Yui sintió que el mundo se desmoronaba con un alud de fantasmas negros precipitándose sobre el sol colorido de su obi. Las mangas largas que casi arrastraban el suelo competían con su corazón alargado, invadido por una sensación de abatimiento que casi, también rozaba el piso.

Las tardes grises tenían en este último tiempo, ese venenoso efecto en ella, la tornaban melancólica y la arrastraban sin pedirle permiso a pensar en él.
Ensimismada y resignada, hecho un último vistazo al taka shimada, estaba muy hermosa.
Así, resuelta a enfrentar su destino con hidalguía, la joven maiko se encaminó con sus okobos hacia la sala de clientes; por suerte la altura de estos le obligaban a dar pequeños pasos, que consecuentemente demoraban más su tarea de observación, dirigida a su hermana mentora oneesan, llamada Mao. Yui debía aprender como esta se conducía frente a un nuevo cliente que había arribado desde Tokio.
Ese lunes marchito, Yui no tenía demasiadas ganas de mostrar simpatía, ni escuchar las confesiones de ese hombre, pero había sido preparada para disimular y cumplir con su labor de acompañar desde que era una niña, cuando su padre la vendió a la Okiya ; desde entonces ella era una excelente alumna, estaba segurísima que nadie se percataría de su desgano.
Es que todo había entrado en una marejada de insatisfacción para Yui desde que lo conoció a él, hasta el punto de no importarle cumplir el sueño de convertirse en geisha.
El cambio ocurrió precisamente desde el momento que junto a Mao, se topo con ese hombre alto y elegante sentado en el restaurante. Tal fue el impacto causado en ella, que no fue extraño que consecuente a dicho encuentro, Yui volviera a recordar su nombre verdadero; el mismo que creía ya entre penumbras, aquel que le pusieron sus padres, y que luego fue cambiado en su bautismo de iniciación como maiko, cuando pasaron a llamarla Yui, que significa: amable y cariñosa.
Ella sintió que los okobos se bamboleaban de izquierda a derecha, cuando él le clavó la vista en los dos ópalos negros y rasgados que Yui camuflaba de ojos. Fue un instante que no alcanzó a durar ni un minuto, de los que ella demoraba en aplicarse el maquillaje blanco para cubrir su rostro y demás zonas del cuerpo.
Un instante basto, fugaz y punzante, para saber que se había enamorado por vez primera y que el arte tradicional que había aprendido quería dedicárselo solo a él; pero para dicha de su madre, la gran anciana geisha Okaasan nunca más volvió a encontrarlo.
Al deslizar la puerta de la sala, con suma suavidad, Yui no podía creer que el destino había dejado de tirar de los hilos con tanta crudeza y esta vez los dejaba mas holgados; brindándole a ella una oportunidad que nunca había siquiera imaginado. Ese hombre el que bailaba en su cabeza al son del shamisen que ella manejaba tan bien; estaba sentado allí, él era el cliente tan esperado.
Ella no pudo evitar dirigirle un pestañeo inconsciente, él le sonrió con ternura. Está forma de comunicación donde las palabras se adornan de gestos y coqueteos entre tímidos y seductores, se prolongo durante toda la velada, mientras Mao se desvivía por acaparar la atención que su aprendiz le había robado.
Haruto solicitó que ella tocara el shamisen, expresamente para él. Ella lo hizo complacida y temblorosa, rogando que los dedos nerviosos y delatores la ayuden; cerró los ojos para concentrarse, y procedió a interpretar una hermosa canción, con tanta sensibilidad que las notas empezaron a hacer contrapunto perfecto con el tamborileo de su corazón. Los sonidos se impregnaron de esos sentimientos y no hicieron más que decir la verdad; la música se transformó es una especie de hechizo de amor, que invadió el recinto, traspasando los cuerpos, internándose en el alma de los escuchas.
A partir de ese momento Haruto asistiría frecuentemente a la Ochaya, a visitar a Yui, con la excusa de escuchar las bellas melodías que ella interpretaba acompañada por el shamisen. Transcurría las horas, observándola con esmero, pintando con la imaginación, tonos rojos y blancos, en cada uno de los recovecos ocultos de la joven.
Cada vez que la veía, sentía muy despacio, como ella con la suavidad de un hilo de seda, lograba derretir la coraza de acero que le recubría. Pacientemente entre risas cómplices y miradas furtivas de lava y miel, Haruto aguardó a que ella se convirtiera en geisha; ceremonia que ocurriría dentro de poco.
Cuando finalmente Yui cumplió veinte años, y ascendió a geisha, él solicito ser su danna ; se había propuesto ser el primer y último hombre de su vida. Y así fue; en tanto, ella se convirtió en su geisha exclusiva; pues no había para Yui mayor placer, se percibía afortunada como una flor de cerezo al atardecer; poco le importaba el estado civil de su danna, sentíase querida y por sobre todas las cosas sentía que lo amaba.
Cada semana Haruto asistía puntualmente y varias varitas de incienso tarifario, que él pagaba con gusto, se consumían unas tras otras, marcando el tiempo que pasaban juntos. Tiempo que él aprovechaba como si fuera el final, para deslizar; entre otras tantas caricias, suavemente sus labios apenas entreabiertos sobre el triangulo de piel descubierto de maquillaje, justo atrás, en la nuca de Yui; mientras se deleitaba al percibir la sensualidad desbordante.
Más de veinte años transcurrieron desde entonces y aquel amor no había sufrido mella, ella resistía y cuando alguna brecha de dudas e ilusiones, que sabría él no podría cumplirle amenazaba salir a la luz; presurosa Yui la ocultaba tras su sombrilla kasa de seda color verde confianza y su mango de invulnerable bambú.
Lo había decidido desde el primer momento: Nunca le interrogaría acerca de su vida, del más allá de Haruto, del resto de las horas que permanecían juntos; hasta que un día él falto a la cita sin previo aviso, algo inusual. Casi un mes pasó sin tener la mínima noticia de su paradero.
La anciana geisha había recibido noticias acerca del derrotero de Haruto, por otros clientes, ellos le informaron que éste había sufrido un accidente y estaba internado en el hospital, en muy mal estado; y en lo que se presumía eran sus últimas horas de vida, reclamaba urgido, la presencia de Yui.
Cuando Yui llego al hospital, la esposa de Haruto, se apartó indignada de la puerta de la habitación, dando paso a la que era la peor de sus sombras; aquella que la atacaba por las noches al recostarse junto a la piel helada de su esposo; la misma que amanecía con ella, todas las mañanas al despedir a Haruto con un beso empantanado de sabor a nada rumbo al trabajo.
Yui tomó las manos de él, sollozando, sabía que esta vez no habría más. En un segundo él le sonrío, con la idéntica sonrisa tierna de la primera vez que reparó en ella. Un instante basto y fugaz le sirvió, para saber que momentáneamente se despedirían con un hasta pronto. Yui tuvo la plena certeza, acerca del lugar ocupado en la vida de aquel hombre, de la felicidad que ella le había otorgado. Con las miradas empapadas, ambos jurarón reencontrarse en un sitio donde sus encuentros en la Ochaya serían eternos.
Atesorando esa sensación infinita, él cerró lo párpados, satisfecho; una expresión de dicha se traducía en su rostro con un código de inconmensurable paz. Yui le beso en los labios y se marchó de allí, ante la presencia de los parientes que la miraban con recelo, enardecidos.
La tormenta arreciaba afuera, y una extraña sensación de libertad y tristeza la embriagaba; al igual que el maquillaje como nieve límpida y bendita caminándole por su rostro, el cual ella refregó con desesperación como si arrancará una máscara que usaba para un solo y favorito espectador, que ya no estaba.
Un pájaro de origami volaba en la calle, se deslizaba, como si disfrutará en el aire; libre, pleno, completo y extrañamente impermeable, este parecía no mojarse, ni con una sola gota; Yui lo atrapó entre sus manos y lo guardó en su bolso de mano como una señal.
Cuando ella arribó ante la presencia de su okaasan, esta la abrazo para reconfortarla, pero Yui la apartó con suavidad; en tanto le peticionaba con calma y seguridad: —Madre deseo mi ceremonia de Hiki-iwai, lo antes posible.
Yui lo sabía, sentía palpitar esta decisión, carcomiéndole los huesos y agigantándole el corazón: Ya no tenía sentido alguno seguir siendo una geisha. Ya no.
© Melody Paz

Obi:Faja ancha de tela fuerte que se lleva sobre el kimono, se ata a la espalda de distintas formas.
Taka shimada: Gran moño usado por jóvenes solteras.
Maiko: Aprendiz de geisha.
Okobos: Zuecos negros muy altos.
Oneesan: Hermana mayor en japonés, una geisha que enseña y supervisa a la maiko.
Okaasan: Madre en japonés.
Okiya: Casa donde habitan las geishas y maikos.
Ochaya: Sala de banquetes donde las geishas reciben a sus clientes
Dannan: Cliente habitual adinerado que mantenía a la geisha.
Shamisen: instrumento de cuerda, con forma de guitarra abombada.
Kasa: Paraguas o sombrilla de las geishas.
Hiki-iwai: Ceremonia final en la vida de una geisha, que marca su retiro definitivo.
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