Red de Literatura y Cine
Esa tarde todo parecía transcurrir como siempre: Los gritos alborotados de los niños y adolescentes enfervorizados, que salían de los colegios aledaños a su casa, lograron por un momento distraerla
de una de sus actividades favoritas: Escribir.
Se asomó a la ventana para observar mejor: Allí estaban aquellos padres, recibiendo a la entrada del
establecimiento escolar, a sus hijos; fundidos en abrazos que iban y venían,
fundidos como los pétalos de una rosa recién nacida. Más allá una pareja de
adolescentes enamorados se rifaban mimos sin la menor compasión por aquellos
que los fisgoneaban envidiosos. Estas escenas trajeron en Carol, recuerdos y
añoranzas de momentos felices, pero de otros no tantos; presurosa y con un
gusto amargo en la boca, cogió el pote de dulce de leche que le había
obsequiado su amiga desde Argentina.
Sabía a manjar, tan dulce y aterciopelado; a ella le encantaba esta exquisitez oriunda de las Américas, casi
como una adicción; degusto un poco, complacida de haber logrado quitarse de una
vez por todas el sabor amargo que comenzaba a surgirle en el centro del pecho.
Igual que una peculiar luz de emergencia, que nos avisa que están próximos a asomar
pesares que preferimos guardar bajo el acolchado gris del olvido o el desván de
las cosas muertas y sepultadas: unas por dañinas; y otras al contrario, por haber
sido tan amadas y ya no tenerlas.
Los ojos le dolían, ella había pasado largo rato escribiendo, la música había terminado y un silencio acogedor la
acompañaba, inundándolo todo. Se refregó los parpados, y decidió recostarse en
el sillón azul, con la simple intención de descansar un momento la vista; antes
dirigió su mirada a la cajita de música con la bailarina clásica que elegante con
su tutú rosado y florecitas en el cabello, se lucía sobre una mesa baja de
madera junto a la lámpara marmolada. Tomó a ésta entre sus manos e hizo girar
la cuerda; la danzarina comenzó a realizar círculos, al son de las notas
musicales. Carol se deleitaba como una niña, es que ella profesaba una gran
admiración por el ballet clásico y sus exponentes. En su infancia había soñado
con ser una gran bailarina; pero las vueltas del destino, sincronizadas y
prefectas, como las de la muñequita de aquel cofre musical la condujeron por
otros derroteros que no pudo evitar.
Seguidamente cogió nuevamente la pequeña cuchara, prometiéndose sería la última vez, pues el sabor era exquisito: pero tampoco era
cuestión de pecar de gula. Saboreó un bocado del dulce, muy despacio, en tanto
lo daba vueltas y vueltas en el interior de su boca. Entre los movimientos redondos
de la danza de la diminuta bailarina, el sonido a campanitas, y el sabor del
manjar todavía en sus labios, Carol empezó a relajarse, más y más, hasta quedar
completamente dormida.
¿Dónde estoy? Se peguntó ya en sueños, aturdida, mirando en
derredor. Aquel sitio parecía ser una especie de gran teatro abovedado, dedujo
por el telón de fondo con la imagen de un cristalino y enorme lago; pintura que
alcanzaba a otear pasmada, sin poder entender nada, todavía estática a un
costado del escenario; y tras de lo que supuso era el sitio denominado en la
jerga teatral con el nombre de bambalinas.
Un grupo de bailarinas evidentemente de género clásico, por sus tutús al estilo italiano, de un blanco inmaculado, corrían
presurosas para salir a escena.
La música de Tchaikovsky provenía con toda fuerza y magnetismo desde la parte donde se hallaba ubicada una gran
orquesta de variados instrumentos, con un director que muy concentrado marcaba
los movimientos y ritmos; justo bajo el proscenio del escenario.
El aplauso del publico sonó estruendoso proveniente de las gradas, y esto no hizo más que confirmar la hipótesis de
Carol acerca del lugar donde se hallaba y que aquello era la interpretación del
Lago de los Cisnes. Ensimismada estaba deleitándose con el movimiento de las
bailarinas, ya en escena, que apenas reparó en la mujer regordeta y de peinado
recogido, que se le acercó por detrás, con los nervios en las manos.
— ¡Carol! ¡Por Dios! ¡Prepárate hija! En diez minutos sales —a borbotones mientras le acomodaba los pliegues vaporosos de
organza del tutú— ¡Milena! ¡Ven urgente! —ordenó a otra mujer con cabellos
negros de corte estrafalario y el tatuaje de una libélula en el hombro derecho.
Ella acudió muy rápido munida de un peine y un fijador de cabello en la mano, presurosa
acomodó el rodete y la corona de plumas nevadas, que lucía Carol rodeándole la
cabeza.
Fue en ese preciso instante que ella salió de su letargo y sorpresa, bajo la vista y reparó en su vestimenta: falda tutú
de estilo tardo-romántico y zapatillas de punta con cintas como hiedras blancas
enroscadas a su tobillo, amarrándola a un sueño; que ahora corría el riesgo de
convertirse en una pesadilla.
Luchando contra las fantasías y apelando a la cordura, Carol aclaró: —Disculpen pero eso es un error, yo no…
—Shusss calla Carol, tú eres capaz de todo, luego de recuperarte del accidente como lo hicisteis —soltó la mujer
mirándola fijamente.
—Pero es que no entendéis, hay una confusión, yo no sé bailar; por lo menos no a este nivel, no podría nunca
interpretar a Odette…
—Carol os conozco desde niña, cuando veníais a aprender con tu maillots y calentadores a rayas, por ese entonces y a
tan corta edad, ya afirmabas con seguridad que serías una gran bailarina;
cuando usaste las primeras puntas en tus zapatillas llorasteis de emoción.
Siempre fuiste la primera en llegar a tus prácticas y la última en retirarte,
danzabas hasta hacer sangrar tus pies y no te importaba.
Carol deseo interrumpir de vuelta, pero se detuvo, empezaba a sentirse cómoda; al fin y al cabo la magia de los sueños
le estaba haciendo vivir algo que siempre había deseado, y no
habría nada malo con disfrutarlo. Ella asintió con la cabeza, haciéndole saber
a esa mujer que la estaba escuchando con atención.
—Y llegaste, vaya que llegaste, hija, eres una de las bailarinas más famosas y valoradas por tus colegas —prosiguió la
mujer, pero esta vez con expresión algo tensa—; luego paso lo del accidente
automovilístico, permaneciste convaleciente y tus piernas apenas se movían,
prácticamente tuviste que aprender a bailar de nuevo, te caíste y levantaste
miles de veces, y volvías a comenzar con la misma fuerza de voluntad. La mayoría
apostaba que no lo haríais, aseveraban que tu carrera había llegado a su fin;
pero tú mi niña —apoyando sus manos en las mejillas de Carol, y con los ojos
aguados—, tú lo hicisteis, te esforzaste sin cansancio, y estas aquí de vuelta,
y toda esta gente que te admira ha venido a disfrutar tu regreso. Eres un
milagro Carol, no tengas miedo, recuérdalo siempre que tengas que enfrentar la
vida, como ahora.
Carol percibió una sensación cálida y reconfortante lloviznándole de norte a sur.
—Salid, ahora —indicó un hombre de gafas con un cronómetro en la mano.
La mujer de aquellas sabias palabras la condujo a la salida. Carol rezo en voz baja y colocó el primer pie sobre el
escenario; las luces de los reflectores inmediatamente se apostaron todas sobre
su figura.
Dios, como voy a bailar, esto; lo haré como bailo en mi casa y listo.
Vamos Carol tu eres capaz, se alentó;
para seguidamente comenzar la danza de las jóvenes cisnes, del segundo acto. Extendió
su pierna derecha y enseguida la otra le acompaño sin el menor esfuerzo, más
que correctamente alienada y centrada en su eje; saltaba por los aires como una
pluma, cruzando las piernas y girando como trompo desafiaba la gravedad. Descendía
suavemente, apenas rozando el piso; ascendía ligera y diáfana, ejecutando todos
y cada unos de los pasos de los allegros a la perfección.
Por suerte no son las zapatillas rojas de Andersen,
caviló aliviada en el receso, observando las suyas blancas de puntas.
Los demás actos transcurrieron con igual excelencia; al finalizar el cuarto y último acto el compañero de Carol,
interpretando a Sigfrido le tomó de la mano; ambos se inclinaron saludando al
publico que enfervorizado y de pie ovacionaba a los bailarines, especialmente a
Carol, a su perseverancia y fortaleza. Mil rosas caían a sus pies,
reverenciando su valor.
Dichosa en esta parte del sueño se hallaba Carol cuando el halo de luz indiscreto filtrándose por la ventana, y el bullicio proveniente de
la acera la despertó. Despabilándose y tratando de rememorar y atesorar cada
detalle del mismo, ella decidió salir a la acera a disfrutar del sol; es que
aquel sueño le había inyectado una dosis de alegría extra.
Se había dado cuenta, que ella era la del sueño; la bailarina potente y suave como los pasos del ballet, moviéndose
al son de la danza de la vida.
Allí, se encontraba Carol cuando de repente un auto negro surgió desde la esquina sin previo aviso y alta velocidad,
en el preciso instante en que un niño se disponía una cruzar la calle. Tal
imagen erizó su piel, advirtiéndole que estaba a punto de presenciar una
desgracia; y ella no era de las que se quedaban cruzadas de brazos, y menos
ahora en esta etapa de su vida.
Sin pensarlo dos veces, corrió con todas sus fuerzas y empujó al niño hacia atrás. Los dos cayeron al piso; en tanto, el
negligente conductor ni siquiera freno, dejando una nube de polvo tras de él.
— ¿Estáis bien? ¿No os duele nada? —interrogó Carol al niño de pecas cafés, nariz respingona y mochila azul eléctrica en la
espalda.
—No estoy bien —balbuceó, tiritando y todavía con temor.
Un aplauso sonoro cortó el diálogo, Carol pestaño para cerciorarse de que estaba despierta, pues dichos aplausos se
parecían a los del sueño; pero no, aquellos provenían de un grupo de personas,
testigos de lo sucedido, que agolpadas en la vereda, aplaudían a la heroína y
al niño.
Vaya día,
caviló Carol, mostrando una hilera de flores de azahares desde una oreja a la
otra y una constelación de estrellitas en las pupilas.
Luego de las consabidas felicitaciones de la gente, y cuando los padres del niño retornaron a éste sano y salvo a su
hogar, Carol regreso a su casa, dispuesta a festejar como ella le agradaba:
bailando en su casa sola y descalza; pero el sonido del timbre sonando en la
puerta le indicó que iba a ser interrumpida. A regañadientes abrió la puerta.
—Hola soy tu nuevo vecino —se presentó un joven maduro con remera celeste, apostado en la puerta, con expresión
afable.
Carol lo miró sorprendida.
Es que aún faltan más sorpresas, a este tren, no sé si llegaré viva. Tantas
emociones, y ahora un príncipe celeste, maquinó divertida, pues
ella era demasiado inteligente como para saber que el príncipe azul no existe; pero
tampoco tan pesimista como para dejar de creer, que quizás puede existir algo
aproximado.
—Si —preguntó acomodándose el mechón tras las orejas.
—Solo quería presentarme y felicitarte por lo que habéis hecho hoy…—efectuó una pausa como si quisiera tomar coraje—,
y bueno deciros que para lo que necesitéis aquí estoy… y que si os parece, y no
tenéis otro compromiso, podemos ir al cine o donde gustéis un día de estos.
—Ok, gracias —contestó poniendo su pie izquierdo, oculto tras el derecho en punta.
—Y veo que gustáis del dulce de leche, con razón —deteniéndose de lanzar lo que él suponía una cursilería demasiado
apresurada para el primer encuentro: No se animó a confesarle que ella era tan
dulce, porque comía ese postre a base de leche y azúcar—Bueno, hasta pronto,
vivo aquí a la vuelta —balbuceando entre timidez y regocijo.
—Nos vemos —agitando su mano en señal de despedida.
Carol cerró la puerta, y largo a reír. Ella ignoraba lo que depararía aquella amistad con el nuevo vecino, si llegaría
a transformarse en algo más o si era el hombre que soñaba, tampoco tales
interrogantes le preocupaban; ella simplemente se dejaría llevar por los
acontecimientos, dejaría que la vida la sorprenda, y bailaría a ritmo. Sabía
que se tenía a sí misma; que poseía también, una alforja repleta de sueños
inacabables por los cuales vivir, y un manojo
abrigado de amigos que la amaban en las tempestades y reían con ella en la
calma. Y eso era lo importante.
Colocó un tema de Jump, arrojó sus zapatos guillerminas verdes a un costado y se dispuso a bailar descalza y con
ganas, como siempre lo hacía, como siempre lo hará.
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