Red de Literatura y Cine
CON TODO MI RESPETO, DEDICADA A DON ISMAEL LORENZO, EN AGRADECIMIENTO QUE SEA NUESTRO ANFITRIÓN, EN UNO DE LOS SITIOS DE ESCRITORES...
Y A TODOS LOS LECTORES QUE EN OTROS SITIOS DE ESCRITORES, NOS INVITAN A SACAR EL ESCRITOR QUE LLEVAMOS DENTRO...
UN FANTASMA EN EL CONVENTO
CAPITULO I
JUAN EL COJO
Cuentan crónicas inéditas de un fraile.
Un hombre extraño, quien tenía de todo, menos de monje.
Se llamaba Antonino.
Era un hombre de ideas revolucionarias para su tiempo.
Nacido pobre, metido en andanzas de mago, finalmente había podido trasladarse a Nueva España.
Nació cuando la naturaleza impuso su fuerza y venció los obstáculos, para dejarlo llegar a la vida.
Corrían los últimos años del siglo diecisiete.
Para ser exactos, fue en la última década, 1690, cuando después de haber visto la luz en un caserío vecino a Barcelona, por allá en España, comenzó la vida de azares escabrosos, de un niño venido al mundo, no como todos, sino peor a todos.
¡Vamos si era pobre este chamaco!
Nació el muchacho, porque ni modo de quedarse para siempre en el vientre materno.
La madre disgustada cuando supo estar embarazada, anunció a voz en cuello, ella no se haría cargo de él, quien había llegado, por donde menos lo esperaba.
Fue criado entre fodongas y empleadas de cocina, quienes más por lástima y no por amor, cuando se acordaban le daban algo de alimento.
Eso sí, corrigiéndole a placer, propinándole tantos golpes, cuanto el día cuando no se los daban, Antonino hasta los extrañaba, pensando si tal vez, ya ninguno le querría.
De pequeño, hubo quien trató hacerlo limosnero.
Se escamoteó de tal destino, gracias a sus piernas, las cuales escaparon antes de ser quebradas, para causar lástima a la gente.
El verdugo iba a ser un hombre despiadado y sin conciencia, sabiendo cuánto dinero podría reportar aquél chamaco.
Él sólo quería rompérselas, gracias haberlo supuestamente ganado, en una partida tirando con monedas, a un agujero excavado en la tierra.
El posadero, supuesto dueño del chamaco, era quien lo había jugado.
A sus pocos años, entendió Antonino, si no corría, pronto vería destrozadas sus piernas, causando lástima a quien lo viera, para hacer rico al individuo.
Logró zafarse.
¡Bien lo hiciera!
Se escondió ese día en la galera.
Se durmió pensando, cómo toda su vida no había sido otra, sino puros ultrajes, de hombres y mujeres al parejo.
Si ellas le trataban mal, al saberlo único en el mundo, sin padre, ni madre para defenderlo, los hombres lo trataban peor, porque para ellos, aquél muchacho era un redrojo, tirado en ese sitio, sin saber cómo haría después para defenderse.
¡Era un chamaco sin futuro!
Pero tenía un sueño acariciado, repetido uno y otro día.
¡Anhelaba vivir lejos, donde no hubiera mercachifles, ni fodongas, ni mucho menos posaderos!
Deseaba irse a una tierra nueva, tal como había escuchado platicar de Nueva España.
Era un sitio donde todo mundo decía, el oro se barría con la escoba.
Sólo esperaba crecer más, para lanzarse a la aventura.
A pesar de haber crecido sin instrucción, a base de fijarse y preguntar, había adquirido algunas nociones, deducidas, más que aprendidas de las lecciones, como daban al hijo del posadero.
Un niño bruto, a más no poder.
Si hubiera entrado en un concurso de los tontos más tontos de la provincia, seguro lo hubiera perdido, no por ser menos tonto, sino porque lo era tanto, a no poder concebirse otro más bruto, quien ni en eso pudiera destacarse.
El día siguiente de esconderse en la galera, temiendo regresara aquél infeliz a quebrarle las piernas, decidió poner camino y terreno de por medio.
No sentía estar bien preparado para hacer realidad sus sueños anhelados, pero robando, esquilmando y mintiendo, lograría pasarla, e ir ahorrando hasta tener cuanto necesitaba para el intento.
Sabía bien no se debía hacer.
Si lo hacía, era por no tener más remedio.
Así vivió, de pobre y marrullero un buen tiempo, hasta cuando llegó el momento, en el cual pudo embarcarse a Nueva España.
Pero antes, siendo todavía un muchacho, corrió muchas leguas.
Anduvo por caminos a la buena de Dios.
En donde pasaba, su fama iba creciendo, llegando a ser conocido por todos como hombre histriónico, del cual debían cuidarse pues no sabían cómo, pero los esquilmaba...
Podía desde desaparecer uno de los cuatro panes, como presentaba quien le consultaba, confundiéndole al hacer aparecer en lugar del alimento, alguna lagartija metida en la bolsa, de quien totalmente azorado, no alcanzaba a atinar cómo un enorme y sabroso pan de centeno se hubiese esfumado, trastocado en tan repugnante animal, cuyo dueño estaba recibiéndolo ya en su mano.
¡Era un portento de extrañeza, observar al hombre defraudado!
Después de estar cavilando, sin entender qué hubiera pasado, se rascaba fuertemente la cabeza.
Estando como estaba entre tanto público, no se atrevía a negar el portento.
No quedaba muy feliz, pero finalmente lo admitía.
En tanto la bolsa de los dineros iba aumentando con ochavos, hasta convertir lo ahorrado en reales, los cuales para Antonino servirían hasta completar su ensueño.
Pagaban por verlo, aunque quien recibiera el cambio, no quedara muy satisfecho.
Organizaba hasta concursos.
Recababa una bolsa con tres cuartos.
¡Sería el premio mayor si le atinaban!
Pero había tal suspicacia en sus enredos, con lo cual, dijeran cuanto respondieran, nunca jamás le atinaban.
¡Todos admiraban su intelecto!
Si bien no comprendían, tampoco les hacía falta.
Porque total, aquél vagabundo andaba ahora aquí, mañana allá y más adelante acullá.
Según sus propios dichos no posaba su pie, dos veces a quedarse en el mismo lugar.
Si la gente lo consideraba un mago del enredo, él se consideraba ser afortunado.
Pronto lograría salirse con su empeño.
Eso significaba cómo ese tiempo era un verdadero trashumante, encontrando en ese oficio, la delicia de muchos, pues el vagabundeo aunque no lo parezca, tiene mil encantos.
Deja a quien lo realiza una extraña felicidad, como en él quedaba, al saberse ciudadano del mundo y no de España.
Si alguien hubiera dicho había recibido, ya no esmerada, pero tan siquiera una embarrada de educación, sería un mentiroso.
Cuanto sabía, era por poner atención.
Iba estudiando la gente, comprendiendo qué era cuanto deseaban él dijera, para en seguida buscar cómo lo dijese luego.
Creció sin padre y sin madre.
Ni un tío o alguna tía lo habían reclamado.
Acostumbraba decir no tener a nadie a quien agradecer el don de haber seguido en este mundo con vida, aunque fuera muy precaria.
Muy triste y dolorosa, pero a su juicio, vendrían tiempos mejores, en los cuales él pudiera, este era un propósito, no tirar hijos en el mundo, sino realizar obras diferentes, a todo cuanto había conocido, con las cuales pensaba ganar un cariño y un afecto, negados a él desde temprano.
El lugar donde naciera, se estaba cayendo.
Era un viejo mesón disfrazado de posada.
Tenía de todo.
Ahí se hospedaba la gente, cuando según Antonino, iban camino de la Mancha, aquél lugar donde el afamado Quijote, partió a “desfacer” entuertos.
Antonino bien lo conocía.
En cuanto supo leer, le había agradado leer cuanto cayera en sus manos.
Lo había leído a pausas, todo por irse robando una a una las hojas de un libro perteneciente a un maestro, quien presumía de estar muy ducho en eso del uso de latines.
Éste guardaba tan celosamente el libro, cuanto duró semanas, antes de completar reunir las páginas correspondientes al capítulo primero.
Hasta cuando un día, el profesor en cuestión apareció vestido con saco y jubón, anunciando al posadero, haber recibido orden de partir a otro encierro.
Se iba triste.
Ya no podría emborracharse tanto, con cuanta liberalidad aquí con las mozas hacía.
Muy agitado, ese día Antonino comprendió la catástrofe por acaecer en su vida.
El libro considerado su tesoro, se iría falto de hojas, a quedar arrumbado en otra parte.
Entonces se decidió, sabiendo era bueno el fin, aunque considerando si el tal maestro le sorprendiera, él pudiera morir en el intento.
Entonces, sin importar el costo, simplemente robó el libro por completo.
¡Era su primer robo, hecho con premeditación, alevosía y descaro!
Aquél maestro, si bien ni lo notaría, no merecía deshacerse de su tesoro.
Su corazón latía con premura.
Sintió como si todos en la posada, gritaran a voz en cuello su pecado.
¡Al ladrón!
¡Ese es, Antonino!
La realidad era muy otra.
Seguramente el catedrático ni en cuenta se dio, de la desaparición del libro.
Todavía en otra ocasión, antes de la huída del chamaco, regresó a estos lares, saludó cordialmente al chiquillo.
Para no variar, no fuera cosa y llegara a extrañarle, le ensartó un par de coscorrones, mandándolo a dar pienso a sus bestias.
En ese lugar también se abrigaban los animales.
Recibían igualmente un trato nada envidiable, pero al menos ellos eran bestias, no iban a sentir lo mismo que Antonino.
Este trataba de pasar inadvertido.
Pero luego entendió. Para defenderse, debía ser totalmente reconocido.
Comenzó por presentarse ante los comensales, de manera más frecuente.
Aprendió a contorsionarse sin dañarse.
A perder el miedo de estar frente a muchos, quienes de poder, le hubiesen apaleado.
No sólo eso, también comenzó a presentarse en las tertulias, haciendo prodigios con las cartas, adivinando a quien pidiera, si la suerte el día de mañana vendría peor, a como hasta ahora había llegado.
¡Bueno!
¡Antonino, se preparaba para ser polifacético!
Eso sí, en cuanto comenzaba la camorra, optaba por escabullirse.
Porque en ese sitio, había de todo.
Hasta se desahogaban sendos duelos.
¡Por supuesto con todo y sus muertos!
Por obvias razones, el vencedor de la contienda, salía huyendo despavorido de ese lugar, donde jamás retornaría.
Lo raro era cómo no intervenía ni siquiera por asomo, una autoridad totalmente inexistente.
De dónde fueran enterrados los difuntos, eso jamás lo averiguó Antonino, pero de ver a los rijosos convertidos en cadáveres, bien como recordaba.
Como ocurrió en la ocasión cuando fue testigo, por estar mirando cara a cara, cómo había muerto un hombre fuerte.
Según eso, éste se sintió ofendido por haberle hecho trampa un desalmado.
Los dos se hicieron de palabras.
¡Uno confiado en su fuerza!
¡Otro sabiendo aplicaría sus mañas!
Ambos ya estaban ofuscados.
Luego de mencionar una sarta de improperios no muy dignos ni para uno, ni para otro, imitando la manera de los caballeros de alcurnia, hasta cruzaron realizándolo con la mano, por no llevar guante, el rostro del contrario.
¡Eso sí, pensando fuera muy al estilo como se desafían los señores de respeto!
¡Aunque aquí, en honor a la verdad, ni a espada llegaran aquellos tarugos!
Luego de tal ofensa, quien recibió la bofetada, retó a muerte a quien la diera.
Para guardar las formas, buscaron sus padrinos.
De parte del marrullero, aceptó serlo el posadero.
De la contraparte, se ofreció a intervenir en el duelo, nada menos el maestro.
Entre ambos fijaron los términos de la batida.
Decididamente no había armas.
Entonces el maestro deslumbró a todos, expresando una brillante y original idea de golpearse.
¡Se batirían a pedradas!
El retador, quien luego sería el propio difunto, aceptó encantado.
El retado era el tramposo, un chamaco avezado a estos lances.
Según aquello, tenía muchas muertes en la conciencia.
También aceptó el duelo.
Seguramente no pensaba matarlo, entonces lo hizo poniendo como condición, caso de ganarle, recogiera sus cosas, luego se largara de ese sitio.
Quien más ofuscado se encontraba era el fuerte.
Estaba ese tipo, de furia tan llena su conciencia, a no poder darse cuenta cómo se ponía a luchar, con alguien bien acostumbrado en hacerlo.
¡Pero así es la estulticia!
¡Ofusca, ciega, no deja ver la realidad, aunque la tenga frente a sí mismo!
Cuando se dio cuenta, fue cuando estaba ya tendido, sangrándole la sien, por la pedrada.
El marrullero, si antes había decidido no matarlo, seguro se arrepintió, porque lo hizo.
Aquél malandrín, levantando una piedra enorme, sin piedad sorrajó todo su peso, descargando en la cabeza un golpe tal, a dejarlo ahí desfigurado el rostro, a más de sin vida el cuerpo del otro rijoso.
Ahí quedó muerto, sin aliento, sin moverse.
Además sin honra qué defender, por no haberla tenido nunca.
Todos entendieron quedaba sin fortuna, por haberla perdido en el juego.
Por obvias razones le veían ya sin vida, por haber acabado muerto debajo de una piedra.
Ese día, Antonino el chaval, se prometió a sí mismo no matar si no fuera necesario.
Le causó mucha lástima aquél hombre.
Mientras limpiaba los caballos, pensó ir a meter los restos del fortachón en alguna fosa.
No era cosa de dejarlo acabar, comido por los picos de los buitres.
Decidido a realizar tal función humanitaria, se dirigió adonde había quedado tirado.
Con sorpresa, cuando llegó al sitio, do´ él personalmente lo viera, se encontró con no haber nada.
Simplemente el cadáver desaparecido.
Ni siquiera rastros de sangre habían quedado.
¿Cómo le hicieron y quiénes se llevaron al difunto?
¡Por más buscar, jamás entendió cómo lo hubieran hecho!
Eso causó frustración y asombro.
Fue algo con lo cual lidió por mucho tiempo.
Ya después con un poco más de edad, se fue acostumbrando a los misterios.
Supo hay cosas donde uno no debe indagar, si se puede, ni siquiera pensar en ellas.
A partir de entonces, se dijo nunca debía preguntar, sólo cuidarse, no fueran a tomarla contra él, sabiendo como sabía, ser testigo de tantos crímenes.
Pero tratándose de Antonino, bien se veía, a él nada llamaba la atención.
Ni le interesaba pelear por algo, para retenerlo guardado aquí en la patria, la cual no fue su madre, sino su madrastra, por haberle propiciado una vida desastrosa.
Estando su sueño pendiente, por cruzar la mar para ir a hacer las Américas, no iba a dejarse llevar por las minucias.
Junto con el sueño de huir de este mesón, había otro, el cual era para él, complemento lógico del primero.
Pensaba regresar algún día a esa posada, convertido en gran señor, rico y poderoso.
Ejercería acciones de limpieza a fondo.
Lo primero por hacer, ese era su propósito, sería comprar ese mismo edificio, el muladar donde naciera y fuera aventado a morirse de frío y desamparo.
Para él, era el sitio donde tanto le habían insultado.
Pero ya entonces vendría decidido a desaparecer los muros.
Luego si se pudiera, también acabaría con los moradores, sólo por el placer de destruir unas tapias, los cuales gritaban para él, cómo toda la maldad del mundo sólo puede almacenarse, bien en el corazón humano, o bien en un caserón como aquellos, donde él había durado años y más años, sufriendo los dos primeros lustros de una infancia infeliz, llena de golpes y también de sobresaltos.
Un sitio donde siempre fuera mal visto.
Donde ganó a pulso el pan comido, recurriendo a las muchas artimañas como había aprendido, no por cierto, todas ellas muy recomendables.
Porque en efecto, desde el inicio su vida fue un calvario.
Luego de haber nacido, su madre, a quien maldita la gracia si le hubiera dado gusto verlo nacer, por ahí lo dejó tirado
Apenas si puso un poco de paja encima, más bien para ocultarlo, no para taparlo
Por lo visto, Antonino se aferró a seguir viviendo.
Luego una mujer cualquiera, sin siquiera saber quién hubiera sido la parturienta, cuando lo encontraron, eso por haber confundido el llanto, pensando sería un minino maullando, lo recibió amoscada.
Mientras la madre, luego de haberlo tirado, trataba de convencer al último de los amantes, cómo ese hijo suyo, del cual ya se había deslindado, jamás supo de parte de quién lo hubiera concebido.
Sencillamente cuando se dio cuenta, estaba embarazada.
En esos días, no iba a negarlo, ella andaba muy entrada con alguien.
Por tanto dejó la solución para después.
Cuando quiso deshacerse de la criatura, ya era demasiado tarde para lograr echarlo fuera, a pesar de estar utilizando los amasijos de la comadrona Jacinta.
¡No pudo deshacerse del producto!
Ese feto se defendió a conciencia, no valiendo ni tes de tila, ni infusiones de ortiguilla mezclada con rubia, de esa demasiado oscura, que sirve para ayudar a expulsar al chamaco, el cual se había aferrado a la vida.
Por lo visto según veía, sin duda nacería.
¡Pesare a quien pesase!
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Una novela que impresiona...
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