La vida es dinamismo, movimiento, nadie queda estático, igual por siempre, todo se transforma, cambia, evoluciona. Los temblores de septiembre, con toda su fuerza, se presentan como un ejemplo de esa vibración constante que es la vida; después de la sacudida nada vuelve a ser lo mismo. Los sismos, en su mayoría, vienen acompañados de una gran devastación. Para construir es preciso demoler. Las pérdidas son muy dolorosas, pero nos ofrecen la oportunidad de resurgir, reconstruirnos, desechar lo que no fue suficientemente sólido dentro de nosotros.

 Las sacudidas permiten que salga el polvo, lo que no está siendo útil en nuestro interior; estos terremotos cimbran completamente, llegan hasta el centro de nuestra esencia y nos llevan a buscar entre los escombros lo que en realidad ha quedado en pie, verdaderamente tiene valor, es fuerte y nos sostiene. Permiten distinguir los auténticos cimientos que nos soportan de aquello que está de más en nuestra vida.

 Hay diferentes crisis que nos generan sismos internos; un divorcio, un despido laboral, una enfermedad, la muerte de un ser amado, una pérdida económica, la partida de los hijos, pero en todos estos casos, el duelo se resuelve con base en el manejo de nuestras emociones, es decir, la manera como relacionamos la emoción que nos embarga con la realidad de ese momento.

 No es otra cosa que el amor, la base primigenia universal, columna vertebral sostenedora de todo; indestructible, auténtico, consciente; el amor a nosotros mismos, a la familia, a lo que hacemos, al prójimo. Se puede transformar, dar origen a nuevos basamentos que de igual manera apoyen nuestra existencia, pero no se extingue; crece o decrece, no obstante, es una llama que siempre se encuentra encendida; aunque por momentos pareciera sofocarse, su presencia está latente en el corazón, como una pavesa a la espera de oxígeno. 

Aunque, como sucedió en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, la Esperanza no soporte los bruscos estremecimientos de nuestro epicentro interior y se derrumbe, la Fe y la Caridad correrán diligentes a darnos auxilio, de la misma manera que el pueblo mexicano ha curado y cura sus heridas − propias y ajenas−. Solidarios, al igual que ellos, las personas cercanas estarán ahí para recoger, hombro a hombro, los pedacitos de nuestra vida sin esperanza para ayudarnos a reedificarla.

 Tal vez, sorprendidos, nos reconozcamos más valientes de lo que creíamos ser; quizá descubramos a personas que nunca vimos y siempre estuvieron ahí. Sin pensar, solo respiraremos y con esa bocanada de aire, avivaremos el fuego del amor interior que se creía apagado.

 Los sismos invitan al análisis y la reflexión: ¿Qué cimiento sólido hay en mi vida?, ¿qué residuos debo retirar de ella?, ¿hay proyectos, personas, valores, sepultados bajo los escombros de mi acelerada cotidianeidad que deben ser rescatados? La vida es breve, los cataclismos lo recuerdan y nos invitan a hacer limpieza exhaustiva, a recuperar lo valioso e importante y a enfocarnos en lograr la plenitud, la serenidad, la libertad. A rescatar con valentía lo que realmente da valor a nuestra vida.