los recuerdos que me afloraban en relación a Liérganes, eran tan dulces como el sabor a chocolate a la taza que me había quedado en el paladar.

CONTINUARÁ… (Último capítulo: Los tesoros del Cantábrico)

Fotografías del autor, excepto retrato.
El jardinero de las nubes.

http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/

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