Red de Literatura y Cine
Alfredo Conde
LXII Premio de Novela Ateneo Ciudad de Valladolid
Algaida Editores, Sevilla, 2016, 254 páginas
No cabe duda de que Alfredo Conde (Allariz, Ourense, 1945) es un narrador importante tanto en el sistema literario español como en el gallego. Su amplísima obra narrativa, escrita prácticamente toda en gallego, se halla traducida al español y en la mayoría de sus libros por el propio autor. Ha escrito piezas narrativas de indudable calidad como Xa vai o Griffon no vento (El Griffón, 1984), Premio Nacional de Literatura, Breixo (1981), Premio de la Crítica, Los otros días (Premio Nadal, 1991); la saga familiar de la familia Carou en sus idas y retornos en la emigración venezolana (Siempre me matan, 1995, O fácil que é matar, 1998), o ese paso importante en la construcción de la así llamada novela histórica gallega Azul cobalto. Historia posible del marqués de Sargadelos (2001). Su última novela, lleva por título El beato y fue ganadora de la 62ª edición del Premio de Novela Ateneo Ciudad de Valladolid, el segundo más longevo de la literatura española, y con una considerable dotación económica. La novela está a punto de aparecer en gallego, escrita igualmente por Alfredo Conde.
Sin nada pues que demostrar, tanto en una literatura como en la otra, Alfredo Conde novela en esta pieza, rotulada con un título muy sencillo varios planos -láminas las llama el autor- de la trayectoria, contaminada seguramente por la leyenda, de un personaje histórico que en la novela recibe el nombre de Fray Julián de Chaguazoso, pero que en realidad corresponde a un colonizador y fraile franciscano, el beato Sebastián de Aparicio Prado, natural de A Gudiña (Ourense), que el año 1533 llega a Nueva España por el puerto de Veracruz y se instala en Puebla. Analfabeto como era, se dedica a la agricultura, especialmente como ranchero. Adaptó los caminos mexicanos al carro gallego, abre vías de comunicación entre la ciudad de México y Zacatecas, negocios que le producen una notable prosperidad. Más tarde compra tierras, se hace hacendado en Azcapotzalco y Chapultec, donde se supone que originó o apoyó la fiesta del Día de los Muertos. Contraerá matrimonio por dos veces, con el infortunio de que sus esposas fallecen a los pocos meses. Viudo y sin hijos, decide hacerse fraile franciscano, pero antes de profesar, tendrá que probar su capacidad física actuando como donado (criado) en el convento de clarisas en México. Finalmente, y ya como fraile franciscano y con fama de santo, fallece en febrero de 1600. A instancias del rey Felipe III, fue beatificado en 1789. Tanto en su pueblo natal gallego como en Puebla de los Ángeles, donde se conserva su cuerpo momificado, está considerado patrón de los automóviles y transportes terrestres.
Este es el personaje real, cuya vida y aventuras, por medio de evocaciones, reconstruye Alfredo Conde, hilvanando una curiosa y atractiva historia, y empleando como hilo conductor la colección de láminas, un supuesto manuscrito olvidado en los bancos de una iglesia, de la autoría de Fray Tadeo de Aguadilla.
El beato no es una hagiografía, sino una ficción, una historia, se nos dice en un texto introductorio, y las historias son “como se cuentan y no como se piensan”, hayan sido o no reales. Sin embargo, El beato no carece de rigor histórico y es fruto de varios años de trabajo de documentación.
La narración se inicia con el relato de una epidemia de peste que, desde la lejana Colonia y a través del País Vasco, entra en las primeras aldeas gallegas y asola “la tierra de nación”, el mismo año del nacimiento del niño Julián, que es víctima del contagio bubónico. Abandonado en una “palleira” cercana a la casa familiar, una loba, un ángel, los brebajes de una meiga o el propio frío invernal le curan de la enfermedad. Labrador y pastor, trabajará como un cabrón. Y a una edad imprecisa, decide encaminar sus pasos hacia el Nuevo Mundo, tras huir de los reclamos de una rica viuda salmantina y otras mozas que se interponían en su vocación de célibe. Con lo puesto, inicia la aventura en el virreinato de la Nueva España, sembrando tierras a cambio de diezmos, fabricando herramientas de cultivo, levantando corrales para domesticar el ganado cimarrón, alimentando bien a los indios que trabajan a cambio de nada, o construyendo el primer carro mexicano, adaptación del gallego, que le generará una gran fortuna. Y civilizando a los feroces chichimecas.
Y así se encadena la historia de la vida del glosador de las estampas de Fray Tadeo de Aguadilla, un entramado de aventuras y acontecimientos en una tierra poblada por hidalgos venidos a menos, frailes deseosos de ganar el cielo a base del bautizo de indios, militares sedientos de gloria, tahúres y proxenetas. Todos ellos, el protagonista incluido, movidos por el egoísmo. Porque la ilusión de las Américas, como muestra Alfredo Conde, atrapó el corazón de miles de españoles que, como Julián, salían frecuentemente del puerto de Sanlúcar de Barrameda. Hombres dispuestos a ganarse la vida, a enriquecerse. Abundaron las intrigas y las luchas por el poder, actos disparatados tendentes a satisfacer codicias, traiciones, asesinatos. Alfredo Conde no libera a su personaje que se hace inmensamente rico, de estas humas servidumbres, ni tampoco del fornicio, como lo quieren presentar las láminas de su correligionario franciscano, ya que la india Axaycatl / Lubiana que le había sido regalada por su padre chimicheca, hace que se olvide de que su pene es un colgajo, debido a las lambetadas de la loba o a las mordidas de las ratas, pruebe el fruto prohibido y siembre la vida en su vientre. Un matrimonio con una niña “virtuosa”, una joven con ojos azules y corazón negro, que pronto fallecerá asfixiada, y otro con una mestiza, fallecida igualmente de forma prematura, incapaces las dos de vulnerar su castidad, cierran el ciclo de la vida secular de Julián, y abren la segunda parte en la orden franciscana, profesando como hermano lego porque sigue siendo analfabeto.
En El beato Alfredo Conde reproduce algunos rasgos estructurales de sus escritura de ficción: una arquitectura binaria, mediante la que inventa recuerdos, enfrentados con el relato objetivo de la realidad. Es decir, inyecta abundante ficción en los contextos históricos. Y no lo oculta: en más de una ocasión alude el autor por boca de su protagonista a esa vulneración de la historia (“Pero ya advertí que si el dibujante hace conmigo lo que quiere, yo hago lo mismo con la Historia”, nota 12, página 97). Es su obligación como novelista. Pero por eso mismo, no es esta una novela histórica. En puridad no existen novelas históricas. Y apelo, una vez más, al dictum de Álvaro Pombo: la ficción es un marcador semántico que trastorna todo lo que toca, convirtiéndolo en ficción. Pero El beato explica, ilustra bellamente la historia. Y ese es su gran mérito.
Por esa misma razón, la novela es una gran historia que alberga en su interior otras muchas historias, como las del carpintero-ebanista alaricano Aser Seara que ayuda a Julián a construir carros, la del vidriero al que vence y perdona, la de la relación amorosa con la dulce chichimeca, la presencia y avatares de Hernán Cortés, reivindicado en la novela, las de los casamientos del protagonista…
La voz narrativa es la del mismo beato que glosa los dibujos del promotor de su beatificación, y lo hace desde el presente actual. Tan actual que incluso hace acto de presencia el fundador de los legionarios de Cristo. Novela intensamente gallega, a pesar de su desarrollo en su mayor parte en territorios transoceánicos, con la presencia de meigas, bruxas, la Santa Compaña, la santa Estadea do Mar, la matanza del cerdo, el salto de las nueve olas, la pérdida de la lengua, la libre sexualidad (la fornicación para los gallegos no era pecado), el paganismo gallego, la castración y doma del reino de Galicia, la referencia a las visitas del Santo Oficio, para mitigar el ejercicio de la fornicación y, de paso controlar los libros erasmistas y luteranos. Por eso mismo, se puede hablar de una cierta intertextualidad de esta novela con El Grifón.
Me atrevo a afirmar finalmente que El beato es la novela más irónica y sarcástica de Alfredo Conde. He aquí una muestra de esa tonalidad “retranqueira”, un plus añadido para una lectura no solo instructiva, sino también amena: “…ejercitándose en una costumbre que todavía se mantiene hoy en España: la de peritos en todo y trabajadores en nada” (página 76)
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“En alguna ocasión en la que el visitador del santo Oficio me interrogó al respecto, debí de poner la cara que el padre Tadeo me atribuye en el dibujo, imagino incluso que con aura, porque le respondí sin mentir candor alguno:
-Todavía soy virgen, reverendo padre.
Es inútil insistir en que nunca me creyeron. Ya acabo de advertir que nuestro clero predicaba entonces, habría de seguir haciéndolo aún durante años y más años, que cuando un hombre libre y una mujer libre, libremente yacen juntos, no hay ofensa, y si no hay ofensa, no hay daño y al no haber daño, no hay mal, y al no haber mal, no hay pecado. La coyunda no lo era, en resumen, y pueblo que fornica con tranquilidad y sosiego, también con la debida habilidad, permanece sereno y confiado, siempre y cuando no le falte el alimento que permita a sus cuerpos seguir haciéndolo con la naturalidad que la vida reclama para el ejercicio de tan higiénica gimnasia. Así éramos nosotros. Quizá aún sigamos siéndolo.”
…..
“A veces los dioses tenemos ciertas prerrogativas. Yo era capaz de domesticar caballos, aquellos animales que, montados por gentes como yo, ellos habían creído uno solo y tendiendo a lo divino. Yo había venido por mar a bordo de una fortaleza que flotaba. Además, podía vestirme de azul en cualquier momento. Yo era un dios. Caprichoso y cruel, altivo y veleidoso como son todos los dioses.
-Es mejor cavar que follar sin ganas -le había oído decir a mi padre, allá en Chaguazoso, durante una niñez que entonces ya no estaba seguro de que la hubiese vivido.
Quizá lo dije intencionadamente, con ánimo de compensarme de la pérdida, para advertirme que, pese a todo, en la vida hay otras realidades igualmente placenteras. Sin embargo, yo no lo pensaba así. Estaba convencido de que, al hablarme de ese modo, mi padre, al tiempo que se consolaba él, me recriminaba a mí la pérdida recordándome, con constancia que yo entendía digna de mejor causa, la amputación durante mi exilio de la casa familiar. Con ella, la imposibilidad de darle descendencia.
¿Cómo explicarle ahora a Lubiana que mi pene era poco más que un muñón renegrido y lleno de costurones?”
…..
“De aquel pecado de amor que quedó narrado creo que al final de la lámina décimo novena, (¿lo recuerdan? Yo todavía lo hago) nació una niña a la que pusimos por nombre Acicatli, es decir, Gota de Rocío, tan pequeñita era, tan diáfana y se diría que blanca. Fue la única descendencia que tuve. Fue hermosa no desde que nació, sino desde que su madre se encaramó sobre mí buscándola oculta en mis regiones más inaccesibles. ¿Les contaré a ustedes cómo sucedió? No creo que lo necesiten.
Aciclati abrió los ojos enseguida, se diría que nació con ellos abiertos, y sonrió por primera vez a los pocos días de haber visto la luz. Luego lo hizo a menudo, como si parpadease ante el descubrimiento de la vida que iba penetrando en su cuerpo, poco a poco, según iban despertando los sentidos. Su voz amansaba a los animales, conminaba a las fieras al silencio, convocaba a los pájaros al gorjeo y conseguía que cualquiera que permaneciese a su lado se sintiese inclinado al bien. No a la bondad, al bien que es cosa muy distinta y de difícil fingimiento.”
(Alfredo Conde El beato, páginas 36-37, 130, 177-178)
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FELICIDADES por esa Novela
´EXITO se le desea
Saludos
Ignacio
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