La cofradía del Che Luján

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

Cuando estábamos en la primaria no había tantos limosneros como ahora pidiendo caridad, en cambio, estoy seguro de que esa virtud se ejercía con más abundancia que en los tiempos actuales, ahora el individualismo y el aislamiento son casi un programa de vida pregonado por estrategias de la superación personal y opuesto a cualquier vestigio de solidaridad.

En esa época los limosneros eran ancianos decrépitos que se sentaban en los umbrales de los templos del centro y a mí se me figuraba que formaban parte natural del paisaje, no personas que tuvieran una vida real sino seres misteriosos que a la vez me causaban lástima y temor, porque eran distintos: las mujeres usaban rebozos negros y ellos unos sacos de lana en todas las épocas del año, aun en los calorones de junio.

En la colonia Rosario, donde quedaba mi escuela, no vivía ninguno de ellos, pero de vez en cuando se paseaba por las calles del rumbo el Che Luján, un hombre que medía casi dos metros y tenía una melena negra y rizada, siempre traía una barba como de cinco días sin rasurar y un rostro hermoso pero siempre sucio, de ojos grandes muy intensos, nariz y mentón bien proporcionados; usaba unos pantalones de lona que alguna vez fueron azul marino, una camisa de color blanco percudido y un abrigo abierto que a mí me parecía como una capa de súper héroe.

Mi mamá me decía que ni me le acercara, que no se me ocurriera sacarle plática como acostumbraba yo hacerlo con todas las personas a las que les preguntaba de todo tratando de saciar mi curiosidad, hasta que la mayoría de los adultos me mandaban por un tubo con la indiferencia que solían usar en aquel tiempo con los niños, empezando por los propios hijos.

Mis tías contaban que el Che Luján estaba loco y hasta podía ser un robachicos; uno de mis tíos platicó que era un borracho al que le gustaba pasearse por toda la ciudad y de vez en cuando pedir un taco en alguna casa por dónde iba pasando, pero que se portaba muy correctamente con todas las señoras y hasta no faltaba alguna que otra que le coqueteara a pesar de su aspecto desastroso, porque nunca falta un roto para un descocido. En cambio, uno de mis primos de los más grandes contó que una vez lo vio ponerle una golpiza muy regular a uno que se atrevió a gritarle: “Ahí va el loco Che”. Esa doble falta de respeto con albur incluido le costó media dentadura y dos costillas rotas.

A pesar de la prohibición de mi jefa, la fuerte personalidad del Che Luján fue un imán para mi avidez de cuentos, así que estuve cazando la oportunidad de acercarme a la leyenda viva que representaba aquel vagabundo. Nadie podía saber, ni siquiera él mismo, cuándo andaría otra vez por mi colonia; mis tíos decían que lo que más le gustaba era caminar por el centro, y cuando se aburría se iba hasta las colonias más lejanas. Pero en esa decisión no había ninguna razón más que su soberana voluntad en el momento que fuera.

Para mi buena suerte apareció un domingo en plena madrugada; como mi casa quedaba en frente del arroyo que bajaba del Cerro Grande, lo vi pasar todavía alumbrado por la luna, pues aún no rompía la aurora. Sin hacer ruido para no despertar a mí mamá, salí hacia la ladera y alcancé a verlo caminar muy despacio por en medio del arroyo. A buena distancia para que no me descubriera lo fui siguiendo en la semioscuridad: su silueta se dibujaba frente a los espléndidos colores del alba; tengo muy presente que ese día la luz del sol inició en rosa con tenues hilos de violeta.

Cuando apareció ese espectáculo que digo, Che Luján detuvo su marcha y abrió los brazos como si fuera un profeta de la biblia comunicándose directamente con El Arcano. Yo también me detuve, y no solo para que no me fuera a descubrir que lo seguía, sino porque me impresionó mirar esa actitud mística en un hombre que según esto estaba loco, que pedía limosna con pose caballeresca y que le había puesto una madriza a otro señor por haberlo ofendido. Y también porque deseaba que la vida misteriosa de alguien fuera mucho más legendaria que mi propia imaginación.

Che Luján siguió caminando largo trecho por el centro del arroyo, hacía como diez minutos habíamos dejado atrás las orillas de la colonia, el valle del Cerro Grande. Llegó a la casa de piedra, que yo no conocía, pero de la cual había oído hablar muchas veces: un pequeño rancho cercado por una barda de rocas perfectamente apiladas, como si fueran una escultura; al fondo estaba una casa, construida de la misma forma y con techos de mampostería. En cuanto el hombre abrió la puerta de la cerca, salieron de la casa un señor y una señora ya viejitos, contentos de recibirlo. La mujer gritó desde lejos:

―Josecito, qué milagro, m´hijo, ya tenías como un mes sin venir. ¿Qué traes ahí que me des? ―le dijo muy cariñosa y bromista.

―Muchas cosas, mamá, ya verá. ¿Cómo han estado?

―Muy bien, José, ya mero se da el frijol, vamos a levantar bastantes costales ―le informó el viejo, también muy animoso.

―Nomás vine por unas herramientas, no me voy a quedar mucho rato ―agregó Che Luján muy formal, como si no fuera el loco del pueblo sino cualquier otro hijo adulto con sus ancianos padres.

―Está bien, pero primero ven a darte almuerzo ―dijo la mujer con un tono maternal y firme.

Todavía tuve la audacia de asomarme por la ventana a uno de los cuartos y desde ahí se miraba el zaguán de la casa. Vi que el hombre movió un ropero y atrás se ocultaba una puerta; la abrió y se vieron unos como anaqueles empotrados en las tres paredes restantes. Sobre los entrepaños había cinco cajas grandes de madera. Che Luján abrió una y se vio brillar una luz dorada: sin contarlas sacó dos puños de monedas y se las echó en las bolsas del pantalón. Después supe que eran alazanas, que es como la gente les dice a los centenarios de oro.

En los días siguientes fui atando cabos y conociendo la vida secreta de aquel hombre extraño que repartía su ayuda a quien miraba cerca de su entorno, empezando por sus padres a los que mantenía felices en su rancho de piedra, el señor sembrando sus tierras y la señora bordando y tejiendo hermosas prendas que vendía o regalaba a quien las ocupara. También era generoso Che Luján con la cofradía de alcohólicos de la colonia, con las señoras que se habían quedado solas criando a sus hijos y, en fin, como lluvia discreta y fina las manos de Che Luján siempre estuvieron abiertas a las necesidades que le tocaba remediar.

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