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EL ULTIMO CUADRO

 

 A Ivette Aguirre

 

            Los violines trinaban en mi cuarto despertándome. No los podía acallar. Me levanté fulminado por meteoritos para romper sus cuerdas. Ya no estaban. Se habían ido dejándome solo, buscando en el rasgar melancólico de su tristeza. ¡Ah, Mozart, con tu allegreto! ¿A qué has venido? ¿Por qué me despiertas de mi profundo sueño? Para luego buscarte, en el espacio de mi cuarto, en el péndulo de mi soñar, para desesperar de lo no llegado. Para inventar mundos y amores que poseyeran mi monstruoso cuerpo.

 

            Cerré los ojos y vi los dientes de marfil de la luna que sonreida me abrazaba. De nuevo el sonar de los violines y las flautas repicaron en mis oídos, en mi cerebro. Me despertaste otra vez. Me levanté deseando apagar ese radio inoportuno. Pero las voces, los violines, la música salían de mi cuarto. De pie junto a mi obra, vi como iban llegando. Acerqué mi cama hasta el cuadro. Lo podía ver todo sin tener que levantar mi cabeza, parado sobre las almohadas miraba maravillado. Ellos estaban aquí junto a mí. Me invitaban a su fiesta de dulces, manjares y suaves melodías.

 

            La música sonaba, los girasoles danzaban al ritmo de la flauta, estaban en su gloria. Rubén me repitió lentamente la letra de Pedro Navaja. La tarareé lento como si me acariciara. La seguí paso a paso. Pasamos después al mambo, Tito tocó los timbales y yo bailé a su lado. Celia, oh, Celia la encantadora, me tomó de la mano y me enseñó a bailar el cha-cha-chá. Yo estaba feliz junto a ella. Los abracé dándoles las gracias infinitamente por haber venido. Salí luego para la cocina a buscar las copas y los vasos para servirles unos tragos de ron. El concierto era abrumador. ¡Qué importaba la hora! ¡Qué importaba el trabajo! Si aquí en mi casa estaban ellos, los reyes de mis raíces.

 

            Regresé a mi cuarto, la sonrisa no cabía en mi rostro. Repetía ciento de veces la misma pregunta ¿por qué me habían elegido a mí para departir con ellos? Yo, el incapaz de tocar un timbal o de componer una nota musical o cantar como ellos, eran ahora mi musa. Me enseñaban a cantar, a tocar los timbales, a bailar mambo. Bailaban conmigo. Bebimos cognac, bebimos ron, bebimos nuestra felicidad. Brindamos por la vida, por bañarnos en esta música sangre, por esta música enloquecedora e inquisitiva al pensamiento.

 

            Empezaron las orquestas a sonar. Tocaron mambo, charanga, guaracha y finalmente la salsa. Me sorprendió ver llegar a Juan Luis Guerra con su 440, a Héctor Lavoe y a Joe Arroyo. Todos hacían coro con Celia, la Reina del Son. Me uní al grupo. Aunque mi casa era grande ya no había espacio. Las ventanas estaban abiertas, las puertas se cerraron para que no entraran los vecinos. No sabía dónde poner el bajo, los pianos, las baterías y las guitarras.  Finalmente no objeté y dejé que cada cual hiciera lo que le fuere mejor. Mi pensamiento era libre. La fiesta continuó, trajeron mujeres y hombres; siguieron bailando.

 

            Yo sentado en mi cama, observaba cómo iban entrando a través de mi obra maestra: movían los arbustos, pisaban la luna que se reflejaba en el río. Los girasoles estaban arruinados, el sauzal, el cedro, se balanceaban hasta terminar inclinados. Vi que no tenían respeto por mi cuadro. Me habían estrujado el bosque, los girasoles. Cada vez era más y más la muchedumbre que entraba por él. Yo les quería. Eran mi gente, pero no iba a permitir que destrozaran el amarillo, el azul marino, el verdor de la vegetación y del paisaje; los girasoles perdieron su frescor. Se tornaban en un café fangoso. La casita lejana, que se veía a través del sauce la taparon con el pisar atropellado de las plantas. Me dolió ver mi pintura así. Era lo único que me unía a la realidad. Nadie compraba mis cuadros, excepto mi hermano, pero era por compasión. Los odio a todos.

 

            Decidido, llamé a Celia. Los miré con rabia, advirtiéndole que ya no entraría su gente. Ella sonrió y me dijo: ¡Dejarás entrar a Beethoven! Se estaba burlando de mí. Pero antes de decir alguna torpeza giré bruscamente y lo único que pude articular fue ... ¡Tú aquí! ¡No puede ser! Me pasé las manos por los ojos, pensando que era una ilusión. Me incliné haciéndole una venia. El me miró con dulzura hablándome de esta manera: A mí me dejarás entrar. Te vengo a tocar la Quinta y la Novena Sinfonía. Deja pasar la Coral. Sin esperar más respondí: a ti todo lo que quieras tocar y bienvenido aquél que venga contigo. Celia le ayudó a poner el pie derecho sobre la cama, yo lo agarré por debajo del brazo para que no se fuera de cabeza. Dejó mi cama enlodada. ¡Ah! No me enojé, lo disculpé por su senectud. Es un honor que venga hasta aquí. Aproveché que Celia lo llevaba de la mano hasta la sala para empapelar mi cama porque el grupo de sopranos, barítonos, hacían su entrada y no se fijaban dónde ponían sus pies. Detrás venía Amadeo con su careta y la Sinfonía número 41, acompañado por Júpiter. No pude soportar que trajera el maestro Salieri, a él lo escupí en la cara, le grité "a mi casa jamás entrarás. Vete." Mozart como es un niño, sólo de risa en risa se le va la vida, ni lo defendió, ni me reprochó.

 

            ¡Qué importaba que llegará el día, si aquí estaban los más amados! Ya no me sorprendería que llegara Bach, Verdi con su Aida. Feliz los miraba y reparaba de nuevo en mi cuadro, para dejar entrar a mis favoritos. Ahora mi obra de arte era la puerta para que llegaran todos los que en mí habían influido. A lo lejos vi a Silvio Rodríguez, a gritos lo llamé para que se adelantara. Hice camino entre la gente. Los empujaba: Quítense de la vereda, han venido a dañarme el paisaje. Por fin llegó Silvio, ya tenía cómo callar a Celia. Nos abrazamos, eramos los más importantes de esta generación. No le di tiempo de preguntar quiénes estaban en mi casa. Lo llevé a la sala. Celia se levantó furiosa, quería hasta pegarme. Yo no entendía por qué. La reté.

-¿Qué es lo que no te gusta de mis invitados?

 

Sin dejarme terminar y sin cuidar su boca, me gritó muy descortés:

 

            -Escoge entre él o yo. Decídete de una vez o me marcho. Dio unos pasos. Llegó hasta el cuadro, quiso volver a él. Yo salté, me interpuse entre ella y mi obra. Sentí que me tocaban el hombro izquierdo, giré hacía atrás para ver quién estaba ahí y era Chopin tendiéndome la mano.

 

            -Vamos, amigo, ayúdame a bajar esta colina, está muy pendiente-. Rápido me avalancé sobre él y lo ayude a bajar del cuadro.

 

            -Te vengo a tocar La Marcha Fúnebre y La Polonesa. ¿Quiéres algo más? Dilo ahora, antes que me arrepienta-. Celia soltó una sonora carcajada y Tito vino a ver qué pasaba. Su sorpresa fue mayor al ver que Chopin le tendía la mano y él se equivocó dándole los palillos de los timbales. Chopin preguntó al mirarlos si era el nuevo estilo de las batutas con que se dirige la sinfonía. Entonces, Tito lo llevó hasta sus timbales y le enseñó cómo usarlos. La Celia como no quería quedarse atrás empezó a cantar y Chopin ordenó tocar el piano en B menor. Silvio se puso en pie dándole un fuerte abrazo, pidiéndole que escuchará su canción Sueño con Serpientes. Celia empezó a estrujarlo y decirle a Beethoven, a Mozart, a Chopin, a  Salieri: "El no es nadie. Yo soy la reina de la música, la Reina del Son." Mozart se enfureció, devolviéndole una estridente carcajada en la cara, mirándole sus senos abultados. Mi amor por ellos se acabó. Enloquecido, no reparando quiénes eran, le dije a Celia cuántas cosas sentimos nosotros los artistas. Serás grande entre lo tuyos, mide tus palabras, no hagas que te saque por los ventanales. Te regalaré a ese público que vela desde la malla, a ésos no los dejo entrar. Tito me amenazó, trató de levantar la mano. Yo se la bajé mirándolo a los ojos intensamente. Tú no harás nada en mi contra. Cuídate y mide tus gestos. Se calmaron los ánimos, porque en ese preciso momento entró Coltrane tocando el saxofón; Chopin y Mozart corrieron hacia él. Beethoven quería toda la atención, y haciendo sonar el violin en La Mayor, estropeó nuestros oídos. Los otros le miraron y dijeron:

 

            -¿Qué te crees, que somos también sordos?  Yo no sabía qué hacer, quería escapar de la riña que se había suscitado. Volví a mi dormitorio y miré de nuevo mi cuadro. Allí, entre la muchedumbre estaban Picasso y Borges; fui hacia ellos, recibiéndoles sus abrigos y bastones para que entraran. Estaban bajando cuando llegó Kafka gritándome: ¡Me dejarás entrar!  Desde luego que sí, si tú eres mi favorito. Bajaron en coro cantando. Mozart preguntó quiénes eran ellos. Yo como anfitrión se los presenté, explicándole su oficio. La música siguió; Beethoven llamó la Coral para su presentación, empezaron las voces a subir, se combinaban soprano, tenor, contralto y Mozart que es un poco descuidado comenzó a tararear su Sinfonía Número 41, entonces, yo le llamé la atención, como anfitrión. Le rogaba que se callara, que ya llegaría su momento para exhibirse.

 

            El que debe callarse eres tú. ¿Dónde está tu oreja para escuchar nuestra armonía? Picasso se puso en pie temblando de dolor.

 

            ¿Por qué insultas así a Van Gogh? El es famoso como tú. Ve y mira el cuadro de los girasoles. Borges salió detrás de Mozart y Picasso para ver la pintura. Ellos frente al cuadro vieron cómo la gente lo destruyó. Borges gritaba enloquecido al no ver la casita. "Me han destruido la casa de Asterión". Llamaba enloquecido a Picasso e incluso a mí. ¿Dónde está? No la veo. Mira, Vincent te han destruido tu vida. Silvio que escuchaba nuestros gritos llegó hasta nosotros y tomándonos de la mano con la calma de un hombre razonable nos dijo:

            Vamos a la sala, allí está el minotauro sentado justo al lado de Chopin y Vivaldi. Los está esperando. Todos salieron de mi cuarto. Les sigo y veo a Celia molesta; en sus manos tiene su cartera y su abrigo. Va hasta Tito que la mira sorprendido. Hablan los dos, creo que la convence de que no se vaya. Yo aprovecho, vuelvo hasta el cuadro, lo descuelgo. Doy la vuelta para regresar a la sala y veo en otra de mis pinturas a la gente en las barquitas pescando. Arriba en el puente, Beethoven y su grupo me esperan. Soy ahora el director de la orquesta y del Coral. Entro al cuadro, camino por la ribera del río, subo hasta el puente. Beethoven me presenta como el director. Me hace una venia, la hago también y empiezo a dirigir la Filarmónica de Viena. (Abajo están los peces, los pescadores; los árboles y la misma tierra danzan). Yo observo a éstos. Me miran y mi pensamiento se ilumina. Le hago señas a Beethoven para que siga dirigiendo su orquesta. Tomó los pinceles, la tela y mi caballete que están a un lado de mi cuadro. Bajo bordeando la ribera del río. Me siento en un peñasco. Desde allí puedo verlos a todos. Escucho a los músicos y sus voces suben alto, alto, muy alto. Los voy pintando. Adentro en la sala, Celia, Tito y Chopin hablan. Voy delineando sus figuras. Sus cuerpos se agigantan ante mí. Sus cabelleras van tomando vida, ésta es mi última pintura. Los barítonos suben sus voces. Yo doy un salto, estiro la mano al compás de sus voces. La cama, Mozart, Júpiter, Bach, dándose la mano con Vivaldi que no se por dónde entró, todos van quedando retratados por la magia de mis pinceles. Ya las sopranos y su Do alto, alto, alto, altooo me dejan en suspenso; con fuerza levanto la brocha. He marcado el rostro de Beethoven, su cabellera gris despeinada, su mirada profunda mirando inquietamente a Mozart que no cesa de reír mirándole los senos a Celia. Ya todas las generaciones de mis invitados estaban en el lienzo. Ahora me estoy pintando, la voz del barítono resuena en los aires, gira, gira, gira. Van bajando los pájaros negros. He terminado a mi último invitado; salto dentro del cuadro. Ahora, colgados, nos balanceamos en el espacio.

 
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