Veo grupos atemorizados haciendo coro en las esquinas. Gentes asomadas a las puertas y ventanas, un auto se detiene y los ocupantes gritan algo ininteligible; una mujeruca contesta: ¡esto no podía seguir...! y el final se queda en la cuadra pasada; por Corrales corremos hacia la barahúnda. La inmersión es inmediata: turbas de jóvenes pasan gritando las señas: Galiano, Malecón, la Avenida del Puerto, San Rafael, Obispo, San Lázaro, calle de la Obrapía, la ciudad antigua se levanta contra todo: ¡Abajo el que suba!
Estamos llegando al capitolito, a los tristes parques que lo rodean. Vacan los fotógrafos ambulantes armados de cámaras museables, supervivientes profesionales, y su ausencia es símbolo de graves disturbios. Frente a la sucia escalinata, a la altura del edificio de Juana María Vega, veo una figura familiar, alguien conocido, tal vez.
¡Frena, frena! ordeno tronitonante y bajo en el momento mismo en que se forma un nuevo grupo, en el Parque Central, frente al hotel Inglaterra. Llegan de todas partes y yo me dejo llevar. Variopinto gentío que me arrastra, con mi camisa roja, intentando alcanzar al hombre alto que porta el pelo recogido en una cola de caballo.
Toda la calle era un remolino de estruendo y de furia, con gentes saltando en múltiples direcciones. El movimiento principal de la turbamulta iba hacia el hotel Inglaterra, mientras otra ola lanzaba piedras a las farolas del Capitolio inútil, rompía las vidrieras de las pobres tiendas para cubanos. Yo sentí que una pasión incontrolable me unía a ellos con cuerdas casi visibles; con una mujer madura, vestida de amarillo, a quien vería muchas veces pasar, conducida con deferencia por guardias de la policía política, ante mi celda en los sótanos de la estación de Zanja, esa mujer, Aída Rosa Jiménez, digo, se desgañitaba con ira fría que impulsaba a las gentes en la dirección que ella indicaba. Con un fortachón al que le faltaba el brazo izquierdo y que aullaba algo que sólo al cabo de cierto tiempo identifiqué: Ochoa; con el joven de la cola de caballo que lo miraba todo con asombrada satisfacción, al menos es lo que pienso ahora, sentada en mi apartamento de West New York, porque entonces sólo grababa los hechos sin diferenciar matices ni matisses.
El vasto remolino había asaltado el boulevard de San Rafael, y se partía en ágiles sierpes que reptaban, llevando la destrucción, una por el Paseo del Prado anhelando arrasar el Sevilla, ese ostentoso hotel que se eleva, magnífico, en las desvastadas fronteras de la ciudad vieja; la otra derribando los tenderetes y almacenes que ofrecen mercancías dolarizadas en las seis cuadras del barrio de Colón, del Parque Central hasta Galiano, el antiguo barrio de las putas y de Lezama Lima, en algunos de cuyos edificios más nobles aún se sostienen letreros que advierten: casas de familia, no moleste.
Era el vértigo y la fatiga, la ruptura de los santos: una horda de pequeños hombrecitos lanzaba sus frustraciones al viento del disturbio en tanto, desde la cola de comercios desabastecidos las mujeronas que otrora fueran gordas - las que tenían una hija o nieta en el jineteo se veían orondas, asomadas a las ventanas o balcones del barrio de los bayuses; putas envejecidas que miraban volver el pasado- observaban con miedo: en la panadería de Neptuno y Consulado una vieja que fuera hermosa distorsionaba su rostro en una máscara de asombro, las carnes fláccidas, los ojos aborregados y el hambre corriéndole por todo el cuerpo.
A nuestro paso se adherían jóvenes caquéxicos que unas horas antes, quizás, vendían Parkisonil u otros fármacos aptos para el dopaje, Pablos Escobares de la miseria. Los gritos de los delanteros me impedían oír las arengas de la policía, extrañamente cauta, que perifoneaba por los altoparlantes rogando calma.
El hotel Sevilla, ese palacio hostelero desplazado en la década del treinta por el Nacional -el hotel más lindo de las Américas, decían las antiguas Bohemias, las revistas, no las checas - estaba ya resguardado por hombres armados con escopetas de cañón recortado, idénticas a las usadas por la mafia de Sicilia. Cuando llegamos cerca, al edificio de las Juventudes Comunistas que se levanta al lado y que tenía cerradas las puertas y parecía abandonado desde hacia años, todos frenamos en seco al ver a los nerviosos empleados de turismo manoseando las relucientes, pavonadas y terribles armas. La gritería se convirtió en un murmullo que no se apagó porque los que estaban a la retaguardia preguntaban ¿Qué pasa? en tanto los hombres nos apuntaban, desorbitados los ojos, presintiendo el momento de halar el gatillo, tornado en algo serio las horas de juego y jarana en que aprendieron a usar las herramientas de muerte; estaba llegando el momento de usarlas: un negro, vestido con el uniforme del Cuerpo de Vigilancia y Protección de la empresa de hoteles de lujo repetía, letánico: ¡que clase de lío! ¡que clase de lío! en tanto manipulaba la lupara, encañonando ora a uno ora a otro.
Desconozco el tiempo que estuve con el corazón detenido, esperando la descarga que nos mandara al otro mundo. No sé por qué extraño mecanismo, encarné durante unos segundos o minutos a la Sofía de Carpentier. Todo echó a moverse de nuevo cuando la cabecera de nuestra sierpe enfiló por el Prado buscando San Lázaro, atronando y tomando las calles que anteriormente fueran sitiadas por la policía. Uno dijo que pronto vendrían fuerzas del ejército, tanques, carros de asalto. Otro, al pasar, ondeando una bandera rusa, advirtió a gritos que los había visto y conversado con ellos, soldaditos del servicio militar, copando todas las entradas y salidas de la ciudad, abrumados con sus cargas de balas y bolsas de granadas, bayonetas y fusiles ametralladores, cascos y mochilas, botas rusas, gorros chinos, uniformes mal lavados. El ejército no cobra en dólares, dijo, arrastrando las zetas, el blanco de la cola de caballo, un español con guayabera, en uno de los múltiples respiros que tuvimos antes de llegar a Manrique. Ya estaba yo en las primeras filas cuando, como salido del país de las maravillas, desembocó en San Lázaro, urgido de un verdugo, un policía sobre una bicicleta. Sentí el golpe de la desgracia con mayor viveza que en El Sevilla. Casi en cámara lenta vi al hombre uniformado de azul y gris, como los malvados que secuestraron a Momo, lo vi frenar, estupefacto, despertar de su sueño e intentar desandar por el camino que otrora hiciera. Vi también, aunque no quise, volar un grupo de piedras que eran como Erinias aladas, revoloteantes, chocaron varias contra el piso; el hombre, aún retrocediendo, comenzando a dar las espaldas, miró hacia atrás y eso, posiblemente, le salvó la vida. Pero perdió un ojo. La piedra que avanzaba atraída por su nuca se desvió y golpeó el lado derecho y superior del rostro. Un estallido de sangre fugaz y la riada me sacó del escenario, no sin antes ver autos patrullas volcadas y niños que lanzaban agua caliente y muebles viejos a los condotieros que intentaban cercanos. La Habana era un caos.
Fue cuando estábamos llegando a Belascoaín. Varios hombres que nos observaban desde autos viejos y destartalados, hombres con cadenas de oro en el pecho, portadores de medallas con vírgenes repujadas, se lanzaron a la lucha en nuestra contra, blandiendo estacas y barras de hierro, cuando aparecieron los campesinos paramilitares de la brigada Blas Roca para reforzarlos. Las palizas a los jóvenes fueron dantescas; yo corría hacia adelante porque Shangó me protegía, lo miraba todo en visión telescópica, panóptica: gentes con un brazo colgando en bandolera; muchachos que se cubrían con los brazos mientras sobre ellos caían los golpes de las tropas especiales disfrazadas de civiles; las mujeres arrastradas por el pelo o los brazos mientras les decían, a todas, putas. Una cara repugnantemente conocida reía en tanto su dueño levantaba el cabo de un hacha y golpeaba en la cabeza a un hombre tendido en el suelo, con tan gran impacto que los ojos se le saltaron fuera de las órbitas -¿o en verdad ocurrió en la cárcel de Nieves Morejón y me lo contó una vecina de celda que venía de Trinidad? - y en ese mismo momento un mayor de la policía se horrorizaba ante el espectáculo.
Fue entonces, hubo de ser entonces: varios hombres en short y camisetas, parados en la esquina de San Lázaro, en la misma esquina del Hospital Ameijeiras, disparaban pistolas rusas Makarov sobre la gente que huía. Vi, o eso creo, partir las balas que golpearon a los seres humanos en sus espaldas; las vi, esas espaldas, abrirse como melones, tiñendo las camisas de manera más perfecta que la caracola púrpura de los tirios. Vi también el proyectil que disparó la pistola del negro grueso, la oí entrar, micrón tras micrón, en la recámara que se ajustó a él como una vagina a su pene consentido; sentí sus ansias al tomar puntería sobre el rojo de mi sombra, atraído como el toro por la capota; conté los latidos de mi corazón durante el recorrido del plomo hacia mi vestido, queriendo reteñirlo de nuevo con el pedazo de metal que brillaba como una moneda de plata, aplastado por la resistencia del aire, moneda supersónica que arribó para anidar contra mi cuerpo y entonces, creo, llegó el sueño.
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