Cenar en Venecia tiene sus riesgos. Uno llega a un restaurante pide algo típico y le dan hígado; hígado a la veneciana que, dicen, alimenta mucho. Por muy difícil de entender y de digerir que resulte, es así. Lo mismo ocurre con Kim Ki-duk. Uno llega a la Mostra, madruga, se mete al cine e indefectiblemente le ponen delante al director coreano. Nunca falta en el menú. Por dura que resulte su digestión. ¿Han oído hablar del reflujo intestinal? Pues eso.

Hace algo más que una década, el mundo se enteró de quién era este hombre gracias al festival del Lido que programó la violenta iluminación que atendía al nombre de 'La isla'. Nada que objetar. Años más tarde fue el turno para 'Hierro 3', su mejor película hasta la fecha, que se hizo con el premio al mejor director. Aquí se impuso incluso el entusiasmo. Y ahora, 'Pietà', su último trabajo, se alza, por fin, con el cortejado León de Oro.

Toca comerse el hígado sin rechistar. Todo sea por las proteínas. Mala noticia es que Michael Mann, un presidente del jurado convencido de que 'Biutiful' es una de las mejores películas de la historia del cine, haya rendido sus armas a una cinta tan enferma del ego del director que apenas deja ver nada más. Tan infectada de sí misma que, ya lo hemos dicho, lo menos doloroso que provoca es reflujo. Todos y cada de las obsesiones, 'tics' y gestos (incluida alguna que otra impostura) de Kim Ki-duk reciben ahora el más atolondrado de los homenajes. Autohomenaje sería lo correcto.

Para entender esta película o, mejor, lo que esta cinta pretende ser hay que remontarse un año atrás. Fue entonces cuando asistimos, incrédulos, al paroxismo de ese padecimiento extraño que los doctores en la materia llaman 'kimkidukidad'. En plena crisis creativa, el cineasta decidió grabarse a sí mismo mientras lloraba la pérdida de sí. 'Pietà' es la nueva vida después de la fractura existencial. 

Y llegados a este punto, junto con el hígado nos comemos la intriga. 'Pietà' es Kim Ki-duk en la misma postura que le dejamos (o nos dejó). De nuevo, vemos a un personaje a la deriva (un matón profesional), entregado a descubrir los límites de su fracaso. La historia, inspirada dice el director, en la escultura de Miguel Ángel del mismo nombre, quiere imaginarse el mayor de los dolores, la más cruel de las pérdidas.

Al final, toda la cinta se descubre como una premiosa, eterna y reiterativa insistencia en el feísmo, el desencuandre, la brutalidad, la improvisación y el ruido. Y el incesto, que siempre da que hablar. 

Y dicho lo cual, subió al estrado, dio las gracias y cantó una canción. Siempre Kim Ki-duk acompañado de él mismo. Y al lado de este bonito desastre, todo lo demás. El premio especial del jurado, para continuar con el caos que se traían en la cocina, fue para el austriaco Ulrich Seidl que, en realidad, subió a recoger el de mejor director. 

'The master', sin duda la película (la mejor, quizá la única) por la que se recordará la edición número 69 de la Mostra, se tuvo que conformar, por así decirlo, con coleccionar premios a lo loco. Se diría que esa fue la forma en la que tomó cuerpo la mala conciencia del jurado por negarle el premio evidente. Los dos actores (Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman) y el director se llevaron sus galardones respectivos. Entendemos que a Michael Mann y a los suyos les horrorizó el guión, la fotografía o las gafas que llevaba la script. No tiene sentido que se premie todo y luego se obvie el reconocimiento más importante.

 El resultado es un palmarés malo o más bien peor. Por momentos, grotesco. Y la culpa no es de las películas seleccionadas para figurar en él. No hubo mucho más en una edición floja. El problema es que el jurado no acertó con las casillas. Tan es así que, como se ha dicho, se confundieron y, en la tribuna delante de las cámaras, Paul Thomas Anderson y Seidl intercambiaron galardones para estupor de la concurrencia. 

Tomado de diversas fuentes en la Web