(Danza a la orilla del mar / Edward Munch)

LA FALSA CIUDADELA DEL RECUERDO

“…esos fantasmas más fuertes que el mundo,
Inventándolo por adelantado para destruirlo mejor
En su último reducto, la falsa ciudadela del recuerdo”
Julio Cortázar:
La vuelta al día en ochenta mundos

En un momento puede contemplar la explanada del mar, eterna, igual siempre y siempre diferente. Contempla la llana superficie y ya no la ve de la misma manera: algo en la densa liquidez ha cambiado. Es un fulgor nuevo, una radiación inesperada, el vapor que sube de alguna voluta de agua, la sombra que espesa la cumbre de la ola o el aletazo de una gaviota.

El mar no es siempre igual, no es eterno. Y observa entonces lo que no es el mar en su inmovilidad pero lo magnifica, lo convierte en escena única. Sabe que el océano es enorme y quiere comprobarlo otra vez. Deja ir su mirada por el borde de la playa, observa la corona espumeante que llega a sus pies, y de pronto su atención es atraída por algo inesperado. A poca distancia mira un conjunto humano que danza en frenético seguimiento de tambores que otro pequeño grupo hace sonar. Ya no es el mar el objeto de su contemplación sino el conjunto de hombres que hace la adoración del mar y exalta la lujuria.

Se acerca a ellos y es ahora un espectador asombrado ante el delirio de las sombras que danzan sobre la arena. Todos remueven los instintos y siguen al conductor de la danza, un hombre de aspecto descuidado, de ojos enrojecidos por el alcohol o la pasión que intencionalmente despierta para comunicarla a los danzantes y tamboreros. El batir de los instrumentos crece y se hace intenso, más ágil y apremiante. Y crece también el furor del danzante principal, que mueve el cuerpo en busca de goces nuevos, para sí y para los que bailan cada vez más contagiados por el seco golpe que repiten las olas rabiosas. La tarde se ha puesto rojiza y el mar la imita. En lo cuerpos que danzan se reflejan destellos del mar, y los ojos del oficiante proyectan al grupo furia e incontinencia, mientras grita y su voz se confunde con el graznido de las gaviotas.

El paroxismo de la escena ha impresionado a este espectador que antes contemplaba desprevenido la eternidad del mar con sus ritmos suaves y melódicos.

Decide alejarse para serenar los nervios. Quiere comprender y dar sentido al ritual de fiebre que ha presenciado. Camina por el borde del mar, entre algas podridas y caracoles abandonados. La sombra de su propio cuerpo lo sigue mientras escucha todavía el lejano retumbar de los tambores. Se vuelve y observa, ya distantes, las figuras manchadas de oscuridad y contorsionándose hasta parecer agotadas. Pero ya no percibe el frenesí que antes causó su impresión; ahora parecen marionetas que las nubes manejaran en su deshilachada danza. Las nubes son rojas formas que también danzan, ahítas de sal y repetición, y hacen un escenario único con los danzantes.

Se retira más del lugar y en el camino encuentra alguna pareja que se cruza con él, y saluda el silencio que le devuelve el mar. No tiene otra compañía, sólo la imagen que dejó atrás, ya borrada de su visión. Alcanza una arboleda que protege las casas cercanas a la playa del oleaje y la marejada. Los arbustos diseminados le ofrecen abrigo, y se acerca y halla asiento en el tronco de un árbol podrido. Está pensativo frente al mar ensombrecido y ahora rumoroso, con la compañía de sus pensamientos y el recuerdo de la orgía de sangre y oro que vio poco antes: el ruido de los tambores y el salaz movimiento de los cuerpos, conmovidos por el conductor frenético.

La algarabía del mar que imagina –ya la tarde apacigua el oleaje– lo devuelve a otros pensamientos. Una tranquila estancia montañosa, una mesa escritorio cubierta de libros, un busto de Aristóteles…. Una idea que lo logra definir. (Toma un libro y lee: “Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear (…) Pero si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que creaba conociendo!... La voluntad de lo difícil…)”.

Dejó la lectura y puso el libro sobre la mesa. Podía acercarse a la ventana y admirar el vasto silencio de la montaña, sentir el refugio que le brindaba la grata temperatura de la sierra, distante del bullicio humano o de algún espasmo de la naturaleza (el mar era un maravilloso espasmo-espuma de sangre y algodón).
El batir del mar en la sombría tarde le confunde los pensamientos: Conocer, crear… ¿Creaban los danzantes? ¿Conocían sus impulsos?

Dormitaba en un suave céfiro y no sabía si estaba en la montaña o el mar.

Lo despertó un desasosiego, un sonido extraño que era rumor de viento y agua oceánica. Distintos sueños. Caminó entonces lejos de su refugio de playa y se dirigió a las casas próximas. Algunas estaban iluminadas tenuemente; sus moradores harían los quehaceres de rutina después de un día de sol. Tendrían cansado el cuerpo y saciado el instinto. Y se aproxima a una ventana para observar al hombre que había visto en la playa, el conductor de los posesos danzantes. Pero ahora está en actitud de meditación ante una mesa cargada de libros. Es la misma estancia de su evocación de la montaña. Ve el busto de Aristóteles y presiente una idea indefinida. Reflexiona. Ya no tienen sus ojos la lujuria que hacía danzar en el atardecer a los hombres que lo seguían. Ya no está poseído por la locura. Parece que hace penitencia para lavar pasiones, o invocar un perdón.

El aturdimiento, como un sueño, lo devuelve a otras imágenes, las que antes se le presentaron. Está en el aposento recogido de la montaña, donde hay pensamientos confusos, suscitaciones de magia: algo místico es la neblina que se cuela por la ventana y algo inexplicable el silbido del viento, único rumor en la estancia.

Se despierta la consciencia y le dice que él sí existe y puede afirmarlo. No obstante, el rumor que viene del oleaje marino lo hace dudar. Conoce el sentido que ha dado a su permanencia en la playa, y sabe que ahora el mar no es eterno ni es siempre igual. Una vez suena como el viento en la sierra, otra hace el graznido de la gaviota. Y sabe también que no está ausente de la lujuria que creó con un torbellino de tambores, pero tampoco puede desprenderse de su anhelo de conocer mientras crea un mundo suyo, sinuoso y tentador, con sus brazos de selva y sus ojos de locura.

La noche ha avanzado y él está pleno de pensamientos y aturdido por sensaciones excitantes.

Busca un escape que acople su inquietud con el monótono rumor que viene del lecho del mar. Pudiera beber un trago de alcohol pero eso no lo aliviará. Y decide caminar hasta que la aurora lo despierte. En el transcurso de ese breve tiempo sentirá la lluvia, el viento fuerte sobre las palmas y los techos temerosos, verá el fulgor del faro lejano y el adiós de todos los barcos.

Los primeros albores lo hallarán desnudo bailando con el mar, siempre reposado en el amanecer.

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Comentario por MARGARIDA MARIA MADRUGA el abril 1, 2019 a las 8:26am

Hermoso.
Me sentía en el mar y me sentía nostalgia por lo que hace un buen tiempo que no visito una playa.
Una gran pérdida para mi espíritu.

Comentario por juan ignacio arias anaya el febrero 28, 2019 a las 1:43pm

Buen escrito

FELICIDADES

Ignacio

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