Red de Literatura y Cine
Por Luz E Macias
Siempre fue una alucinación pasar por aquella calle de casas coloniales con jardines grandes. Observar la casona que se levantaba en medio de las otras me llevaba a intuir que algo raro la habitaba. Nunca pregunté a los mayores qué había en ella que las otras viviendas no tenían. Era grande con muchas puertas y ventanas con postigos por si no querían abrirlas del todo. Todas las moradas de esta calle se abrían para dar paso a la luz mañanera, pero ésta no. Cada mañana al pasar, la miraba como si algo perverso se escondiera allí. Era un encanto: sus dos pisos pintados, las puertas de verde oscuro, sus paredes blancas. En las tardes, cuando regresaba de la escuela, me paraba al frente, para ver si algún viviente se asomaba a sus balcones, pero todo era inútil.
Una noche cuando comíamos mamá nos anunció que nos mudaríamos de casa. Yo, un poco triste, no quería preguntar hacia qué lugar nos íbamos. Imaginaba perder ese sueño de pasar por esta calle y pararme a gozar de su belleza, de su embriaguez... de descubrir su interior. Ya no esperaría algún ser desconocido que abriera sus puertas y me invitara a conocerla. Estaba triste y no presté atención a mi madre. Vivíamos tres calles más arriba de la casa misteriosa. Me gustaba pasar y envolverme en sus olores, en su jardín imperial, imaginar sus cuartos, husmear el olor a caoba, a pino, a tierra cálida, sentir su perfume. Cuando despertaba de mi arrobamiento me veía frente a ella como el ser más pequeño del universo. En las noches quería escapar de casa e ir y mirarla, para ver sus luces encendidas, pero mi madre era miedosa y no nos dejaba alejar de la calle en que residíamos.
El pensar mudarnos de lugar me desconcertó y me alejé de mis estudios. Mi única obsesión era la casona. Ella semejaba a un castillo con paredes de bareque. Varias veces intenté tocar la puerta pero algo dentro de mi me decía que era malo. Toda esta fantasía terminó cuando nos fuimos a vivir fuera del pueblo.
Ya no había palacios de boñiga que me sedujeran, no quería ir a la escuela, ni que mamá me hablara. La odié tanto... Dejé de comer, me fui debilitando. Ella, muy preocupada, me preguntaba por qué no quería hacer las cosas como todos mis hermanos. No contestaba. Mi silencio obligó a mi madre a investigar con los médicos sobre mi salud. Yo me negué ir a cualquier lugar. Dejé de hablarles. La única persona que me hacía reir o cambiar mi tristeza era mi padre. A él le pregunté si podíamos volver a la casa de antes, allí todo sería distinto. Papá lo consultó con los médicos y regresar fue la medicina que me recetaron.
Se planeó con cuidado. La casa donde vivimos antes no podía ser, así que nos mudamos frente a la casona. Yo me alivié y volví a comer. Mi madre no entendía por qué me sentía tan feliz. A ella la notaba un poco extraña y cuchicheaba con los sirvientes. Papá se paseaba silencioso por la casa después de regresar del trabajo. Todo se realizó como yo lo quise. Los primeros días de vivir frente a la casa, me levantaba temprano y corría las cortinas, luego abría uno de los postigos y miraba hacia el frente. Todo estaba como el día anterior. Para mi cumpleaños pedí a papá que me regalara unos binóculos. Sorprendido me preguntó para qué los necesitaba. Le mentí. El era muy ingenuo y quería complacerme en todo. Con mis binoculares me dedicaba a observar la casa cada vez que regresaba de la escuela. No observé ningún cambio. Sin embargo, una mañana vi abrir un postigo en la segunda planta. En ese momento papá salía de casa para el trabajo.
Observé que él miraba para allá y movió su mano como sí saludara a alguien. Preocupada por esto saqué mis lentes y miré de nuevo. Nada vi excepto lo obscuro de una ventana. En casa mi padre era una persona normal que amaba mucho a su esposa e hijos. Nunca hubo discusión entre ellos, ni escena de celos ni quejas. Lo que sí recuerdo cuando nos mudamos aquí es que mi madre cambió su actitud conmigo. Me miraba con rabía como si yo fuera la culpable de algo, cosa que a mí no me importó. Yo había ganado ante ella. La casa era mi fantasía. La debía de proteger contra todo. Un día inventé estar enferma y mamá quiso obligarme a ir a la escuela. Papá apareció en ese momento y la llamó aparte. Nada se dijo al respecto y yo quedé en casa. Así que me puse espiar la casona. Esa mañana como a las once vi que una mujer rubia, alta, de pelo largo, muy hermosa, abrió la puerta y luego cerró al entrar. De ahí en adelante me pasé mirando para ese lugar, pero nadie salía. En la tarde como a las dos se abrió un postigo del segundo piso. En su interior no había nadie, sólo obscuridad. Esa noche sentada en el comedor con mis hermanos, pregunté quién vivía frente a nuestra casa. Todos me miraron perplejos; creo que hasta ahogo y toses escuché por respuesta. Nadie dijo nada. Mamá no terminó la comida. Se levantó. Salió sin mirar a nadie. Papá comió un poco más y ya ya se iba a levantar cuando le dije: Esta mañana vi una mujer muy hermosa entrar a esa casa. El contestó que allí no vivía nadie. Me prohibió mirar hacia aquel lugar o que ni siquiera lo mencionara. Mamá no volvió a salir de su dormitorio. Presentí que estaba muy enojada. Luego, vi a papá sentado en la sala leyendo el periódico.
Yo, con mi idea de entrar al interior de la casa, pedí permiso para salir a jugar en la calle. Me prometí que esa noche entraría. Llevaba debajo de mi suéter los binóculos para mirar su interior. Las luces estaban apagadas. Tenía miedo pero quería invadir ese mundo que me prohibían desflorar. Caminé por el jardín tropezando con las plantas, casí corría. Cuidaba que los vecinos no me vieran. Caminé hacia la puerta del servicio. Llegué temblorosa. Quise regresar, pero una fuerza luciferina me llevaba de la mano. Empujé la puerta y ésta se abrió con un chirrido escalofriante. De pronto las luces se encendieron y me ví frente a un espejo; era rubia, alta, esbelta con el cabello largo. Esa noche no pude dormir. Alguien debía limpiar todo. Devolverle a la casa la belleza y suntuosidad del pasado. Reía de felicidad. Ahora con los trajes nuevos del ropero antiguo, luciría mejor que nunca. Es más, me parecía a la mujer del cuadro que colgado en la pared, encima de la chimenea, me miraba sonriente. Todo estaba cubierto por pañuelones blancos. Pensé cada detalle con mucho cuidado. Esa noche procuré no encender todas las luces. Quería evitar llamar la atención de los vecinos. La casa estaba como antes, como en los cuadros. Ahora faltaba llenarla de invitados, de mujeres bellas y hombres hermosos. En las noches debían abrirse ventanas y puertas, encender sus luces y esperar agasajados.
A la mañana siguiente, abrí uno de los postigos de la segunda planta. Con los binóculos miraba a la casa de enfrente. Esperaba ver salir de allí aquel hombre rubio, maduro que siempre miraba para este balcón y saludaba. Desde temprano permanecía al pie del postigo para verle. Le he enviado varias invitaciones a cenar. Esta noche lo espero.
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