C

omo hacía todos los días, Andrea bajó a las cuatro de la tarde hasta la entrada de la casa y recogió el correo del buzón. Mientras caminaba de regreso, por los amplios y florecidos jardines, fue separando la correspondencia. La mayoría como siempre, estaba dirigida a su esposo, el doctor Emiliano Robledo, médico del pueblo desde hacía un año por designación del ministerio de salud. Como buen médico, sus jornadas de trabajo eran largas, saliendo muy temprano para el hospital y atendiendo su consultorio hasta las primeras horas de la noche.

Estaban muy contentos, vivían en una villa moderna en una colina en las afueras del pueblo, desde donde podían contemplar la bahía caribeña. A ambos lados de la casa, a unos doscientos o trescientos  metros, densos arbustos formaban bosquecillos que les daba completa privacidad.

Sabanilla era un municipio costero, de un clima agradable localizado en las estribaciones de la sierra, con suaves colinas que llegaban hasta las playas de arena blanca enmarcadas por los cocoteros. La gente del pueblo era sencilla y en el poco tiempo que llevaban allí se habían ganado el aprecio de todos por el trabajo desarrollado por él en el hospital y  por la labor comunitaria y educativa que ambos estaban realizando. Con el alcalde, la gente más activa y el joven cura párroco, habían establecido una junta comunal que estudiaba los problemas más apremiantes y presentaban soluciones que los habitantes rápidamente llevaban a cabo mediante trabajo voluntario. Así, en muy corto tiempo habían mejorado los sistemas de alcantarillado, erigido un nuevo embarcadero y establecido un programa para hacer más atractivo el pueblo y los alrededores. Motivados por el doctor Robledo y su esposa, todos los vecinos, mediante el sistema de mingas, habían reparado sus casas y las habían pintado de diferentes colores de manera tal, que cuando alguien se aproximaba en un barco, desde la distancia el pueblo lucía como una hermosa pintura impresionista que se diluía en las colinas que rodeaban la población. 

Una de las cartas le llamó la atención, estaba dirigida a ella, escrita en tinta a varios colores en una primorosa e impecable caligrafía y con las mayúsculas adornadas con filigranas doradas como se usaba en tiempos remotos, antes de que inventaran las computadoras y las máquinas de escribir. Curiosa por tan inusual letra, al llegar a la pequeña terraza donde acostumbraba sentarse a contemplar los atardeceres marinos, se sentó en una silla y abrió la carta que decía así:

“Mi muy estimada señora Andrea:

Perdone mi atrevimiento por molestarla con esta misiva. He pensado mucho tiempo si debía o no enviársela. Finalmente, ha podido más la angustia que atormenta mi corazón desde el día que la conocí, por esa razón y, aún en contra de mi voluntad, me he sentado a escribírsela sabiendo que usted puede considerarla irrespetuosa.

Hace un año, el día 23 de febrero de 1994, llegó usted en compañía de su esposo a éste pueblo. Esa fecha se quedó grabada en mi corazón porque, a partir de ese bendito día en que la conocí, me enamoré perdidamente de usted. Su hermosura, la manera de sonreír, su porte elegante, la manera sencilla y simpática de comportarse, llegaron hasta el fondo de mi sufrida alma y cambiaron para siempre mi vida.

Ese día vestía usted un traje azul marino, ¿lo recuerda? Por favor, cuando asista al club este fin de semana, para mí será un verdadero placer verla con ese vestido.

Alguien que la adora”     

Al terminar de leerla, Andrea se sintió un poco incómoda. Creyó que era apropiado romperla y olvidarse de pensar en quién sería el idiota que se la había enviado. Tal vez lo mejor sería mostrársela a su esposo. Sin embargo no se atrevió  porque creyó que era una bobada. Durante la semana leyó dos o tres veces la carta y el sábado, desde muy temprano, decidió que no asistiría al club. En el transcurso del día, la nota le daba vueltas y vueltas en su cabeza y sentía una sensación molesta pensando en quién sería la persona que le confesaba un amor que era imposible porque ella estaba profundamente enamorada de su esposo y era feliz en su matrimonio.   

A medida que pasaban las horas, esa sensación se convertía en una especie de ansiedad e intriga por saber quién la había escrito y, finalmente, decidió ir al club en compañía de su esposo, como lo hacían cada semana. Durante toda la velada, mientras conversaba y bailaba, Andrea estudió uno por uno a todos los hombres buscando a su secreto enamorado. Mentalmente hizo un archivo y registró en él la información que conocía de las personas con las que tenía contacto debido a su labor comunitaria.

Primero analizó a Mario Florez, el alcalde; un hombre que pasaba de los sesenta años, mal geniado, gruñón y de pocas palabras. Jamás persona alguna le pilló alguna indiscreción o que hubiese hecho algo incorrecto; tenía fama de inflexible y nunca permitía que las cosas del gobierno se hicieran sin seguir los procedimientos que la ley determinaba. Casado y dedicado por completo al trabajo, su mujer y los dos hijos. Andrea lo marcó con una equis en la frente y lo descartó.

Siguió con Jaime Ocampo, concejal, era el chistoso del grupo, no desaprovechaba ocasión para hacerlos reír con sus cuentos que a veces se subían de color. Recién casado y perdidamente enamorado de Nubia, su mujer. Nunca le escuchó una frase aduladora o alguna insinuación indebida. Andrea pensó para sí; “éste tampoco” y le puso otra equis.

Mientras bailaba con Henry Perea el rector del colegio de bachillerato, pensó que ese podría ser el autor de la carta. Tenía fama de ser enamoradizo y se rumoraba que lo habían trasladado al pueblo después de separarse de su esposa, cuando había seducido a una de sus estudiantes a la que había traído a Sabanilla, presentándola como su mujer. Andrea le dibujo un signo de interrogación grande en la frente.     

Al terminar el baile, regresó a la mesa y tomando asiento,  siguió mirando y analizando a los otros integrantes del grupo. Estaba allí Julián Guerrero, el ingeniero del pueblo. Inmediatamente lo descartó porque él vivía en otro mundo; el de las matemáticas. Se la pasaba tratando de convertir en ecuaciones diferenciales todo lo que se le presentaba, fuera esto un plato de sancocho, una sinfonía de Bethoven o una fuga de aguas. Mariela su esposa, que era la mejor amiga de Andrea, le había contado que él hablaba dormido y que en sueños, se la pasaba diciendo que le faltaba ya muy poco para resolver la cuadratura del círculo. Definitivamente le marcó la frente con una equis porque consideró que las matemáticas y el amor, eran como el aceite y el agua 

Del grupo que estaba con ellos esa noche, le quedaban dos por juzgar; Edmundo Florez, hermano del alcalde, el poeta del pueblo y dueño del bar, próximo a los cincuenta años, con cuatro hijos y una mujer adorable. Los muchos años de trago y bohemia habían hecho mella en su físico y no tenía alientos para convertirse en un amante impetuoso a estas horas de la vida. Sin vacilar le escribió una equis en la frente.

Finalmente quedaba el padre Lenín Urresta. Myriam la esposa del alcalde le había contado su historia. Nacido en Sabanilla de una de las familias más prestantes, su padre don Segundo, era el filósofo del pueblo con una fuerte inclinación marxista. Convencido que su hijo había nacido para ser el gran líder de izquierda y salvador del país, tuvo gran pelea cuando el párroco se rehusó bautizar a su hijo con el nombre de Lenín, argumentando que era nombre de hereje y eso le garantizaba pasaje directo al infierno a la criatura. Le tocó ir de pueblo en pueblo hasta que encontró un cura centenario y medio sordo en una aldea olvidada por Dios, que nunca había oído hablar de marxes y lenines y se lo bautizó sin ningún problema. Varios años más tarde sufrió el desengaño más grande de su vida cuando el hijo, al terminar el bachillerato le dijo que quería ser sacerdote. No valieron mañas ni artimañas para hacerle cambiar de parecer. La furia de don Segundo fue tan grande que finalmente lo desheredó y le pidió que se fuera de la casa. Diez años más tarde el padre Lenín regresó al pueblo como cura párroco y hasta el presente ha desarrollado una labor apostólica ejemplar, dedicando todo su tiempo a la orientación espiritual de sus fieles, gozando del respeto y admiración de los habitantes. Andrea le puso otra equis en la frente al cura párroco, esta vez más grande que la de los otros.

De las demás personas presentes, Andrea no tenía suficiente información como para darles una marca, así es que trató de interpretar  en cada uno de ellos gestos, miradas, decires; todo fue inútil, en todos y ninguno vio al  autor de esa inesperada confesión de amor.

El siguiente miércoles, al abrir la correspondencia, Andrea vio un nuevo sobre escrito en la inconfundible caligrafía.

“Mi adorada Andrea

¡No sabe usted cómo me ha cambiado la vida! El pasado sábado estaba hermosa en ese vestido azul marino. Al conversar con usted y gozar de esa alegría que irradia, al verla tan contenta y divertida compartiendo con nosotros unas pocas horas, le juro que me ha hecho el hombre más feliz del mundo. Cuánto diera yo por ser su esposo y disfrutar de la intimidad de tenerla a mi lado y gozar de sus besos y caricias,  privilegio único que le corresponde a la persona que usted ama y yo respeto.

En el próximo comité de bienestar social, ¿sería usted tan amable de llevar un vestido rojo de seda que le vi en una ocasión y  que le queda tan bien? Mil gracias.

Su devotísimo enamorado 

Una semana más tarde en la reunión del comité, Andrea lucía más hermosa que nunca. Sin saber por qué, se había esmerado en su peinado y su maquillaje. El vestido escotado de seda roja que resaltaba su elegante y armonioso cuerpo y un collar de perlas en su garganta de alabastro que le llegaba hasta el nacimiento de sus turgentes senos la hacía aparecer deslumbrante. Una vez más buscó ansiosamente en los miembros del comité y en el numeroso grupo de personas que atendían la reunión a ese ser incógnito que se atrevía a hablarle de amor. Todo inútil, a pesar de su esfuerzo desesperado por encontrar una seña, algo que le dijera quién era el autor de las cartas, no fue capaz de detectar a su corresponsal. Al regresar a casa con su esposo, sentía una extraña frustración.

—Estás muy callada hoy amor, ¿te ocurre algo? –le preguntó Emiliano.

—Me siento un poco cansada, eso es todo. A veces la gente habla mucho y la reunión se extendió demasiado. Fíjate, ya son las once de la noche y tú tienes que madrugar a trabajar. Sería bueno que te tomaras unos días de vacaciones y nos fuéramos de paseo para que descanses. A veces me siento un poco aburrida encerrada en la casa.     

—Tú sabes que eso es imposible. El trabajo es mucho y no tengo quién me reemplace.

Transcurrieron varios días que para Andrea se convirtieron en una dulce agonía, esperando inútilmente la llegada del correo. Finalmente dos semanas más tarde, sintió una gran alegría cuando entre la correspondencia, vio el ansiado sobre. Corrió, más que caminó hasta la terraza y se sentó a leer la misiva. Esta vez decía así:

“Amadísima Andrea:

No alcanzas a imaginarte que tan feliz soy. Gracias por complacerme poniéndote el vestido rojo de seda en la reunión pasada. Jamás imaginé que el amor fuera así. Cada instante de mi vida está lleno de ti, en mi cuerpo está impregnado el perfume que usaste esa noche. Sueño que algún día llegaré a ti para acariciarte, que muy suavemente te abrazaré y mientras beso tu cuello de nácar,  podré bajar el cierre de tu vestido y que mis manos llenas de amor recorrerán cada centímetro de tu piel, diciéndote te amo. Pero no te preocupes amor, los sueños son solo eso; sueños. Aunque lo deseo fervientemente, yo jamás me atrevería a hacerlo. Te respeto mucho a ti y a  tu esposo para cometer semejante sacrilegio.

Debo hacerte una confesión. Desde los bosques aledaños te he espiado durante la última semana, sé que eso es incorrecto, pero no alcanzas a imaginarte cuánto disfruto de verte y casi tocarte a pesar de la distancia.

Cada día te contemplo cuando estás en la terraza y he visto cuando bajas al buzón y buscas desesperadamente mis cartas. ¿Has empezado a quererme? Si quieres darme una señal, al leer esta carta acuéstate en la silla playera a contemplar el atardecer. Es todo lo que pido. Déjame mirarte desde la distancia.

Te amo con locura”

 “Qué ridículo”, pensó Andrea y caminando distraída, en vez de dirigirse hacia una de las sillas de la terraza como era su costumbre, fue directamente a la silla playera y se recostó a contemplar el atardecer. Cerró los ojos y pensó en ese extraño lazo epistolar que empezaba a unirla a un ser desconocido y misterioso. Cuando se dio cuenta de que había hecho lo que su corresponsal le pedía, trató de levantarse, pero sintió que una fuerza extraña la detenía. Dentro de ella, una sensación placentera de sentirse admirada, amada y deseada empezaba a embargarla. En silencio disfrutó de ese placer por varios minutos y, finalmente, se levantó y se dirigió al interior de la casa. El siguiente miércoles, Andrea encontró una nueva carta:

“Queridísima Andrea,

No sabes la felicidad que me embarga. Verte tan hermosa reclinada en la silla playera ha sido uno de los grandes placeres que he tenido en mi vida. Mil gracias por complacerme y revelarme tus sentimientos. Te amo con todas las fuerzas de mi corazón. Cada día te veo desde mi escondite en el bosque y le doy gracias a Dios que ha iluminado mi vida con tu presencia

Sé que es un atrevimiento pero quisiera pedirte algo más. ¿Podrías por un instante despojarte de tus ropas y, en la privacidad de la terraza, dejarme contemplar desde la distancia tu cuerpo? Quizás lo tomes como un desacato contra tu dignidad y pureza, pero no es así, te lo juro. Debes hacerlo voluntariamente como si fuese un acto simbólico con el cual sellamos nuestro profundo amor platónico. Sé que  jamás podré tenerte porque perteneces a una persona a quien aprecio y respeto mucho.     

Con todo mi  amor”      

“Se le fue la mano esta vez. Quién se creerá que soy yo. ¿Una puta, una ninfómana? – ¡al carajo con toda esta basura! Se lo voy a decir a mi esposo para que averigüe quién es el descarado que me pide semejante cosa”.

Sin embargo, cuando Emiliano llegó esa noche, Andrea guardó silencio. Más tarde en la cama, buscó el cuerpo de su esposo y mientras hacían el amor, pensaba en su amante epistolar. En ese momento, se dio cuenta que algo muy adentro de ella empezaba a germinar; una extraña agonía se apoderaba de sus sentimientos y la acompañaría a partir de ese momento en sus días y sus noches. Llegó a ser tal la obsesión que, al salir del baño, se contemplaba en el espejo completamente desnuda por largo rato, imaginándose que alguien la observaba desde algún sitio en el bosque. Movida por impulsos desconocidos, se recostaba en la cama y pasaba las manos por su cuerpo que la acariciaban como si fuesen las manos del amante incógnito. Luchaba intensamente por vencer la tentación de salir a la terraza y dejarse ver desnuda.

Una nueva carta llego en el correo de la siguiente semana. Andrea llena de ansiedad, caminó apresuradamente hasta la terraza y la abrió. Decía así:

“Carísima amada mía, 

No sabes cuánto he sufrido, sé que mi solicitud es insólita, sin embargo abrigo la esperanza que tú te apiades de esta alma que sufre la tortura de un amor imposible. Por favor ten compasión de mí.

Me estoy muriendo por tu amor”

Después de leer la carta, Andrea permaneció de pie contemplando los bosques de los alrededores. Eran las cuatro y media de la tarde, hacía calor de tormenta, lejos en la línea del horizonte marino se veían nubes negras y relámpagos. De manera deliberada y lenta, poco a poco fue despojándose de la ropa hasta quedar completamente desnuda. Caminó por la terraza varias veces con una actitud de desafío. Luego buscó la silla playera y se recostó en ella. Sabía que desde algún sitio en el bosque su enamorado estaba contemplándola y disfrutaba de su desnudez. 

Se sentía tranquila y relajada. Cerró los ojos y en su imaginación vio cuando él se aproximaba sigilosamente y la miraba con un intenso amor y deseo. Luego, extendiendo sus manos empezó a  acariciarla, primero su rostro y luego lentamente sus senos, su vientre, sus muslos. Después, sus labios recorrieron suavemente todo su cuerpo. Finalmente, Andrea, respondiendo al llamado del amor se dejó poseer de su invisible amante. Poco a poco su respiración se aceleró, empezó a moverse rítmicamente y mientras gemía y susurraba palabras de amor, entró en un estado de éxtasis que nunca había experimentado en sus años de casada.

El aguacero se dejó venir con todas sus fuerzas y ella se sintió feliz y purificada por el agua. Se levantó de la silla playera y por largos minutos permaneció bajo la lluvia caminando por la terraza hasta que, finalmente, dando una mirada hacia los bosques, con una sonrisa en su rostro, entró a la casa.

Al visitar el club el sábado siguiente, Andrea y Emiliano se sentaron con un grupo de amigos. Departían amistosamente de los últimos bochinches y aconteceres en el pueblo. Mientras Andrea buscaba desesperadamente el rostro sin rostro de su amante, vio cuando el alcalde se aproximaba sonriente con cara de novedades. Tomando asiento, les dijo:

—¡Tengo una gran sorpresa! Cómo les parece que el cura párroco abandonó el pueblo en el día de ayer. Me dejó una carta en la cual se despedía de todos ustedes y me decía que se retiraba del sacerdocio y se marchaba a tierras lejanas para internarse en un monasterio. Que había fracasado en su ministerio porque se había dejado tentar y derrotar por los deseos carnales. Que a partir de hoy, se dedicaría al servicio de Dios y a vivir en contemplación espiritual en compañía de los monjes benedictinos en Italia. 

Alguien del grupo comentó:

—Quién iba a creer que una persona tan dedicada a su ministerio sufriera de las tentaciones carnales. Jamás hubo un mal comentario sobre su conducta, nadie ha elevado una queja contra él, que yo sepa. Ustedes saben que esos rumores son los primeros que circulan en un pueblo.

El alcalde retomando la palabra, agregó:

—Lo que más me llamó la atención de su carta, fue la escritura. -Sacando un sobre de su bolsillo, tomó la carta y la puso en la mesa para que todos la vieran, agregando:

—Miren que preciosa caligrafía. Le da un aire de antigüedad y solemnidad a su escrito. Es como si fuera un documento de la edad media.

Uno de los concejales, riéndose dijo:

—Por la manera de escribir con esos adornos, florecillas y tintas de color, hasta maricón sería. 

—¡Eso jamás! –exclamó Andrea en un tono tan vehemente que sorprendió a su esposo y a todos los contertulios que la miraron asombrados.

Un silencio ominoso cubrió el grupo. De repente, como impulsado por un resorte, Emiliano se puso de pie y dijo:

—Buenas noches señores, nosotros nos vamos.

Tomando a su esposa del brazo, la sacó casi a la fuerza. Durante el trayecto, por unos minutos el silencio fue absoluto, hasta que finalmente Emiliano explotó:

—¡Como es posible que tú me hayas hecho esto, es una vergüenza decir que eras la amante del cura delante de toda la gente del pueblo. Yo no puedo creer que fueras tan cínica! 

—Por Dios, amor, estás equivocado, yo no dije eso. Te juro por lo que más quieras que yo te amo a ti y nunca jamás te he sido infiel. Créeme amor. Ustedes me han interpretado mal.

—¡Silencio! No digas nada más. ¿Crees que quienes estaban allí, no se dieron cuenta por la manera como lo dijiste, que tú eras la amante del cura? A estas horas deben estar regando el cuento por  todo el pueblo. Me has convertido en el hazmerreír de Sabanilla. Nunca me vuelvas a hablar, aléjate de mi vida porque eso que me hiciste no tiene perdón. Me has sido infiel.

Por el resto del viaje solo se escuchó el llanto de Andrea. Al llegar a casa, Emiliano se fue a dormir a otra alcoba, dejando a su esposa en un mar de lágrimas y confundida. En el fondo de su alma, sabía que era inocente, sin embargo al recordar las misivas se sentía culpable de haberse prestado para un juego peligroso que la hacía aparecer culpable. Amaba a Emiliano y, sin embargo, sin darse cuenta se había dejado seducir por unas palabras amorosas escritas por una persona con quién nunca tuvo contacto físico, que lograron despertarle sentimientos desconocidos que le habían enseñado una nueva manera de amar.

Al día siguiente, aunque era domingo, Emiliano se fue temprano de la casa. Al regresar bien entrada la noche, encontró la puerta abierta de par en par y la casa a oscuras. Prendió las luces y por unos minutos permaneció silencioso sentado en una de las sillas de la sala. Al no escuchar ruido alguno, cautelosamente se dirigió a la alcoba matrimonial y se preocupó al ver que Andrea no estaba allí. La buscó por toda la casa sin resultado, luego fue a la terraza, tampoco había señales de ella. Miró el reloj, eran las diez de la noche. Un sentimiento de angustia empezó a inquietarlo y llamó al alcalde diciéndole que Andrea no estaba en la casa, que por favor la buscara en el club o en alguna de las casas de los amigos.

Una hora más tarde el alcalde llegó con un grupo de amigos y policías y le dijo que nadie en el pueblo sabía de ella o de su paradero. Recomendó una búsqueda por los alrededores, quizás habría tenido un accidente y estaba en algún sitio a la intemperie. Se dividieron en tres grupos y se alejaron en direcciones diferentes. A las tres de la mañana suspendieron la tarea y regresaron cansados y ateridos del frío a la casa. Como pudieron, se acomodaron a dormir un poco y temprano en la mañana reiniciaron la búsqueda.

Interrogaron a todos los vecinos, recorrieron los bosques sin ningún resultado. Después de cinco horas de agotadora jornada por todos los alrededores, el alcalde y Emiliano se sentaron en una roca al lado de la carretera a descansar. Estaban en esas cuando vieron pasar a Yolima Andrade, una campesina bonachona y bondadosa que vivía en una pequeña finca en las proximidades. Emiliano la conocía muy bien porque había sido una de sus primeras pacientes en el hospital, a quién había operado de una fractura en la pelvis a consecuencia de una caída. 

—Yolimita querida, ¿por casualidad usted no ha visto a Andrea por estos andurriales? -Le preguntó.

—¡Ay doctorcito!, sí, como le parece que yo la vi ayer pasar por mi casa. Iba muy acongojada y llorosa. La pobrecita subió por esa trocha que su merced ve allá arriba de mis cultivos. Siguió por ahí mismito hasta la loma donde están los acantilados y como le parece que aunque estuve todo el día limpiando las malezas yo no la vi regresar.

Emiliano y el alcalde hicieron el empinado camino hasta los acantilados. Cuando la buscaban sin ningún resultado por el borde de las rocas que se precipitaban al mar, Emiliano se encontró un pequeño cofrecito. Al abrirlo, vio cinco sobres dirigidos a Andrea en la conocida caligrafía del cura párroco.     

 

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