En la noche el barrio tiene un color de oscuridad apenas quebrado por los faros del taxi que nos ha traído por todo el malecón. Total, la ciudad se derrumba y él, Silvio Rodríguez, cantando en la radio, premonitorio, intuye: la gente que lo odia y lo quiere no le va a perdonar, nunca, que se distraiga, aunque ya hace mucho tiempo él no diga nada (infortunadamente, no tener nada que decir no es motivo para callarse) ni se juegue la vida.
Los edificios de Galiano, cuando dejamos atrás el hotel Deauville con su falsa alegría, se alinean tenebrosos como un muro de piedad que formara para evitarnos la vista de los estragos: derrumbes, solares yermos desbordados de basura, ratas en las paredes y los parques y la de por sí invisible sarna merodeando por todo el paraíso. El parque del Boulevard se encuentra en penumbras. Fue allí donde se filmó el final de la película Retrato de Teresa, de Pastor Vega y Daisy Granados: Teresa se aleja de Adolfo Llauradó por entre la muchedumbre que aplasta el parque mientras el difunto Pacho Alonso canta, desde una tarima, sácale brillo al piso Teresa / sácale, sácale... Teresa, en tanto Adolfo, el marido machista, se va quedando solo entre la gente hasta convertirse, fundido y confundido, en un rostro en la muchedumbre. Paso la mirada por San Rafael, por las tiendas que siempre estuvieron moribundas pero hoy son momias devastadas por los nuevos tiempos, y me entran ganas de llorar. Nada queda de la ciudad parisina, leve eco troyano en el Caribe, La Habana que contaban mis mayores, con el puerto siempre asediado de bajeles, naos veleras impacientes por entrar en la bahía como en una mujer: tal vez la ciudad era una meretriz, como dicen ahora, pero hacía pagar muy bien sus favores y placeres. No sobrevive ni sombra de la orgullosa perla de las Antillas; tal parece como si los integristas hubiesen ganado la guerra colonial: el país está gobernado por un pichón de soldado extranjero ( su padre es el modelo exacto de un personaje de guaracha: Vino a Cuba en alpargatas / y pantalones de pana / ¡cómo cambia la gente! / con un real en los bolsillos / y el estómago estrujado / ¡ cómo cambia la gente! / los ojos casi vidriados / del hambre que padecía / ¡ cómo cambia la gente! / cuando el barrigón hablaba todo el mundo se reía / ¡Y cómo cambia la gente! Y resulta que, robando tierras, se hizo rico) y algunos tontos economistas europeos. ¡Me cago en diez!
Todo esto es rápido, trepidante. Ya estamos llegando a Reina y la ancha -cuán ancha en mi niñez, inmensa la recuerdo- Avenida de Galiano se retuerce, enfurecida, antes de convertirse en la estrecha calle de Ángeles, mucho más sombría, sucia y destartalada. Cuando pasamos Monte, tan viuda de tránsito como las otras, Giorgio me dice algo al oído, algún piropo soez, pienso, pues él ha estado callado casi todo el viaje del auto hacia las entrañas de las ruinas nocturnas. Nos detenemos antes de llegar a Gloria, calle que asociaba, hace tiempo, con los panes de almíbar que se hacían en la dulcería que cerraba la calle y obligaba a ésta a desviarse a la derecha, resolverse y disolverse en una extraña plazoleta que no aparece en los mapas, antes de seguir rumbo a la central eléctrica, pero ya con otro nombre: la calle de la Florida, meta de casi todos los cubanos.
Parada en el centro de la cuadra, mientras Vassari finaliza oscuros tratos con el chofer, miro el hueco, convertido en jardín de infantes mugrientos, donde estuviera el solar de mi niñez, la casa solariega devenida vecindario. ¿Qué prohombre de la colonia, cuál familia negrera erigió ese especie de fuerte del oeste, a un tiro de bombarda de las murallas? No queda ni una placa; el lugar desapareció antes de la fiebre conmemorativa, de las múltiples casas de suecos, chinos, alemanes, nigerianos y otros sitios de mucha historia cuyo único defecto es que son falsos. La mendacidad del Historiador de la ciudad, el desleal Eusebio, no tiene límites; alegremente le endosa cualquier parte de la antigua villa al primer embajador que le done algo, aunque sea una bandera, para poder viajar a la UNESCO cada seis meses con el orgullo del deber cumplido. En la vieja Habana, según Eusebio, han vivido gente de todas las procedencias, excepto habaneros.
¡Ah, Madrina! Mi santera preferida, la que predijo la cárcel y la muerte de mi padre. Y mi triunfo. Corren todos en la casa menos Amparo Baró, mayombera vieja. Miriam, Susana y Robertico me abrazan y preguntan, indiscretos, en el oído: ¿Quién es el yuma? María, la hermana menor no, ella es comunista; a pesar del hambre, la miseria y la desolación...ella es comunista. ¡Qué clase de comemierda! Viviendo en Jesús María, en un bahareque destartalado que hace treinta y cinco años que nadie pinta ni arregla, ella es comunista. Ya le decía mi abuela Fé a Domingo, su marido, también comunista y albañil, cuando donaba horas y días enteros de trabajo al gobierno, que el vivo vive del bobo, y el bobo de su trabajo. Por eso a mí nunca me han podido coger para el trajín: ¡Primero muerta! ¡Cojones, ya se me salió Jesús María pa’fuera! Se jodió la finura, es que, vampiresa, yo soy amaliana. Me acuerdo de la canción que voceaban las congas de Jesús María, blancos, negros, chinos, revueltos, cuando encontraban en su camino gente de otro barrio: Vampiresa nosotros somos amalianos, nosotros somos amalianos...nosotros sí que matamos. Y no era ni es un alarde... los amalianos sí matan. Si no pregúntenle a Nicolás Chamizo, que haló dieciocho años en el tanque por matar a un guapito de Regla, en el Anfiteatro de La Habana.
Es un revolico lo que va llegando, las gentes que no se han ido del país ni muerto en Angola y Etiopía, en Yemen o Mozambique -una amiga de lengua estropajosa llamaba al lejanísimo país Mazombique, no recuerdo si en serio o en joda -, los que no se hundieron ascendiendo y aquellos que regresaron, como el hijo prodigio, no pródigo, porque el único que puede ser pródigo aquí ya se sabe quién es.
¿Te vas a casar con el italiano, tú? me pregunta Amparo Baró antes de abrazarme, desconcertante ella, sentada que estaba en un sillón de caoba, madera buena en desuso hoy día. Te vas a ir con un extranjero, me afirma y besa. ¿Cómo te fue en la cárcel? Y yo levanto los hombros, indiferente, dura que soy, mientras miro la concurrencia tratando de averiguar si hoy es alguna festividad de la santería o el catolicismo, acaso lo mismo, o un cumpleaños del santo de Amparo o sólo un capricho de su muerto. La vieja adivina y responde a mis pensamientos: todos quieren irse para el norte; vienen a que yo les diga si van a llegar o se hunden en el mar, si morirán, devorados por tiburones, en el abismo- mis amigos gruñen entre los cerdos o se pudren, comidos por el sol, en un barranco me resuena fugazmente el fragmento del poema Piedra de Sol, quizás porque se refiere a navegantes infortunados, como mis conocidos muertos en el mar o fusilados mientras pasaban la frontera a la base Naval de Guantánamo-. Regreso, que siempre me estoy trasladando al pasado, al limbo, al carajo.
Muertes; es lo que prima aquí: guerras, hambre, epidemias y éxodo. Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Abaddón gobernando el país. Y encima de todo eso la templadera, desde la secundaria en adelante banderín abierto. ¿Y dónde está mi pasaporte viviente, Giorgino? Allá lo veo, al lado de una de las dos grandes pilastras que separan el comedor de la sala, la sala del comedor porque nunca he sabido cuál es una u otra en esta casa que fuera elegante; Giorgio vestido con elegancia europea, pantalón crema y camisa blanca de cuello chino, contrastando su albura con la piel de la negrita de Ultra, que toma ron y habla angloitaliano y mis antenas me dicen que estoy a punto de perder jícara, calabaza y miel, que este tipo todavía no ha valorado mi papaya, mi hueco distinto al de todas; no ha probado las delicias del palo, como escribía Salgari en italiano que decían los turcos; empalarlo quisiera yo ahora, verlo gritar mientras lo voy sentando sobre un palo de aroma, una puya filosa y engrasada con sebo de carnero, que lo desgarre de a poco ¡maricón! y a la enana revigía esa le caigo a latigazos delante de él, para que se excite y se le pare mientras tiene las manos amarradas. La pongo al cepo, como le hacían a su bisabuela, esa negra Fuló, esa negra Fuló, cuando le robaba las joyas a la señá de la casa grande, la encuero de la cintura para arriba y le voy dando con el gato de las nueve colas, el que usaban en los piadosos barcos ingleses, le desgarro la espalda hasta que corra la sangre y después busco un perro, no, un pony, le paro la morronga y hago que se la meta mientras él mira. ¡Coño, qué rico era ser dueña de esclavos!
¿Ésa quién es? pregunto a mi madrina. Ésa que habla con mi marido. La negrita cabeza de clavo ésa. Y cada palabra es un insulto soterrado, despreciativo e iterativo que mueve la cabeza de madrina de manera desaprobadora: una prima de las muchachas, Yusleidis, Misleidis, Yenisei, Mississipi, algo de eso- esta vieja es del carajo-. Hace lo mismo que tú, así que muévete o te levantan el punto. ¿Oíste?
Corro entre militantes comunistas de incógnita y delincuentes, inclinados todos ante el futuro, deseando viajar, ver el peligroso mundo ancho y ajeno. Ya alguien ha traído un bongó y se afina un tres, cosas que tomo al vuelo desde las proximidades del balcón hasta la sala ¿o será el comedor? donde el latino con nombre de pintor y biógrafo se deleita en la fealdad subyugante de la carabalí, quien, con los ojos saltones y la bemba super sensual, ya está bailando en un ladrillo, contoneando las caderas y el culo suavemente, con pudor casi, lo cual es peor, más excitante, con ese vestido que sólo le cubre el hígado, negro sobre negro, la piel brillosa y el escote sostenido por tremenda yunta de tetas, sin ajustador, saltarinas pero firmes y con el pezón parado como un biberón. Voy a tener que encuerarme para competir, dejar mi caché, mi cultura y lanzarme para el solar, quitarme el juego de pantalón acampanado y blazer que tan bien me queda, soltar el pelo, desmelenarme toda para que esa idiota sepa que yo me ripio con cualquiera y no puede, ni de lejos con una mulata pelirroja como yo, con la crica de pierna a pierna.
Me pego a Vassari, le hablo en el oído, lo beso en el cuello y logro desviar su intención de la pigmea que, con unas risitas desdeñosas se vuelve, mira a otra parte y, cuando ya estoy bajando la guardia, dispara al aire, a ninguna parte, más afirmación que interrogante: no hay un hombre aquí que quiera bailar conmigo. La lengua se me va, sin pensar le suelto: vamos a bailar, mientras alguien toca un son, enlazo a Giorgio y a ella: una pareja de tres, estoy loca, los dos están tan sorprendidos que no protestan; cuando la nenita intenta zafarse ya somos un solo cuerpo de tres cabezas y mil pies danzarines, parecemos un Vishnú danzante, una diosa Kali con seis brazos. Damos vueltas por la sala, ambas pegadas al hombre, frotándose ella contra su rodilla, los senos estallantes refriegan sus testículos, ventajista, su cabeza llega algo más arriba del ombligo: él puede verle hasta los zapatos a través del escote, mientras yo intento competir contra este monstruo lascivo haciendo que mis senos bloqueen la perspectiva Nevski - Negreski mejor- la ancha avenida que empieza entre las tetas de la bufona y termina en la mismísima saguaca. Con el ajetreo, la chica empieza a sudar y su olor es el de una yegua, el sardo se me está volviendo loco, empinado como una cometa, se roza conmigo, con las tetas de la negrita, con mis nalgas, con su espalda y temo que se venga espectacularmente en medio de la sala de las Baró, que se corra como un caballo entre dos yeguas en celo y entonces me salva la campana, cesa la música y aprovecho para deshacer el enlace tripartito, siento al hombre y le tapo la pinga con la mano, se la empujo hacia abajo hasta que se calma, comienza a aflojar, se recoge en sí misma, en tanto la negrita se restriega, a la vista de todos, con Miriam, su prima que no suprime el toqueteo porque ya se sabe que las primas se exprimen, sigue mirando hacia nosotros, no despega sus ojos de mí.
Comprendo de pronto: los toques casuales, los manoseos, la calentazón que llevo por dentro no se debe únicamente al calor de julio, yo también tengo las tetas paradas y siento mi viejo anhelo, la extraña sensación de poseer un falo entre las piernas, henchido, gozoso, para enterrarlo en el culo negro y empinado de esa mujercita. Para calmarme bebo un trago de ron casero, saltapatrás le llaman, siento que el cielo se une con la tierra, las columnas se mueven y una nube de lágrimas me aísla del mundo... es peor que el Ronda fabricado por el gobierno. Y eso que la gente cantaba: que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan pena, pero esto es peor que el petróleo, temo haberme envenenado y ahora entiendo por qué mi Giorgio estaba como narcotizado; la pequeñita lo embriagó con dos o tres tragos de tóxico etílico. ¡Puñeta!
El ardor en el esófago va desvaneciéndose, los ojos se aclaran y el deseo se apaga; tengo que hablar con doña Amparo, pedirle algo para amarrar al macho, que lo pegue a mí; entre marx y una mujer desnuda un idiota latinoamericano, digamos un escritorcillo andino, escoge a marx, pero este es un europeo postmoderno y posnográfico y seguro escoge a la mujer vestida, para irla desnudando luego, que es más entretenido, Quizás puedo lograr lo que deseo: irme de este basurero. Ya conozco su gusto por lo teratológico, el toque monstruoso. Yo soy un monstruo, puedo venderme en una feria o un circo, ser famosa: La acostada; ligar a un magnate árabe que olvide los preceptos del Corán, se dé sus traguitos y viva en algún lugar civilizado, no en Omán o Qatar o Barhein - le pusieron así por la tonga de baros, billetes, que hacen esos árabes-. Como Yussef, que salió de aquí, de su embajada, directo para Francia, sin pensar más en el pedazo de arena llamado Yemen. Demasiado occidentales eran sus costumbres para regresar a Adén, ese otro basurero lleno de camelleros y cabras apestosos.
La bruja baila en el centro de un corro, círculo vicioso que paladea sus movimientos desusados; a cada vuelta hace un quiebro en mi dirección, se revuelve, ondula, tiemblan sus nalgas, horno encendido pidiendo leña, llamando al fogonero con desesperación. Algo tengo que hacer, porque ¿a ésta qué le pasa, le gusto o le caigo bien? Mejor me desentiendo, busco a Amparo, Mayombera mayor, y está en el cuarto de los santos con un tabaco en los labios, un habano de vuelta abajo, traído por un veguero que desea irse a Costa Rica, dice. Madrina, suplico, y me hace una seña con la mano para que pase, con aspecto de haberme estado esperando. Fuera, la gente continúa bailando y bebiendo venenos de fabricación inextricable. Cierro la puerta antiquísima, de principio de siglo, terminada en punta como una catedral, puerta de una casa que fuera principal, quizás construida cuando los alemanes firmaban la Paz de Versalles o antes.
¿Qué te pasa? pregunta, recostada en un sillón alto, parecido a un trono real, a los pies una caldera llena de dinero - algunos dólares más, marcan los tiempos - y un majá al que todavía le tengo miedo, se arrastra por el piso de pulidas baldosas dejando un tenue rastro de humedad.
Viejita, quiero a este hombre a mis pies, lo necesito para irme de aquí.
Las cosas son como son, no como tú quieras que sean. Te vas a ir, pero no sola, tendrás problemas. Vamos a preguntarle al muerto. Dame un trago de ron y enciende dos velas. Y paga el derecho, que, como dicen los muchachos de ahora, estás maceta.
Hago lo que me pide, apago la luz de ese cuarto, enciendo las velas y le escancio a la vieja hechicera un vaso inmenso de ron, ron de verdad, no ese simulacro que beben los simples mortales allá afuera. La Baró cierra los ojos y comienza a decir en voz baja: con permiso de mi Guía espiritual y del Ángel de mi guarda, con las manos juntas, como si rezara, hasta que, imperceptiblemente al principio, su cuerpo se estremece, parece concentrada, se le marcan las venas del cuello y la frente, salta con dos fuertes convulsiones y su rostro se transforma, se afila el mentón, la frente parece más ancha y los pómulos más altos. Cuando abre la boca su voz es ronca como la de un cantante de jazz: Yo soy Francisco Siete Rayos, sia carajo. ¿Si tú no me conoce, pa qué tú me llamas? ¿Quién son tú?
Alguien muy poderoso ha bajado del más allá para hablar conmigo. Tiemblo y la tierra conmigo; el terror casi me domina ante lo sobrenatural, lo inexplicable: Francisco toma el tabaco que llevaba Amparo, su caballo, en la boca y lo vuelve con la brasa hacia adentro, lo apaga con la lengua y bebe un chorro de ron, medio vaso que debía tumbarlo, enredarle la lengua, marear a la vieja sobre la que cabalga, fulminarlos a ambos con un coma alcohólico. Pero nada sucede: las facciones de negro viejo adoptadas por el rostro de mi amiga me interrogan, los ojos vueltos en blanco, lechosos, de ciego, viajan por la habitación como si intentaran captar algo más allá de las paredes. Hasta la majasa se aparta, repta lejos del cimarrón, mientras un olor a monte serrano, a veredas escondidas dentro del follaje y cavernas infinitas cuya negrura es un respaldo irresistible para los negros juyuyos; espeluncas que se adentran en el seno de la tierra sin que nadie sepa dónde regresan, si lo hacen, al reino de este mundo y donde más de uno dejó la vida o se encontró con un güije, -espíritu negrito con los pies hacia atrás- y camina, como ánima en pena, por todos los inacabables laberintos del mundo subterráneo.
Soy yo, Taita.¿ No me recuerdas? le digo con voz estrangulada, pues este espíritu fue el que predijo las desgracias en mi casa: la muerte de mi padre y mi prisión; así, descalzo, al igual que hoy, con los pies dentro de una tina con tierra, para sacar fuerzas de la gleba, así mismo adivinó el futuro con sus ojos nocturnos, ya por siempre eternos.
Bebe de la jarra, en la que le escancio el ron, y enciende de nuevo el puro, para volver a tragarse las brasas y la ceniza: muy bueno pa mi caballo dice y vuelve a preguntar qué quiero, por qué irrumpo en otros planos con mis jodidos problemas terrenales, mínimos, intrascendentes, nimicísimos. Quiero irme de aquí con un extranjero, digo dejar de ser puta, trastocarme en cortesana, trabajar en el arte, en lo mío; visitar museos, catedrales, los círculos mágicos, la cueva de Altamira, las catacumbas romanas; coleccionar denarios, soldis, cequíes, talers, escudos, fadriques, pesos fuertes, ducados; viajar por el Mediterráneo en un yate que surque las aguas sangrientas del poniente, un yate de velas doradas; pasear por las islas griegas buscando el sitio donde exiliaron a las Gorgonas; ayuntar con un efebo que se parezca a Delfín. Quiero visitar Troya, pasear Venecia y detenerme frente al palacio de la Duquesa de Eboli, el Capitán Tormenta, ver la casa de Marco Polo; en fin: ¡Eu qero o mundo!
Bebe de nuevo, un sorbo como para viajar al Hades de ida y vuelta, antes de hablar, tan sobrio como un creyente peregrino en la Mecca: Yo no tengo nada que decir, yija; tú sabes lo que sabes. Siéntate tranquila y sola y verás los caminos para el triunfo. Tú no tienes que llamar muertos, como mi caballo; tú son cabeza principal: construye la vida como esos edificios que aprendiste a hacer en... ¡carajo! ¿Cómo se llama ese colegio?...la Nuversidad. Tú son maestra de obra, construye tu vida y piensa como esos papeles donde se pintan las casas de los amos antes de hacerlos.
Yo necesito a ese hombre que está allá afuera para irme, le digo, mientras él mastica lo que queda del tabaco, lo convierte en pulpa y un chorrito de nicotina líquida le corre por la barbilla y gotea sobre la pulquérrima bata de hilo, antigua, que viste el cuerpo de la santera. Durante unos momentos sigue así, atento a su propio placer terrenal; después fija los lechosos ojos en mí y declara: no te hace falta nadie, menos ese rubianco desteñido que conociste hace poco. Abre los ojos y verás el río, cuando lo encuentres sigue la corriente y llegarás al mar, facilito.
Hermano, quiero saber cuando me iré machaco sin convicción, para hacerlo hablar claro, pero sé que no me hará caso si no quiere. Mastica un último bocado, se empina la botella de ron, que evidentemente no mata a los muertos, y eructando, me dice: cuídate de los tumultos, no montes en botes chiquitos y no le boconees a la policía; usa siempre tu resguardo y báñate con las hierbas que se te ocurran, hija de Yemayá y Shangó, blanco y rojo. Cuídate de la policía, si te zafas de ellos tu vida está hecha Yo está cansado y me va, cuída a mi caballo, termina el párrafo y ya empieza a temblar Amparo Baró, nieta de franceses de la Louisiana. Y es un despertar suave, sin sobresaltos, natural; y cuando habla el contraste con el anterior tono ronco es marcado. Su voz vuelve a ser ligera y femenina y el olor a floresta, a mato groso, se diluye; escupe con asco el tabaco que le queda en los labios y dientes, se pasa un paño por la barbilla y mira su vestido con disgusto. Después ríe entre dientes y me dice: la sesión ha terminado.
Ralea la ralea, disminuyeron mientras estaba tratando de arrancar secretos al futuro, una póliza de seguridad en este trozo de tierra maltratado por la suerte. ¡Mala fortuna! Mi italiano está abrazado de la negrita, pero esto no me interesa en lo absoluto; he cambiado de idea; él me servirá para el placer y algunos negocios.
Me acerco a ellos por los salones semidesiertos donde ciertos músicos recogen sus instrumentos de percusión. Llego alegre, los abrazo a ambos y tras besarlos, les susurro algunas proposiciones en los oídos mientras se los lamo, les beso el cuello por turno, les acaricio la entrepierna sin distinción y logro que se levanten, borrachos, embriagados, beodos, con un mareo nada lúcido, los llevo al comedor, bueno, al otro salón en el que reside el teléfono y llamo a la empresa Dollartaxis.
Me dicen que llegarán rápido y es un bólido lo que dobla por la esquina de Ángeles y Corrales; como hala el dinero, caballeros.
En el hotel, en nuestro cuarto, con veinticinco dólares menos que le saqué a Vassari del bolsillo para pagar a los agentes de la Seguridad, caen ellos sobre la cama. Se han estado magreando en el carro, metiéndose la lengua en todo orificio visible y, de paso, despejando la nota con el aire frío que milagrosamente funcionaba en el ya viejo carro japonés que nos trajo. Mañana debo conseguir un auto particular, de los que cobran veinte fulas por día, le diré al siciliano treinta y me buscaré diez diarios. Ahora a trabajar: meto a la fea negrita en la bañera y le suelto un chorro de agua más o menos fresca; sale de los residuos alcohólicos con lentitud y la dejo secarse para regresar hasta el hombre, dormido como un pinocchio; a él le tengo reservada una sorpresa: zafo sus pantalones, le quito los calzoncillos, la trusa o lo que sea que lleva puesto. Con un algodón levemente impregnado de acetona froto el pequeño orificio al extremo de su gorda manguera de hacer aguas: primero abre los ojos y, al segundo, se incorpora mientras lleva las manos al paquete genital en tanto la pinga se pone roja y endurece a ojos vista. Me vuelvo a buscar a la negrita pero es inútil; ella viene semidesnuda, con un bloomer algo sucio, tanta bailadera y restregadera dejan su huella en la ropa interior. Por lo demás huele a puta, a jardín de al lado, a funeraria. Juntó, es evidente, todos los frascos del baño, los que compré esta mañana, cremas y perfumes y se los vació encima.
Viene con nuevos ímpetus, como loca se me abalanza e intenta besarme, pero yo no estoy para esos trotes, lo mío son los machos, la separo con fuerza y le enseño al corso, bueno, piamontés quizás, que se mira la pija ardiente con asombro. Mama, le digo a ella y doy vuelta a la cama para ver lo que pasa: con delicadeza asombrosa la muchacha trata de separar las manos masculinas del miembro. Primero él se resiste algo, pero cede cuando ve la lengua que se aproxima al glande y comienza a curarle el ardor, a untársela de saliva e ingerirla de a poco, me asombro, ese macarrón gordo desaparece en la boca de la chica hasta que la pendejera del ítalo es una máscara en el rostro de la mujer, las venas del cuello tan hinchadas como las del pene envainado en su garganta, garganta que tiembla e inserta otro centímetro y luego comienza a contraerse y expandirse como el pescuezo de algunos reptiles cuando están comiendo una presa de extraordinario grosor. Así, la gargantúa parecía una boa deglutiendo otra serpiente, siempre más adentro, mientras el hombre movía las caderas en el único coito oral perfecto que he visto en mi vida. Temí por la respiración de la joven negra, pero ella seguía acariciando el pene con las paredes interiores de su cuello, obligando al fiumentino a menearse con delectación, crispado de placer y cuando esperé que él se viniese como un caballo la liliputiense devolvió toda la sonda, se levantó de un salto quedando al nivel del frustrado caballero, lo besó en la boca y cayó con él sobre el lecho. Se frotó contra su abdomen mientras la manguera erguida intentaba conectarse con algún agujero; ella pasaba su mata de cerdas cepillando la pinga a la que, a veces, dejaba insertar la cabeza en la hendidura delantera o hacía resbalar por la falla entre las nalgas, oscuras como la tumba de un amigo.
De pronto se hincó de rodillas, las manos sobre la cama, el culo en popa tanteando el espacio hasta encontrar su némesis y, agarrada por las manos del hombre en la cintura, se ensartó la cabilla en el recto como lo había hecho antes en la boca y cabalgó hacia el infinito, envarada, enhiesta, sostenida por el palo mayor que debía llegarle hasta el ombligo, con velas desplegadas y todo. El sufrimiento le provocaba un éxtasis increíble. Yo fascinada, vi, bien que vi, como ese extraño alien enganchado daba vueltas imposibles arrastrando al macho: un giro sobre el perno poniéndose de espaldas y cabalgó unos segundos mirando hacia los pies del unicornio, que se clavó con más fuerza e intensidad. En ese preciso instante el napolitano gritó mientras su blanca pinga, manchada de marrón, entraba y salía una y otra vez casi a la velocidad del sonido. Al ver las manchas fue que me percaté del fuerte olor a hojas pútridas que salía de los amantes: miasmas de alcantarilla que me excitaron tanto como el hecho de que los dos actores comenzaran a temblar, el peninsular queriendo inmiscuirse totalmente en los intestinos de la mujercita mientras ella quedaba suspendida en el aire durante inmensos momentos y su abdomen remecía en una venida múltiple, seguida del gruñido terrible que soltó Vassari junto con su semen, un verdadero surtidor que fue a lubricar las ardientes entrañas de la enana. Ni en el Ananga Ranga.
Derramados y derrengados, ambos cayeron a mi lado en la cama, sudorosos a pesar del aire acondicionado. Yo tenía una excitación de entomóloga, científica, por las piruetas sexuales que la bacante negra había realizado ante mí; pero el fortísimo olor que se expandía desde la pareja revolvió mis humores y jugos: decidí sacarlos del sopor en que cayeran para obligarlos a hacer sus abluciones. ¡Que se bañaran, lanzando los rastros de la lujuria a las alcantarillas, a través de los ocultos y centenarios túneles de albañales de la villa! Aventura extraordinaria la de aquellos restos en un viaje sin retorno hacia la última mar, después de codearse con los secretos y excrecencias de los pobres y los ricos, los policías y los chivatos, los delincuentes y los obreros, dirigentes e indigentes. Pero ellos, los amantes, no participaban de mi estado de ánimo. En la ducha, juntos, comenzaron de nuevo a frotarse y acariciarse y sólo vi una forma de calmarlos. Los emborraché con el ron que habíamos traído de Jesús María, es decir, la chispa de tren, el saltapatrás domiciliario con el que los cubanos intentan suicidarse antes que los mate el sistema.
El oscuro mar siempre me trae memorias de piratas y corsarios, a la manera de Hollywood. Ahora lo miro y pienso en los periplos fabulosos de Francis Drake, cargado de oro; en las incursiones de Morgan, el Olonés o Grillo, el pirata cubano de quien tan poco se sabe. Estoy tan cansada como si yo hubiese participado en la orgía de dos que estos muchachos se montaron. Porque muchachos son ambos y yo una vieja que se siente morir, que debe dormir para seguir luchando, pero se queda mirando el mar inmenso e intenso, que me separa del que creo mi destino: otras voces, otros ámbitos. Que me deje este italianito, será él quien se lo pierda, y en un final, ¡gandinga.!
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