EL SEXO COMO ASIDERO FRENTE AL HORROR Y A LA MUERTE

Los amantes bajo el Danubio

Federico Andahazi

Editorial Seix Barral, Barcelona, 2016, 330 páginas

 

   Con base en hechos reales, el rastro de la historia del abuelo que escondió en el sótano de su atelier de pintor a su primera esposa judía junto con el marido de esta, con quien le había engañado antes del divorcio, el prolífico escritor argentino Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963) publica en Seix Barral Los amantes bajo el Danubio, una intensa historia llena de registros sentimentales y de estrategias para resistir al nazismo por medio de actos humanitarios, aunque alguno de los personajes de la novela, el amante/marido de su ex esposa los perciba como una venganza.

   Federico Andahazi construye una novela apoyándose en oposiciones y también en lugares comunes: amor-odio, víctimas-victimarios, maridos-amantes, arriba (la casa)-abajo (el sótano), porque el autor no desdeña ciertos elementos de la dramaturgia griega, ni tampoco de la shakesperiana, situado la trama de la novela en uno de los períodos más espantosos de la historia de la humanidad.

   En efecto, Federico Andahazi traslada la acción a Budapest ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Y en la capital húngara reconstruye, desde la ficción, la historia familiar: una agitada y borrascosa historia de amor y desamor -y sobre todo, de altruismo- de dos parejas durante la ocupación de la ciudad por las tropas nazis. Es la historia del abuelo, Bora en la novela, pintor y ex embajador de Hungría en Turquía, que salvó a un elevado número de judíos, entre ellos a su ex esposa Hanna y a su marido Andris, con quien le había traicionado mientras aún estaban casados. El autor reconstruye con fidelidad la Budapest ocupada por los nazis, así como el clima de terror y miedo en los que se halla sumergida la capital húngara. No obstante, el protagonismo de la novela no se sitúa en lo que ocurre fuera, a pesar de los abusos de los ocupantes, sino en los acontecimientos que tienen lugar de paredes adentro de la casa de Bora: el dolor que genera una vieja herida de amor/desamor. En el contexto de una terrible guerra, Federico Andahazi le concede un inmenso y perturbador protagonismo a la guerra interna que se libra entre las cuatro personas involucradas.

   El escritor sitúa el inicio de la ficción en el año 1944. El marco espacial, como ya quedó apuntado, la capital húngara ocupada por la tenaza nazi. Bora y la judía Hanna se han divorciado hace años. Ahora viajan sin mirarse, sin dirigirse la palabra. El Mercedes de Bora se dirige a su mansión y, en el subsuelo de su taller de pintor, esconde a su ex mujer y a su actual marido. Bora pagaba de este modo la traición con altruismo. Y allí en el sótano, sin siquiera abrir los ojos, permanece la pareja como siameses, como cadáveres en vigilia. La novela reconstruye los largos días y meses de encierro, que no se distinguen de las noches; los peligros por las frecuentes visitas del mayor alemán Rodrich Müller que alteran a Andris y que obligan a que Hanna se abalance sobre su marido y le arrebate el miedo y la indignación  con sexo amoroso y frenético. Será el sexo apasionado de los “prisioneros” del subsuelo la forma de escapar de la ocupación y de la muerte. Ellos, Hanna y Andris se aferraban al placer de los cuerpos como la última tabla de salvación. El sexo, siempre iniciado por Hanna, les permite soportar la presencia del verdugo a escasos centímetros de sus cuerpos.

   Reconstruye Federico Andahazi la historia de las relaciones sentimentales de las dos parejas, con especial énfasis en la de Bora y Marga, en la que el roce y el hechizo de los cuerpos juveniles juega un importante papel en los efluvios de la adolescencia. Sin embargo, con una bala alojada en su cráneo, recuerdo imborrable de la Primera Gran Guerra, Bora Persay no se casará con Marga, sino con la judía Hanna, pese a la oposición de ambas familias.

   En la novela se va entreviendo poco a poco el clima de odio hacia la “secta insidiosa de los judíos”, capaz de fracturar incluso los lazos familiares, lo que hizo que los hijos de Abrahán se reagrupasen. Es así como Hanna reencuentra en Andris, el amigo de la infancia, los elementos perdidos de su propia biografía. Pero también fue así como el edificio conyugal de Bora y Hanna se cimbró desde lo más profundo.

   Con una lógica fácil de entender dada la nacionalidad del autor, y el hecho de que Argentina fue destino de supervivientes del Holocausto  y de huidos, muchos de ellos criminales, tras la Segunda Guerra Mundial, la acción se traslada en el desenlace al país austral. Y allí tiene lugar una resolución de la diégesis novelesca, desde mi punto de vista, poco creíble, aunque propicia a la lágrima fácil. Es ese el “debe” de la novela que oscila entre momentos y secuencias intensamente humanas y épicas y otras poco verosímiles, como el recurso artificial de intercambio de esposas por un día y una noche que urden  los de “arriba” para conocer el porqué de la traición de Hanna. O la fecundidad milagrosamente recobrada por Marga en Argentina. Todo ello teñido con  una tonalidad sentimental que empaña los actos de altruismo, heroísmo, resistencia moral, historias tormentosas de amor y también de desamor en épocas turbulentas.

   Estructuralmente la novela alterna capítulos y secuencias dedicados a los de “arriba”, con otros en los que se relata el encierro de Hanna y Andris “abajo”, en el sótano del atelier de Bora. Con acuidad emplea el autor frecuentes saltos en el tiempo entre el pasado y el presente. Un lenguaje esmerado, a veces explosivo, no dificulta la lectura. Destaco finalmente el importantísimo papel que en la novela tienen las mujeres. Ellas son la personificación de la sensatez en tiempos bélicos muy peligrosos. Así como la función vinculante del sexo, un asidero a la vida cuando lo único que rodea a los protagonistas es la devastación y la muerte.

 

Francisco Martínez Bouzas

Brújulas y Espirales

 

Fragmentos

 

“Había pasado mucho agua bajo el puente desde los tormentosos acontecimientos que precipitaron el divorcio. Durante los últimos diez años Hanna y Bora levantaron un muro con la piedra del silencio y la argamasa del rencor. No habían vuelto a verse desde el día en que salieron de los tribunales, cada uno por su lado, con la sentencia del juez bajo el brazo. Sin embargo, después de tanto tiempo de fingida indiferencia, una vez más, Hanna y Bora volvían a cruzar juntos el viejo Puente de las Cadenas que unía Buda con Pest.

En el pasado, durante los días felices, todos los domingos al atardecer emprendían el largo regreso desde la casa de campo hacia la ciudad. Tibor el chofer de la familia, conducía en silencio el Mercedes azul como el Danubio. En aquellas épocas lejanas, el matrimonio iba plácidamente recostado en el asiento trasero, aislado por el vidrio que dividía la cabina. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de él. El pelo de Hanna se precipitaba como un torrente de cobre sobre la solapa del traje de Bora. Rodeada por el brazo protector de su esposo, la mujer canturreaba una canción mientras al otro lado del puente surgían las cúpulas del Bastión de los Pescadores recortadas contra el cielo rojizo del crepúsculo.”

 

…..

 

“En el preciso momento en que Andris iba a gritar, Hanna tapó su boca con la suya y lo besó. Lo besó con amor, con lujuria, con desesperación, con ternura, con entrega, con emoción, con alegría y con un enorme deseo de besarlo. Recorrió con su lengua los labios de Andris desde una comisura a la otra. Apretó su cuerpo contra el de él. En silencio, como en una danza, lo llevó hasta el suelo y, en posición horizontal, Hanna atrapó las caderas de su marido entre sus muslos. Tenían que silenciar los gemidos y los estertores. Hanna desnudó sus pechos y frotó los pezones dilatados, crispados y rojos sobre la boca de su esposo. Con el índice, Hanna escribió en la frente de Andris «te amo». El hombre, horizontal como estaba, se sacudió en un llanto hecho de emoción y deseo. Era la vida que reclamaba la supremacía sobre la muerte. Era el amor en estado puro. Cuánto se querían. No merecían morir ellos  ni el amor que se profesaban (…) Hanna, ardiendo de placer, recorrió con la palma de la mano el abdomen tenso y magro de Andris, desajustó el cinturón cuidando de no hacer ruido con la hebilla y luego su boca siguió la huella que había indicado su mano. De pronto, los conceptos arriba y abajo, cielo e infierno, se invirtieron. Mientras Hanna y Andris se elevaban, Bora debía soportar la ingrata compañía del mayor Müller mientras velaba por el encuentro de aquellos amantes bajo el Danubio.”

 

…..

 

“Todos los jueves a las diez de la mañana se repetía la misma escena sin variaciones. Hanna salía, el corría hasta el auto, se vestía con la ropa de Tibor y la esperaba en la puerta del edificio donde Andris tenía sus oficinas. Dentro del auto, al otro lado del vidrio, Bora miraba una y otra vez las dos breves escenas de la misma función teatral: la entrada y la salida de Hanna una hora y media después. El resto de la obra se lo tenía que imaginar. Bajo la librea de chofer, Bora revolvía la herida como si en algún punto disfrutara de ese dolor.

¿Hasta dónde  quería llegar? ¿Qué otra prueba le hacía falta? ¿Qué más debía saber ¿Qué detalles era necesario conocer? El engaño estaba consumado desde el momento en que Hanna, su mejor amiga, su esposa, la niña que había conocido en los jardines del Hotel Gellért, le mintió. ¿Para qué dejar que el puñal entrara más hondo cada día? Conocía la naturaleza humana. Había estado en la guerra. Tenía una bala en la cabeza. Vio morir a sus compañeros. Había matado. ¿Qué podía ser peor que lo que le había tocado vivir en el frente de batalla?”

 

(Federico Andahazi, Los amantes bajo el Danubio, páginas 9-10, 92-93, 177)

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Comentario por juan ignacio arias anaya el julio 21, 2016 a las 2:57pm

Una magnífica novela

Saludos

Ignacio

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