Días en Cantabria (y VII): Las maravillas del Cantábrico


Me agradaba terminar las jornadas dando largos paseos por Santander. La noche tardaba en presentarse en aquellas regiones septentrionales, y los colores del verano se iban apagando gradualmente. Eran los dulces momentos en que las golondrinas y vencejos trisaban por encima de los edificios, robándoles el protagonismo a las gaviotas.
Siempre tomaba como punto de partida mi alojamiento en el número 73 de la calle de Fernando de los Ríos. Si optaba por caminar en sentido oeste, había de subir por la Bajada de Rumayor hasta la avenida del General Dávila; pero si me apetecía tirar hacia el este, para encontrarme de inmediato con la vista del mar, debía acometer la bajada por los escalones que conducen hasta la elíptica calle de Blas de Cabrera y desde allí plantarme en la larguísima avenida de los Castros.
Cuando elegía el paseo por el oeste, se me presentaban dos posibilidades. La primera consistía en avanzar a pie enjuto por General Dávila hasta su encuentro con la avenida de Camilo Alonso Vega, que siguiéndola me conduciría hasta Cuatro Caminos, desde donde, enfilando la Alameda de Oviedo y continuando acto seguido por la calle de Burgos y por Jesús de Monasterio, alcanzaría el Paseo de Pereda; luego me metería por la Plaza Porticada y atravesaría los lugares que tanto le gustaba patear a don Marcelino Menéndez Pelayo (entre ellos la plaza del Pombo) hasta el cruce con la calle de Casimiro Sainz. Una vez allí, embocaría el túnel de Tetuán para cerrar el circuito por la avenida de los Castros... La segunda opción se basaba en partir de la Plaza Porticada y emprender la subida por la calle de Santa Clara, dejando a la derecha la parroquia de la Anunciación, en cuyo exterior se solían ver mendigos pernoctando. Las más de las veces me detendría a curiosear las listas de los aprobados en la oposición a profesores de educación secundaria, exhibidas en las venerables puertas del Instituto de Santa Clara, en cuyas aulas diera clases el poeta Gerardo Diego. Y desde allí acometería la subida por la empinada cuesta de la Atalaya hasta alcanzar, con las piernas exhaustas y los pulmones acezantes, la culminación de General Dávila.
La alternativa por el este suponía seguir por la avenida de los Castros hasta los jardines de Piquío, y desde allí ir bordeando el mar (que a esa hora se teñía de un rosa fúlgido), pasando por la plaza de Italia, el arranque de la Península de la Magdalena y la avenida de la Reina Victoria (en cuyas alturas me capturaba la atención la Mansión Botín, con sus inquietantes iluminaciones, propias de una película de terror). En una primera fase, el paseo culminaría en Puertochico. Por fin, o bien tomaba la ruta del túnel de Tetuán o volvía a desafiar las severas pendientes de la Cuesta de la Atalaya.
Una noche unifiqué los dos recorridos, comenzando por la ruta de la avenida de los Castros y siguiendo por la línea de la costa hasta Pereda, las Alamedas, Cuatro Caminos, Camilo Alonso Vega y, por último, General Dávila. Esto representó en suma casi diez kilómetros de paseo, cubiertos en algo menos de dos horas.
Durante aquellas jornadas estivales, se celebraban en el arco de la Bahía de Santander la XVI edición de los Juegos Náuticos Atlánticos, que ese año tenían como escenario la capital cántabra. Al decir de la persona que nos procuraba nuestro alojamiento vacacional, este evento era un modo de enfrentarse a la tan nombrada “Crisis” de 2010, por medio de reactivar el turismo hasta extremos desesperados.
Mi primer contacto con dichas celebraciones aconteció el atardecer del 5 de agosto de 2010. Todos los muelles del Paseo de Pereda estaban plagados de carpas y tenderetes. De los altavoces se escapaba música de aires cántabros, y era muy difícil caminar entre tamaña aglomeración de gente. Aquel era el día de la clausura de los Juegos, por lo que resultaba comprensible la conmoción que se respiraba en derredor. Todo ello alimentó mi agorafobia, y me alegré de que en mis paseos de los siguientes días las cosas volvieran a la normalidad.
Mientras tanto, me encaminé hacia la zona del Muelle de San Martín, que era donde los pescadores de caña podían operar ese día del final de los eventos. Me encantó la entrada de las lanchas de recreo en la dársena de Puertochico, ahora que el anochecer había sofocado las coloraciones verdes y rojizas del ancho paisaje. Me detuve a ver cómo estacionaba una patronera que llevaba su cabina toda iluminada. Aquello me produjo una dulce sensación de retorno al hogar.
Dejé a un lado la Escuela de Vela y la de la Marina Mercante (con su peculiar planetario), y me cautivaron las proporciones del vanguardista Palacio de Festivales. La calle que corría paralela a la costa, iba ganando en estrechura, y, casi sin darme cuenta, llegué a las inmediaciones del Instituto Oceanográfico y del Museo Marítimo del Cantábrico. A mano derecha, un amplio talud revestido de verdura y árboles frondosos confinaba por arriba con la avenida de la Reina Victoria. De haber seguido la calle hasta su remate, me hubiera topado con la playa de Peligros, allá donde tantos naufragios se verificaran en tiempos antañones, compitiendo en esto con los rompientes de las Quebrantas, en Somo, al otro lado de la bahía.
Me detuve, no obstante, en los aledaños del Museo.
Ya lo habíamos visitado en otras ocasiones, y siempre nos había fascinado su bien provisto acuario. Entonces concebí el deseo de volver a visitarlo, aprovechando tal vez alguna mañana lluviosa en la que no se pudiera ir de playa.
La ocasión en concreto se presentó la mañana del 14 de agosto, antevíspera del fin de nuestra estancia en la hermosa Cantabria. Raro es el día, aun tratándose de la época estival, en que las calles de Santander no aparecen barnizadas por la lluvia. Parecía que el sol iba a imponerse hacia las nueve de la mañana, pese al diluvio que había descargado las horas previas. Hicimos, pues, planes de ir a la playa, confiando en que el sol secaría pronto la arena. Sin embargo, se juntaron dos masas nubosas a la altura de la costa y cayó agua a cántaros. Entonces decidimos ir al Museo Maritimo, donde al menos tendríamos cobijo del aguacero.
Encontramos aparcamiento a las mismas puertas del museo, en la calle de San Martín de Bajamar. Eran las 10:20. Antes de entrar, y aun a riesgo de mojarme, me aproximé al mirador de piso de madera y eché una rápida mirada a la bahía. A lo lejos, por la zona de las temidas Quebrantas, el turbión borraba los perfiles de la costa y de las aguas. La mojadura se estaba tornando desagradable de todas veras.
-Métete dentro, que te vas a calar –me advirtió una de mis acompañantes desde el mismo umbral.
Mientras me encaminaba hacia allá, reparé en la pirámide de vidrio que se alza desde el centro del entarimado. La lluvia surcaba sus transparentes facetas como lágrimas deslizándose por un rostro juvenil. Al rato yo atinaría que tenía como función servir de lucerna al soberbio acuario de la planta baja del museo.
-Te has puesto como una sopa –me reconvinieron en cariñosos términos.
Tras pasar por caja, nos dispusimos a vagar plácidamente por cada uno de los curiosos recintos.
Lo primero que llamaba la atención era el inmenso esqueleto de un cachalote, que aparece suspendido por cables sobre el patio principal del museo. Según pude informarme, el cetáceo quedó varado el 20 de agosto de 1894, justo enfrente del Cabo Mayor, y de allí fue trasladado para su exposición en la capital cántabra. La vista del espinazo y las costillas demostraba que el ejemplar debió ser de gigantescas proporciones. El color de los huesos semejaba el de la madera de arce, con ese ligero tono tostado que imprime el paso del tiempo.
Tomamos el sentido hacia la planta baja, donde se sitúa el acuario, principal atractivo del museo. Al momento nos vimos en un recinto de sombras, resplandores azulados y un vago recuerdo de la luz del día. No es que los tanques del acuario destaquen por su amplitud, pero lo que verdaderamente impresiona es la riqueza de la fauna marina que atesora.
En los tanques menores, de apariencia cilíndrica, se desenvolvían torbellinos de pequeños peces plateados, que creí identificar como crías de barracuda. Había también lisas, pardetes, caballas, galupas, peces aguja y de San Pedro. Adheridos a las rocas, con aspecto amenazante merced a sus espinas dorsales, oscilaban algunos peces escorpión (cuya nominación me encontraba a punto de averiguar). Y camuflados en la arena de los fondos, inmóviles y cautelosos, se acertaban a distinguir algunos peces cuco.
En otro tanque se veían varias doradas con sus ojos rígidos y sus cuerpos elípticos, compartiendo el espacio con sargos y rodaballos. También había, en otros pequeños acuarios, amplia riqueza de moluscos, cangrejos, estrellas marinas e hipocampos, comúnmente llamados caballitos de mar.
Pero la verdadera atracción del recinto la constituye el soberbio tanque central, donde se despliega una inmensa variedad de tiburones (no demasiado grandes) y marrajos, amén de numerosas mantas y rayas. A su alrededor estaban practicados varios ventanales, y el más inmenso de todos tenía enfrente un pequeño graderío para la contemplación tranquila de todos esos tesoros del Cantábrico. La luz provenía de la lucerna correspondiente a la pirámide de vidrio que yo había visto en el entarimado exterior del museo. En el fondo del tanque había un arco de piedra que era cruzado constantemente por toda esa multitud piscícola.
-¿Qué es eso? –preguntaron mis acompañantes, señalando al ventanal inmediato.
Se trataba de un enorme pez de forma aplastada y redondeada, sin cola y con dos únicas aletas destacables: la dorsal y la anal. Tenía un incierto color azulado, con leves manchas rosadas.
-¡Qué pez más bonito! –no pude por menos de admitir.
-Es el pez luna, la joya de nuestro acuario –dijo uno de los celadores, que surgió a nuestro lado como por ensalmo.
Se trataba de un hombre enteco y de estatura mediana. Tendría unos cuarenta y cinco años. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, fijado con gomina y recogido en el extremo mediante una larga coleta. La americana de vigilante del museo le sentaba francamente bien. Su aliento olía a café. Por lo demás, su educación y prestancia para agradar al visitante rayaba en la exquisitez. Se le veía dispuesto a ofrecernos todo género de explicaciones sobre los pobladores del acuario.
-El pez luna no puede tener un cautiverio prolongado –prosiguió su explicación-, por lo que pasado un tiempo, se le ha de poner en libertad.
-¿Y luego lo reemplazan con otro? –preguntó una de mis acompañantes.
-No resulta muy sencillo echarle el guante.
Regresando junto a uno de los tanques que ya habíamos visitado, pudimos contemplar un soberbio pez recubierto de púas, agitándose en la arena del fondo.
-¿Qué pez es ése? –le pregunté al vigilante.
-Se trata del pez escorpión.
-El nombre causa temor. ¿Suele anidar en las rocas?
-No, por lo general. Suele vivir en los fondos, a unos diez metros de profundidad. No tiende a moverse en un radio demasiado amplio, y es fácil encontrarlo en la bajamar. Varias veces, dando paseos al lado del mar, he estado a punto de pisar alguno.
-¿Y es mortal su picadura?
-Para nada. Pero, eso sí, resulta muy dolorosa –apostilló el vigilante.
Asimismo, nos refirió muchas curiosidades acerca de las numerosas mantas y rayas que poblaban el tanque central. Respondiendo a mi pregunta, señaló que las del Cantábrico, al ser de agua fría, no entrañan peligro de descargas eléctricas; esos casos son más propios de peces de agua dulce y cálida, como los que pueden hallarse en los cauces poco profundos del Amazonas. Enseguida acudió a mi memoria un pasaje de la novela “La jangada”, de Julio Verne, donde uno de los protagonistas entabla una lucha subacuática con un gimnoto, un terrible pez de cuerpo alargado de casi dos metros de longitud, cuya sacudida eléctrica puede dejar paralizado a un animal tan voluminoso como un caballo.
Debíamos proseguir la visita por las restantes salas del museo, y el vigilante nos avisó que a las doce de la mañana un hombre rana se introduciría en el tanque principal para alimentar a los temibles peces que moraban allí. Decidimos, pues, abreviar la visita, ya que faltaban escasamente unos cincuenta minutos para la hora indicada.
Volvimos a la planta baja para contemplar más a nuestro sabor el gigantesco esqueleto del cachalote. Y vimos por añadidura valioso muestrario de animales disecados, pertenecientes a la fauna polar, y un pez espada y otro soberbio ejemplar de un pez martillo. A mí me atrajo especialmente la recreación de un laboratorio marino, con su multitud de raros especímenes (un calamar de dos cabezas, por ejemplo) en frascos de formol, sus vademécums de vieja impresión, sus microscopios de los tiempos de Van Leeuwenhoek, en fin, todos esos detalles que tienen la magia de transportar al visitante a las épocas pioneras de la Historia de la Ciencia.
Al poco tomamos el ascensor y nos plantamos en el último piso. A la salida nos topamos con un inmenso bote de regatas, que parecía marcarnos el sentido hacia donde se hallaba el pasillo dedicado a la industria naval y la exploración submarina. La largura de dicho pasillo se veía incrementada merced a un acertado montaje de espejos. Y hacia el promedio se hallaba la puerta que comunica al mirador superior de la bahía. El entarimado se encontraba empapado por la lluvia, por lo que hubimos de desistir de salir afuera. No obstante, nos acomodamos en las mesas de la cafetería para tomar un ligero refrigerio. Los rayos del sol comenzaban a aflorar entre las nubes, repartiendo brillos en las plomizas aguas de la bahía. Aunque no lo pareciera, seguía siendo verano y las aves del mar abandonaban sus refugios para planear en la dilatada alfombra del Cantábrico. La playa del Puntal se veía solitaria y barrida por el viento salado. Las embarcaciones aparecían por todas partes. Tomé mi infusión con el alma endulzada por tanta belleza como me brindaban los inmensos ventanales.
Bajamos a la planta primera, y seguimos imbuyéndonos de cultura marítima. Observamos gran variedad de maquetas sobre artes pesqueras y herramientas utilizadas en la construcción de barcos. Había además la recreación a escala natural de la crujía de un barco de guerra del siglo XVIII, con cinco cañones de corredera montados en sus respectivas cureñas; a través de los postigos practicados en el improvisado casco naval, la artillería apuntaba hacia el lado contrario de la bahía, tal como hubiera sucedido en un galeón real.
Al lado de la crujía de artillería había una recreación de una oficina portuaria, con el despacho del armador. Leyendo uno de los carteles informativos, me enteré de que Santander dependió administrativamente de Burgos hasta 1801, año en que Carlos IV le otorgara la categoría de provincia.
-¡Ya casi es la hora! –me advirtieron.
El museo tenía mucho más por visitar, pero se acercaba el momento fijado para que el hombre rana alimentara a los peces del tanque central del acuario. Por consiguiente, nos encaminamos allá con premura, a efectos de ocupar un buen sitio en las gradas de observación.
Fuimos de los primeros en apropiarnos los mejores sitios de la grada de arriba. Al cabo de unos instantes, se formó una buena aglomeración, y hubo de actuar de acomodador el vigilante que tan buenas lecciones nos había ofrecido sobre la vida submarina del Cantábrico. Ya habían dado las doce y aún no sucedía nada. Los ojos de los espectadores atisbaban todos los rincones del tanque, esperando que el hombre rana apareciera por el lugar más insospechado. El nerviosismo que se respiraba en derredor parecía transmitirse a los mismos peces, a lo cual se sumaría el hambre que debían de estar padeciendo llegada esa hora.
De súbito, en la parte de arriba del tanque, justo por donde se deslizaba la claridad de la lucerna, se acertaron a percibir dos inconfundibles aletas de goma. Acto seguido fue introducido lo que parecía un tubo de aireación, que llegó a tocar el fondo del tanque, y de inmediato el hombre rana se sumergió entre tirabuzones de burbujas. Tras él fueron arrojados los recipientes de plástico que contenían el alimento de los peces. Enseguida se elevó una ensordecedora salve de aplausos. El hombre rana saludó haciendo gestos teatrales con los brazos.
Los peces, sobre todo los tiburones, se congregaron junto al hombre rana mientras abría el primero de los recipientes, que a juzgar por el aspecto contenía peces pequeños y diversos trozos de carnada. Acto seguido comenzó el reparto de comida. Como suele ocurrir en la vida, los más fuertes arrebataban el alimento a los más chicos, y el hombre rana se veía en la precisión de recurrir a mil triquiñuelas para que ninguno se quedara sin su correspondiente pitanza. De esta manera, lenta pero implacablemente, se fueron vaciando los distintos recipientes. Y para finalizar el espectáculo, el hombre rana se permitió realizar alguna pequeña acrobacia, tal como recorrer el tanque agarrado al lomo de un inofensivo tiburón. Tras esto, esbozó un saludo de despedida y regresó junto al resplandor de la lucerna. Los aplausos menudearon por todo el recinto del acuario, evidenciando que el espectáculo había sido del agrado de todos los asistentes al mismo.
-Llegó la hora de irse –me dijo mi inmediata acompañante.
Salimos fuera del museo. El sol estival se había abierto entre las nubes y los charcos comenzaban a evaporarse. La dulzura del aire y los juegos de luces que ensalzaban la panorámica de la bahía, parecían preludiar el fin de nuestras vacaciones en el Cantábrico. Quise apuntar algo en mi libreta, y descubrí sobre el papel una lágrima de lluvia que la brisa acababa de depositar ahí. Una cierta melancolía empezaba a agitarse en mí interior. Siempre cuesta tener que dejar algo que resulta querido.
Antes de entrar al vehículo, me aparté un instante para capturar una última imagen del mar. Barcos y pueblos de la bahía, niebla rendida por los requerimientos del sol. Pude ver a los dos pájaros (gaviotas esta vez), que a mi corto entender simbolizan la presencia de Dios y llenan mi alma de consuelo y hasta de alegría.
Y detrás de mí noté las tres presencias que se reparten los sentimientos más profundos de mi corazón.
FIN
Fotografías del autor y otras sacadas de Internet
El jardinero de las nubes.
http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/

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