El secuestro.-  

 Por: José Ignacio Velasco Montes     

 1.-

          Erase que se era, que se era erase. En algún lugar, perdido en un bosque sombrío, solitario, tenebroso, ominoso y peligroso, vivía un anciano de luengos cabellos blancos en juego con su alba barba, sus ojos glaucos por la indulta de haber vivido y disfrutado una larga y feliz vida lejos de un mundo que nunca le atrajo y del que huyó al terminar sus estudios secundarios para buscar una vida que, si no la deseaba monacal en extenso sentido, sí la quería en el aspecto y dedicación del retiro y la meditación en y sobre la naturaleza que, desde niño, le había encantado cuando en los parques, lejos de otros niños, jugaba con los insectos, escarabajos, mariquitas, saltamontes y les llevaba pan a los patos, a los pavos reales y a todo lo que tuviese vida animada y le dejara acercarse. En ocasiones hizo amigos entre las ardillas, los gorriones, los mirlos, y una larga cadena de aves, a todos los cuales, y robados en la despensa de su madre, entregaba manjares que todos ellos le agradecían.

          A la sazón su existencia transcurría plácidamente. Estaba rodeado de varios rebaños de ganado menor que pastaban en libertad y acudían prestamente cuando las notas musicales de su silbido eran lanzadas al éter y se difundían en un eco que rebotaba en los añosos troncos de los grandes árboles del entorno, sin necesidad de que los perros intervengan para traerlos.

          Cada jornada, tras un largo paseo y cavar en la huerta removiendo el mantillo acumulado sobre la generosa tierra por generaciones de hojas y ramas secas, regresaba a su cabaña de bloques calizos y lanchas de pizarra que le aíslan  del inexistente ruido, del aire y el frío de los rigurosos inviernos en los que, en su chimenea de piedra quema ramas caídas, hojarasca, monte bajo seco y todo aquello que pudiera arder sin peligro para el entorno, mientras sus varios perros, tendidos a sus pies dormitan con un ojo abierto con el que no le pierden de vista y, no muy lejos, todo el ganado reposa sin querer aprovecharse del exceso de temperatura que supone el interior de la casa a causa de su pelambre.

Ya en la chozuela, deja transcurrir el día revisando y ordenando su media colección de sellos mientras sueña que, algún día, podrá poseer el resto. Una fracción que sabe, intuye, que nunca llegará a su poder. Una parte que ya no es lo que fue. Fue disgregada, separada y los cuadraditos de papel de borde dentado, sujetos por charnelas engomadas, duermen ya en otros álbumes, en otras casas, separados después de estar juntos durante décadas por obra de su padre y separados por sus hermanos.

La suya es una vida ordenada, tranquila, plácida y sin altibajos. Es lo normal pues vive lejos del mundanal rugido de los egoísmos, de las pasiones, de la familia y de los aparentes olvidos sobre la realidad de algunos. Alejado de los robos incontrolados, de los expolios y de las artimañas de algunos miembros de su familia, él vive feliz.  

Y el tiempo pasa, sin prisas, al igual que el agua del arroyuelo cercano, del que beben todos: él y los demás y lo hacen cada día un agua que discurre sin prisas entre cantos rodados, raíces de juncos, mimbres y también  formando  parte de la vida de peces y galápagos.

 

2.-

Cuando escuchó el ruido de un motor, elevó la cabeza en un gesto de sorpresa profunda y salió al exterior para contemplar la sorprendente llegada de un vehículo de gran tamaño. Entre la espesura, avanzando lentamente, sorteando los macizos de las jaras y evitando las ramas caídas de los árboles, un furgón de MRW le sorprendió con el desagradable rugido del tableteo de su pestoso motor de gasoil.

Lo observó acercarse hasta que frenó bruscamente ante la puerta. Era un “deja vu”, algo ya visto, ya vivido, que le recordaba una situación que se repetía después de muchos años cuando le trajeron sus cosas.

Bajando el cristal, alguien desde el interior le espetó:

– ¿Es la finca “La Cuantiosa”? 

          Hizo un gesto afirmativo. Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie, que la voz se resistía a salir de forma espontánea, como si un nudo agarrotara sus cuerdas vocales negándose a vibrar.

–¿Es usted el señor…? –hizo un alto mientras miraba la carta que tenía en la mano.

–Don Tacañón de Tela?  –Expresó para evitar dudas.

          Carraspeando consiguió que la voz saliera de su desentrenada garganta, en un gemido sin entonación, en un silbido siseante, en una ronca e inarticulada cantinela, más que en una modulación decorosa.

          –Firme aquí, le traigo una carta.

          La recogió con sorpresa e hizo un garabato sobre una hoja llena de cuadraditos y manchas de tinta, sobre las que campea el logo de la empresa de transportes. La furgoneta se aleja inundando el bosque de ruido y nubes azules del pestilente humo con olor a azufre del gasoil que escapa de la trasera del camión y lanzando un rugido que se multiplica entre los árboles.

          Tacañón contempla el sobre que tiene en la mano sin atreverse a abrirlo. ¿Qué puede ser? Hace tanto tiempo que nadie le envia algo. Lo deja sobre la mesa con un gesto de sorpresa, como si le quemara los dedos, casi con miedo. ¿De quién puede ser?

          Durante un rato, inquieto, nervioso, dubitativo, lo contempla desde lejos. No se atreve a abrirlo. Las noticias del mundo exterior nunca traen nada bueno. El egoísmo ajeno siempre le ha perseguido y asustado.

          Siempre, es la experiencia de toda su vida, es mejor matar al mensajero que recibir el correo. Finalmente, sus dedos rasgan el sobre y una escueta misiva queda marcada de forma manifiesta sobresaliendo como una procesión de hormigas sobre un albo trozo de papel.

          Queda mirando indeciso, con un manifiesto miedo, no al papel que le mira fijo como un ojo huero y blanco, sino a su contenido.

          Durante unos instantes lee y relee la misiva. Es una petición de auxilio. Breve, concisa, mínima: uno de sus hermanos menores le indica que necesitaba su ayuda.

          “He sido secuestrado por la banda de “Los golfos apandadores”. Necesito que pagues una parte de mi rescate, si no, no podré hacer nada de nada, no podré moverme, se trate de lo que se trate. ¡Ayúdame”!

          Durante un rato contempla el papel en silencio mientras piensa en su mitad de sellos que le faltan. Es evidente que tendrá que hacer algo. Silba y sus ovejas y cabras acuden de inmediato y quedan en su derredor contemplándole en silencio. Llevan tantos lustros juntos, generación tras generación, que existe una mutua empatía entre todos ellos. Al cabo, les habla, consciente que le entienden.

          –Tenemos que ir al pueblo para venderos a algunos de vosotros. Necesito enviar ayuda a un hermano menor, que remedio, al que no veo hace luengos años. Pero él me necesita. ¿Comprendéis?   

          Y todos los animales asienten con la cabeza en un gesto de aceptación ante lo irremisible. Y, sin más órdenes, los animales se encaminan, formando una cerrada comitiva, en dirección al pueblo.

          Durante horas caminan por el bosque hasta llegar a la aldea. En breve tiempo permuta algunos de los animales y el importe recibido sale desde la estafeta de correos en dirección a la gran ciudad. Hablando solo, con voz queda, les comenta sus disgustados compañeros y amigos.

          --Eso liberará a mi pobre hermano secuestrado y quedará listo para hacer otras cosas si así lo desea, aunque nunca mereció mi ayuda.

          Con el resto del rebaño, que echan de menos a los compañeros que quedaron en la aldea, regresan a la cabaña y él vuelve a la plácida vida de paseos, ordeñar a las cabras y ovejas, ordenar los sellos de su colección una vez más y cavar en el huerto para recoger unas pocas legumbres, unas escasas cucurbitáceas y las zanahorias que tanto le gustan y que comparte con el ganado y las cariñosas ardillas que cada día acuden a comer en su mano.

          Y de nuevo deja pasar el tiempo: y éste transita, lánguido, lento y largo sin dejar huellas, salvo pronunciar las arrugas que no tapa su luenga y canosa barba.

 

3.-  

Cuando de nuevo, mucho tiempo después, el sonido del tableteo del motor de gasoil suena rompiendo el silencioso siseo del aire entre las ramas de los árboles, sabe que algo reciente ha pasado. Otra vez noticias.

–Pero… –se dice hablando quedo consigo mismo–. ¿Qué puede ser esta vez?

          La escena, ya perdida en el recuerdo, se repite de nuevo. Todo es igual, excepto el conductor del camión que se le muestra diferente. Recibe la carta, hace un garabato y el trepidante vehículo se aleja dejando ruido y una nube de pestilente humo azul.      

          Otra vez contempla el sobre y lo deja sobre la mesa. Durante una larga pausa lo observa con asco  desde lejos. Finalmente, a media tarde, decide  abrirlo. La nota esta vez es escueta, breve y ominosa en su minucia. Una misiva concisa que apenas deja huella de su presencia sobre un papel demasiado grande.

          Mira el texto una y otra vez. No da crédito a lo que lee. La vida es cruel, la vida es una putada, se repite en una iteración de pensamientos redundantes. ¡Qué cosas, Señor! ¡Qué cosas tiene la vida!

          Y lee una vez más aquello que le informan de forma despiadada y fría.

          “Le comunicamos que sus dos hermanos menores han muerto”.

          Y nota que una raquítica perla de lágrima se desliza por su mejilla hasta desprenderse y caer al suelo en el que es absorbida por la sedienta tierra.

          Aliviado, sale a pasear por el bosque. Cercanos, tratando de consolarle, los rebaños le siguen. Las ardillas bajan de los árboles y por un rato permanecen sobre sus hombros. Las mariposas revoloteaban en su entorno. Varios lobos, como es habitual, vienen a charlar con él. La noticia, llevada por el viento que por una vez recordará, pues sabe que el viento nunca recuerda lo que escuchó el día anterior, se ha difundido en una telepatía que hasta las hojas de los árboles captan y se agitan a su paso. Todos sienten la pena. Todos quieren consolarle. Es un día triste, amargo, ominoso en su trasfondo.

          Al final de la tarde regresa a la cabaña. Se siente liberado, libre, sin los casi olvidados rencores y recuerdos: un verdadero hombre recién estrenado para sí mismo.

           Desperezándose, en un ampuloso gesto con los brazos alzados, lanza un grito estentóreo que se escucha en todo el bosque y que éste repite en un eco múltiple de árbol en árbol, de colina en colina,  por toda la espesura.

          Después, lentamente, articulando cada palabra con precisión, expresa al viento, a las estrellas que acababan de ser encendidas, a los pájaros que inician el sueño, a las ardillas que roen sus frutos secos y cascan las nueces, a los árboles que gimen y se inclinan bajo el leve impulso de la brisa nocturna, a los juncos que crecen en el cercano arroyuelo, a las piedras del suelo, a la luna que apenas se muestra en lontananza, a las ranas que asomadas en el agua croan y al sol que, aunque desaparecido, aún deja ver sus zagueras, tenues y purpúreas líneas de luz rojo-violáceas que agonizan en el horizonte, deja escapar en un nuevo y potente  grito,  su postrero  y aliviador pensamiento del momento:

                          “Mañana será otro día y a buenos entendedores con un cuento basta”.

F I N

                           Marbella:  01 / 09 /2017.

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