La misión de Guadalupe

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

Todos los sábados en la vecindad de enseguida de mi casa, en un terreno que estaba a un nivel de cinco metros abajo, los vecinos organizaban bailes apoteósicos en todo el centro del patio, que era muy grande; iban los jóvenes de la colonia mediante el módico precio que costaba el distintivo: un listón de colores que prendían de la camisa o el saco de los hombres; las damas entraban gratis. La fiesta empezaba a las nueve, y para las diez ya todo era algarabía con las cervezas y la música, además de alguna que otra botella de sotol que circulaba como si hubiera surgido de la nada.

Por supuesto que había música en vivo, un conjunto norteño formado por jóvenes del barrio; los dirigía un pelirrojo al que le decían El Canelo que tocaba el acordeón y además era el vocalista. Para muchas de las parejas del barrio aquellos bailes fueron su rito de boda, porque la noche del baile ya se habían puesto de acuerdo en fugarse juntos; al día siguiente todo mundo comentaba que fulano se había robado a perengana, ya era una tradición, excepto para los padres de la joven que se dedicaban días y días a buscar a su hija hasta que ella solita regresaba muy compungida para avisarles que se había arrejuntado con su novio y que ya vivía en otra casa. O a veces hasta para pedirles que si la dejaban volver a casa con todo y novio.

Una de aquellas muchachas, que se llamaba Guadalupe, se fue con el novio un sábado al terminar el baile, pero cuando tres días después regresó, venía sola pero muy contenta y como rara. Les contó a sus papás algo muy difícil de creer y a pesar de eso ellos, que siempre fueron muy religiosos, casi fanáticos, se lo creyeron completito.

Les dijo que cuando estaba bailando la última tanda con su novio empezó a tener una profunda inspiración y a danzar con ritmo celestial; el muchacho mismo estaba asombrado de que ella bailara tan hermoso, aunque era de las mejores bailadoras del barrio, pero esa vez había ratos que hasta flotaba. Salieron juntos de la mano sin que los viera nadie y empezaron a caminar hacia las orillas de la colonia.

A pesar de que eran las tres de la mañana y la noche estaba muy oscura, cuando ellos iban pasando se abría un camino iluminado. Al llegar a la Pasteurizadora los esperaba Cristóbal, su amigo, en un carro para llevarlos a Santa Isabel, pues alguien les había prestado por unos días una casa cerca del río.

Allí, a la salida de la carretera, el carro empezó a deslizarse como si fuera en una pista de hielo y fue cuando Guadalupe, que al principio iba nerviosa por haberse escapado dejándole nomás un recado a su mamá, se fue tranquilizando y entró como en trance: desde lo más hondo de su cerebro empezó a oír una voz muy hermosa que le decía: “Guadalupe, este viaje cambiará tu destino”.

Ella pensó al principio que la voz se refería a su decisión de hacer vida con Fernando y le pareció que aquello no era más que su imaginación para tranquilizar la conciencia; sin embargo, sus cinco sentidos se habían agudizado. Al principio pensaba que era por el efecto de las dos cervezas que había tomado en el baile, además de la música y el apuro por el paso que estaba a punto de dar. Cuando iban pasando por El Vallecillo volvió a escuchar la voz. Volteó para todos lados a ver si alguno de los otros dos también la oía, pero aquel sonido tan dulce solo era para ella: “Escúchame, no tengas miedo. Yo estaré contigo por el resto de tus días, tienes un cometido muy alto qué cumplir”.

Nuevamente se hizo silencio, una paz muy gozosa ceñía su cuerpo como un manto divino; no sentía miedo, ni siquiera curiosidad. Extrañamente le parecía como de lo más natural el diálogo consigo misma o con alguien que le hablaba desde otra dimensión. Aquella voz era un sonido muy concreto, no simplemente la imaginación que se manifiesta en el silencio: “Guadalupe, eres la mujer elegida. No solo porque tú y yo tengamos el mismo nombre, sino porque eres mi hija consentida”.

Cuando llegaron al pueblo, Guadalupe le dijo a Fernando con firmeza:

―Mi amor, vas a tener que perdonarme por lo que te voy a decir. Ya no podremos seguir juntos. Aunque te quiero mucho y tenemos dos años de novios, este es el final; ahorita no te puedo explicar por qué, pero muy pronto lo entenderás. Te juro que no hay otro hombre y nunca lo habrá, tú serás el único en mi vida, aunque ya solo te llevaré en mi corazón y cada uno deberá tomar su propio camino.

―¿Pero cómo? No puedo creer que me estés cortando precisamente en este día que iba a ser el primero de vivir juntos; después de que fui el único. Eres mi mujer y desde que te conocí ya no volví a andar con nadie, eso lo sabes bien ―Fernando se atragantaba dando explicaciones, navegando entre la sorpresa y el enojo― no me puedes hacer esto.

―Ojalá algún día puedas perdonarme, mi vida, pero esto es más alto que tú y que yo. Estoy llamada a una tarea que no entenderías, y que yo misma no entiendo todavía.

―No me digas que te vas a enrolar en el servicio secreto o en la Legión Extranjera ―trató de burlarse torpemente el hombre, en el colmo de la desesperación. Ella en cambio le contestó serena:

―Es todo lo que te puedo decir. Mi destino está en otro lado, por eso te digo adiós para siempre ―le dijo en tono de punto final y empezó a caminar hacia el templo de Santa Isabel, donde a pesar de que apenas eran las cinco de la madrugada, sonó la campana como dándole la bienvenida a Guadalupe; milagrosamente también las puertas se abrieron para que ella entrara muy despacio en actitud de profunda oración.

Regresó al barrio cinco días después, parecía otra. Su actitud era la de una mujer serena y mística, su larga cabellera había crecido treinta centímetros en unos cuántos días, lucía brillante y muy hermosa como un manto sobre su espalda que le llegaba hasta el inicio de las piernas, traía un vestido muy fino de color azul cielo y una como capa rosa, se veía altiva y sencilla como una santa o como una estampa de la Virgen María.
Sin palabras, sus padres entendieron el alto destino de su hija, la elegida. Al día siguiente rentaron un cuarto en la misma vecindad de los bailes y la adornaron como si fuera la ermita de una iniciada. Al centro de aquella habitación de opereta religiosa se posó Guadalupe en actitud de recogimiento, con las manos juntas en la punta de los dedos, una tenue luz muy bien estudiada atrás de la espalda dibujaba en la penumbra su silueta como un aura dorada; a las orillas del cuarto pusieron veladoras en frascos altos, decorados con imágenes de santidad. De inmediato se formó una larga fila de visitantes frente a la puerta, quienes al entrar uno por uno, en lugar de saludarla se santiguaban, y una viejita hasta se arrodilló al llegar. Algunos cuentan que ese día Guadalupe hizo su primer milagro: un hombre que llegó retorcido en una silla de ruedas recibió de ella el don de la salud cuando le impuso las manos sobre su cabeza, en actitud de profunda concentración. El hombre salió caminando, para asombro de todos.
En tres meses Santa Guadalupe del Rosario ya era famosísima, llegaban visitas de todas partes buscando solución para sus pecados, sus dolencias, o simplemente por la curiosidad de conocer a la nueva aparición de la Virgen María, reencarnada en aquella sencilla y hermosa mujer de pocas palabras que repartía sus dones y hacía oración por los inocentes hombres y las atribuladas mujeres que llegaban a su vera. A muchos de ellos les devolvía la estabilidad emocional con solo verla; a otros con sus manos milagrosas les retiró las tinieblas de la muerte y el dolor. También les devolvió la fe perdida.
Yo la fui a ver dos veces, para conocerla, y sentí que en esa habitación había algo misterioso y alegre a la vez. No volví más veces porque en eso a mi papá le dieron su cambio a Juárez y nos fuimos a vivir allá. Ya sé, Alba, que no me crees mucho esta historia de mi vecina la santa, pero de veras: yo la vi con mis propios ojos.

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