Ese martes por la tarde, a la salida del trabajo, Alejandro había decidido dar una vuelta por la ciudad, en busca de un restaurante para comer algo. Su esposa e hijos pasaban dos semanas de vacaciones en la finca y, debido a su trabajo, sólo podía acompañarlos durante el fin de semana.

 Después de una buena cena y tres vinos, se encaminó para la casa. Ya había obscurecido cuando pasaba por la calle del Trapecio. De repente, su carro, sin anuncio previo, hizo un ruido agónico y se varó. Quedó muerto en la mitad de la vía, inmediatamente, una tempestad de pitos e improperios cayeron sobre él. Renegando se bajó y le gritó al más próximo de los impacientes conductores:

 —¿Se puede esperar un momento compañero que yo cuadre este tiesto, o no?

 —¡Muévalo rápido que está parando el tráfico hermanito!

 Subió al carro, puso la palanca de cambios en neutro y luego se bajó, con la puerta abierta empezó a empujar tratando de aproximarlo al andén.

 Los pitos de los otros vehículos se intensificaron y algunos  de los conductores empezaron a gritar, de manera tal que sin pensarlo dos veces Alejandro se paró azarado y furioso en la mitad de la calle con los brazos en jarra y les gritó:

 —¡Si tienen mucho afán ¿por qué no pasan por encima? O mejor, se bajan y me ayudan  a parquearlo!

 Sin saber de dónde, apareció una atractiva chica y ayudándolo a empujar el carro, entre los dos lo cuadraron para que no entorpeciera la vía.

 Alejandro se dirigió hacia los otros conductores y, haciendo una venia, extendiendo la mano les indicó que la vía estaba libre y les gritó con gusto:

 —¡Sigan caballeros que las putas que los parieron los están esperando!

 Miró a la chica sonriendo y le dijo:

 —Perdóneme la vulgaridad señorita, pero se lo merecían por acosones. Muchas gracias por su ayuda.

 —¿Me invitas a un refresco? —le contestó ella. Sin esperar respuesta añadió:

 —Te espero allí, en el bar de la esquina, “el Tíbiri-Tábara” –y se alejó caminando como solo las mujeres de Cali saben hacerlo. Moviendo el cuerpo con un ritmo cadencioso, sensual, como una palmera acariciada por la brisa que llega del lejano mar.

 Mirando hacia la esquina, Alejandro se quedo intrigado de ver que, efectivamente, allí estaba en esa esquina el bar que la chica le había dicho “Bar Tíbiri-Tábara” y pensó: “No puede ser. Este bar desapareció hace muchos años. Esto está bien raro. A este sitio los muchachos veníamos hace más de treinta o cuarenta años cuando nos íbamos donde las ‘muchachas  alegres’. Allí fue que aprendimos a bailar al ritmo de la Sonora Matancera, con el jefe Daniel Santos, Celia Cruz, Carlos Argentino Torres, Bienvenido Granda y tantos otros cantantes que se quedaron dentro de nosotros para siempre. Pero si yo no estoy equivocado, cuando cerraron la zona de tolerancia, todo esto fue demolido y convertido en una nueva zona residencial. Y aquí tengo a treinta metros el mismo caserón del “Tíbiri-Tábara” con las mismas luces azules y rojas titilando alrededor de su nombre que nos atraía como a las polillas”.

 Caminó despacio, mientras su memoria le traía nombres, la flaca Emilia, Erótica, Cartagenera, Venus, Olga la Rusa, Rosa la curvilínea, Débora la Devoradora, y especialmente una chica de la que se había enamorado perdidamente, Mariposita. Le decían así porque tenía una mariposa azul tatuada en la nalga derecha. En sus locuras juveniles se creyó profundamente enamorado de ella y se había propuesto sacarla de la vida alegre para que se casaran, siendo enfáticamente rechazado por Mariposita quien le dijo que ella seguiría hasta el final de sus días en su papel de redentora de los hombres sedientos de amor.

Entró al bar; la música sonaba como en los viejos tiempos, Mompoxina, cantada por Nelson Pinedo y la Sonora Matancera se escuchaba en la radiola, las luces multicolores y a medio tono, alumbraban la pista de baile donde cinco o seis parejas danzaban.  El resto del bar donde había mesas y sillas estaba a media luz; el humo de los cigarrillos, en fin, todo el ambiente se encontraba tal como Alejandro lo recordaba cuando era un adolescente aprendiendo las artes del amor y sus primeras borracheras.

 Al fondo, sentada en una butaca estaba la chica que le había ayudado a cuadrar el carro. Se dirigió a ella y le dijo:

 —¿Qué quieres tomar, belleza?

 —Dame un ron con cocacola.

 —Primero dime ¿como te llamas?

 —¿Como quieres llamarme? -puedo ser Afrodita o Mariposita esta noche para ti. Afrodita la diosa del amor, Mariposita la reina del Tíbiri-Tábara, pero no te preocupes los nombres no importan mucho en este sitio, por eso no te he preguntado quién eres tú.

 Él la miró sorprendido, hacía unos minutos se había acordado de los viejos tiempos y de una Mariposita en forma particular. Sin decir nada, la miró de pies a cabeza, trató de relacionarla con la de sus recuerdos, era una chica bastante atractiva, bien vestida, un poco delgada para su gusto, pero no lograba recordar bien las facciones de la chica de su pasado para compararlas. Tantos años habían hecho mella en su memoria.

 Ordenó unos tragos y luego otros y otros. En su mente, seguía buscando a la Mariposita de su pasado, mientras miraba perplejo a la Mariposita del presente.

 —¿Cuántos años tienes? –le preguntó.

 —Los que tú quieras que tenga.

 —No, en serio, dime cuántos años tienes.

 —Más de los que te imaginas; quizás demasiados para tu gusto.       

 —Mira, yo soy un viejo de cincuenta y cinco años, no te burles de mí.

 Ella lo miró a los ojos y arrimando su  rostro al de él, con un susurro acariciante, le dijo:

 —Yo tengo los años que tú tenías cuando me tuviste. Pero de todas maneras te ves muy bien para cincuenta y cinco.

 Alejandro no supo si fue esa inesperada e intrigante respuesta o los tragos, pero se sintió mareado.

 De la radiola salió la inigualable voz de Alberto Beltrán acompañado por la Sonora Matancera. La música invadió suavemente todo el recinto y las notas de un viejo bolero “Aquel Diecinueve” le trajeron recuerdos que vivían en su alma desde la juventud. Sintió con desespero que quería bailar y se llevó a Mariposita casi arrastrada a la pista. Se acoplaron mejilla con mejilla y se dejaron llevar por la música y la voz.

 Cuando terminó la pieza, siguieron bailando solos en la pista sin música, mientras se besaban apasionadamente. Alejandro sobresaltándose y avergonzado soltó a su pareja y caminó  apresuradamente hacia su butaca. Ella lo siguió.

 —Perdóname, pero no se qué me pasó. Deben ser los tragos.

 —¿No crees que es mejor que nos vamos para la alcoba? -le preguntó ella tomándolo de la mano.

 —No, yo no creo que sea correcto. Apenas nos conocemos y de todas maneras yo soy un hombre casado.

 —Y qué importa que seas casado. ¿Eres un hombre fiel, o tienes miedo? Ven conmigo y esta noche vas a recordar lo que es el amor sin compromiso, el amor sin barreras ni prejuicios. Tranquilo, déjate llevar por los caminos del placer. Olvídate por una noche del amor certificado.

 Alejandro la siguió dócilmente hasta la alcoba en el segundo piso. Las mismas alcobas que hacía muchísimos años él había visitado con frecuencia.

 Cuando entró, se quedó paralizado. Todo el pasado se le vino encima de golpe. Allí había estado él con Mariposita. La misma cama, los mismos muebles, la lámpara que impartía una luz tenue y fosforescente a la habitación, las mismas paredes con su papel de florecillas azules.

 —¿Quién eres tú? -preguntó inquisidor.

 —Ya te lo dije, soy Afrodita o  Mariposita y esta noche nunca la vas a olvidar. Ponte cómodo, mientras voy al baño. Desnúdate sin miedo.

Alejandro se sentó en la cama asombrado ante tanta coincidencia. Cuando ella salió del baño, seguía sentado alelado mirando el pasado que desfilaba ante sus ojos.

—Tonto, no te has desvestido. Entonces lo haré yo primero para darte confianza.

Lentamente Afrodita Mariposita llevó sus manos al cuello y desabotonó su vestido. Con un movimiento sinuoso lo dejó caer al piso. Lo que siguió fue un momento mágico, irreal, casi fantasmagórico. Como una mariposa que va saliendo de su crisálida en el momento que la naturaleza se lo ordena, así, de la misma manera la Mariposita del pasado surgió gloriosa de su vestimenta, preparada para la danza del amor.

Hermosa, imponente, suave, aterciopelada. Sus senos desafiantes, sus líneas armónicas, su monte de Venus cubierto por un tenue manto triangular de vellos púbicos, listo para el amor, toda ella bañada en una suave luz que le daba tonos azulados y resaltaba un cuerpo perfecto que no merecía el ultraje de tener que usar vestidos.

Lentamente dio la vuelta mostrando sin ningún pudor todo su esplendor. Alejandro dio un salto cuando le vio el tatuaje. Una mariposa azul brillaba en su nalga derecha, iluminada por la luz fosforescente de la lámpara.

—¿De dónde sacaste o copiaste ese tatuaje que tienes en la nalga? 

—No es un tatuaje, hombre, es la marca que llevamos las diosas del amor.

A partir de ese momento Alejandro se entregó por completo a la Mariposita del pasado o del presente. Cuántas veces hicieron el amor y cómo lo hicieron no tiene ahora importancia. Fue una noche de placer que nunca olvidaría. Finalmente completamente agotados, se quedaron dormidos.

Al despertar, Alejandro se sintió adolorido e incomodo. Se desperezó, abrió los ojos, miró el reloj, eran las siete y media de la mañana, miró hacia la izquierda y vio pasar los carros a su lado.

Pegó un salto. Despertó del todo y se vio dentro del carro. Estaba correctamente vestido, aunque su ropa se veía arrugada.

Se bajó y miró para el Tíbiri-Tábara. La vieja casona no estaba allí. El sol del trópico bañaba un edificio de apartamentos en la esquina.

Subió nuevamente, puso las llaves en la ignición, le dio la vuelta y el motor arrancó como si nunca se hubiera varado. Cuando bajó la visera para que el sol no le molestara, una tarjeta cayó de ella. Tenía el  dibujo de una mariposa azul.

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