Red de Literatura y Cine
La señorita Hilda
Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín
Cuando me tocó en sexto, la maestra Hilda debió de tener la misma edad que yo ahora o poquito más; a lo mejor, como ella, debí de haberme quedado en mi pueblo y hacer una vida tranquila; no obstante, en lo que concordamos es que desde chiquita ya tenía la convicción de la soltería para siempre, igual que ella: a mí la pura idea de tener hijos y aguantar un marido siempre se me ha hecho muy cuesta arriba; toco madera. Ahora pienso en que si también en lo otro hubiera seguido su ejemplo, viviría más a gusto: cero migrañas, cero deudas y cero historias pavorosas de amores traicioneros. Por el contrario, tendría una casa solariega, cerca del río, los árboles, el hermoso cielo como no hay dos en todo el planeta, además del aprecio de los vecinos. Pero la verdad es que a pesar de todo me gusta lo que soy, lo que tengo.
Todo eso pensaba Alba, mientras manejaba rumbo a Camargo su carro Crossfox de color rojo. En tanto, conduciendo su Accord en la misma dirección, Joel platica consigo mismo:
Estoy bien seguro de que la señorita Hilda fue de esos escasos seres que verdaderamente edifican el mundo. Aunque han pasado tantos años aún recuerdo sus enseñanzas como si las estuviera leyendo en uno de mis cuadernos de apuntes que he perdido con tanta mudanza: muchas de sus palabras todavía resultan inolvidables. Me acuerdo de aquella vez que usé el lápiz con la punta bien afilada contra Nati Bonilla porque tenía semanas diciéndome “monaguillo roba veintes” cada vez que me encontraba en el recreo. Aunque yo procuraba no hacerle caso, terminó por hartarme; de la mochila saqué el lápiz y se lo dejé ir como si fuera un cuchillo. Afortunadamente alcanzó a meter la mano derecha y ahí quedó encajada la punta de carbón que con la fuerza se cortó del lápiz. Empezó a sangrar, no mucho, porque no le di en la vena, pero lo más impresionante es que a través de la piel se traslucía la punta del lápiz adentro del dorso de la mano. Nati, a pesar de que era el clásico bravucón, lloraba a gritos mientras era conducido por la maestra Hilda rumbo al salón, donde estaba el botiquín. “Vente tú también, Joel”, me dijo con mucha calma, sin regañarme y sin hacer aspavientos, mientras me iba diciendo que nunca debía usar la violencia para resolver mis problemas, que la serenidad era un hábito muy hermoso que yo debía aprender. A pesar de que yo estaba asustadísimo, pude intuir que esa era una gran lección de la maestra, quien sin reaccionar con represalias, como nuestros padres y los otros profesores nos tenían acostumbrados ante cualquier problema, supo ser compasiva, no solo con la víctima, que en este caso era Nati, sino también conmigo.
Una desviación por arreglos en la carretera sacó por un momento de sus cavilaciones a la mujer, pero en cuanto volvió de nuevo al carril, Alba siguió con el cauce de los recuerdos:
Cómo se me quedaron grabadas las palabras de la maestra aquella vez que se pelearon Viviana y Emma por un niño que estaba en el grupo de sexto: esa enseñanza la vine a comprender algunos años después. La historia empezó así: Luis Porras se encontró un sábado a Viviana en el quiosco de la plaza y la invitó a un root bear y unas palomitas de doña Mary; aquella se emocionó toditita porque Luis la verdad estaba bien guapo, y eso que en aquel entonces a mí los niños me importaban un comino, pero no dejo de reconocerlo. Cuando ya casi se había terminado el vaso y como sin darle importancia, Luis le preguntó a Viviana que si quería ser su novia. Ella hubiera deseado contestarle luego luego que sí, pero como se acostumbraba en esos tiempos, lo que dijo fue que le daría la respuesta para el siguiente sábado. Así lo hacían las señoritas decentes, aunque apenas estuvieran en sexto de primaria; ya conocían el protocolo completo. Lo que Vivi no sabía fue que el tal Luis era más mañoso que bonito, pues ya andaba de novio y a beso y beso con Emma, quien estaba repitiendo el grado y era mayor que todos en mi salón; se vestía con faldas bien cortitas y a veces hasta llegaba muy maquillada. ¡Zaz!, parece que en ese carro que me rebasó va Joel, años sin verlo. De seguro también va al funeral de la maestra Hilda.
Solo en muy contadas ocasiones volví a saber de la señorita Hilda. Cuando terminé el tercer año mi papá consiguió un trabajo en Chihuahua en el Che Pe y nos fuimos a vivir en aquella ciudad, a una colonia que quedaba cerca de la estación del ferrocarril; solamente volvíamos a Camargo a las fiestas patronales de Santa Rosalía, y eso los primeros años, después ya nunca regresamos. En esas visitas al pueblo nos enterábamos de que a la señorita Hilda la habían nombrado directora, y que cuando estaban a punto de darle un cargo aún mayor prefirió volver a su eterno oficio de maestra, las clases frente a grupo, conservando, eso sí, escalafón y salario. También supimos que el partido oficial le ofreció una candidatura para presidenta municipal, que ella amablemente declinó. Lo cierto es que fue, supongo, hasta el día de hoy, uno de los personajes notables de Camargo, y de seguro su funeral será todo un acontecimiento. Me pregunto si además de eso alguien la recordará con verdadero cariño, más cercano que el que le tenemos los que fuimos sus alumnos, la familia volátil que pasaba cada año a la orilla de su vida durante un ciclo escolar.
No sé qué tan exagerado sea esto que hasta hoy se me ocurre pensar:
Cuando fue mi maestra de tercero también era algo así como mi guía espiritual. Por ejemplo aquella vez, cuando el pleito de Viviana y Emma, más que el hecho ruidoso de que dos de mis compañeras se liaran a golpes por un muchacho, para mí el verdadero espectáculo fue la actitud tranquila y natural de la maestra, que se concretó a separarlas con suavidad, sin regañar a nadie y a decir estas breves palabras que jamás se me han olvidado: Nunca valdrá la pena perder la amistad por el amor de un hombre; las mujeres deben ser solidarias entre sí, apoyarse, respaldarse; tienen una misión difícil e importante: que el mundo reconozca el poder maravilloso que vive en cada una, y el primer paso para lograrlo es que las mismas mujeres se lo crean.
Ahora que me acuerdo, cuando yo estaba en el Tec de Chihuahua mi mamá me platicó que la señorita Hilda tuvo un enamorado, y que hasta vivió con él algunos años; la relación terminó cuando él insistió en que se casaran y formaran una familia; ella no quería, trató de convencerlo de que la libertad compartida era lo mejor para ambos, en vista de que el hombre ya había sido casado y tenía una hija; ella, por su parte, quería dedicarse por entero a su profesión de maestra, para lo cual constantemente tomaba cursos de todo tipo y además leía por lo menos un libro cada semana. El error de aquel fue ponerle un ultimátum; ese mismo día ella le pidió que se fuera de su casa y jamás la volviera a buscar. Fue el único amor que se le conoció; dicen que vivió triste algunos meses, aunque sin perder el equilibrio de su vida tan ordenada y sencilla. Luego de ese duelo, no volvió a tener alteraciones y la sabiduría de su enseñanza abrió cauces que mejoraron la vida de muchos de quienes fuimos sus estudiantes, los que supimos escucharla más allá del programa oficial. Pero a pesar de todo me pregunto si en los últimos años se habrá arrepentido alguna vez de su profesión, casi religiosa, que la llevó a la íntima soledad, que tanto cala en ciertos días; pero, en fin, tampoco el matrimonio ni los hijos le garantizan a nadie que no llegará inevitablemente en los años finales.
Por ir pensando en mi maestra ni sentí pasar el tiempo y ya voy llegando. Nunca en la vida se me olvidarán estos atardeceres hermosos, siempre distintos, que me reciben cada vez que llego a mi pueblo, cuando vengo a visitar a mi mamá o por cualquier otro asunto; me acuerdo que una vez me tocó ver uno de color púrpura, increíble; otra vez vi uno de color morado como los higos, parecía que ya era la noche pero a plena luz del día.
Casi siempre cuando voy entrando procuro no mirar ni de reojo la horrenda escultura de Lucha Villa, donde a la prócer la hacen parecer una ranchera nagualona y sin chiste; al que por fuerza tengo que mirar, pues me lo topo de frente, es al faro blanco del otro lado, no sé qué demonios hace en una ciudad sin mar y sin embargo se ha convertido en una especie de icono popular; si al menos estuviera bonito, pero ni eso.
Nomás dejo mi maleta en casa de mi mamá y me voy a la funeraria; ella de seguro allá ha de estar dándole el último adiós a su amiga y compañera de trabajo.
Tal como lo pensé, hay un gentío, pero al primero que veo es a Joel. Sí era el Honda que me rebasó en la carretera; años sin verlo, estaba segura que aquí me encontraría:
─Joelito, dichosos los ojos, años sin vernos. Ni siquiera mensajes de whatsapp, ingrato.
─Albita, qué gusto. Lástima por la ocasión. Y acuérdate que la ingrata es otra: cuando te fuiste a trabajar con los gringos por poquito se te olvida el español para hablarle a los amigos ─Joel estaba verdaderamente emocionado de hallar a su amiga, pues no era seguro que viniera desde tan lejos al funeral de la señorita Hilda.
─Bueno, ya, fuera rencores, mañana nos ponemos al día. Por ahora acompáñame a buscar a mi mamá, que por aquí ha de andar, para que nos presente a los familiares.
─Alba, pero si no tenía familia. Ni esposo, ni hermanas, ni sobrinos; era sola en el mundo. Nunca vi un caso como este.
─¿Pero cómo?, alguien debe de haber, algún pariente lejano aunque sea.
─Cuando llegué estuve platicando con Ubaldo, ¿te acuerdas de él?, me dijo que los de la Presidencia anduvieron buscando por todos lados y nadie apareció, ni en el registro civil, ni entre sus cosas. Su vecina Ofelia es la que se está encargando de los asuntos del funeral, eran muy amigas y la maestra cuando se sintió muy malita le dejó dinero para lo que se llegara a ofrecer. La señorita Hilda solo duró grave tres semanas y luego se murió, siempre fue muy sana.
Joel y Alba se acompañaron toda la noche en el transcurso del funeral; su antigua amistad que nació desde niños y se fortaleció en los años laborales, al poco rato estaba intacta y con el fuerte cariño de toda la vida. Las ceremonias y ritos tuvieron una mezcla de entre una especie de sobriedad espartana alternada con despliegues de emotividad verbal. Ubaldo, líder natural desde la primaria, tomó la batuta y estuvo invitando a todos los ex alumnos que llegaban a que pasaran al frente a decir unas palabras. Convenció a los más tímidos a que pasaran a decir algo sobre la maestra. Es más, hubo algunos a los que tuvo que moderar para que no se extendieran demasiado. A la maestra le hubiera gustado mucho escuchar a sus estudiantes ponerla en la historia con tantos relatos plenos de amor y admiración.
A la mañana siguiente se reunieron a desayunar para luego asistir a la misa de difuntos y luego al panteón municipal. Al restaurante llegaron vestidos de blanco y sin darse cuenta un poco más acicalados de lo que cabe en las circunstancias: ella estrenó un vestido que había comprado en Chiapas y tenía guardado en casa de su madre; él compro muy temprano un traje de lino en La Estrella, sin darse cuenta de que su afán de elegancia no era para rendirle el último tributo a su maestra sino por el reencuentro con su amiga. Se saludaron con la confianza de siempre y también con un inesperado sentimiento de timidez. A pesar de eso la conversación fue fluida y alegre, a veces también un poco triste por los recuerdos de la maestra.
A la iglesia llegaron tomados de la mano, también como sin darse cuenta. Al terminar la ceremonia fueron por el carro de él para unirse al cortejo fúnebre, donde iban, y no exagero, todos los automóviles del pueblo. Cuando venían de regreso ella le dijo con sencillez:
─Fíjate que mi mamá se acaba de ir a Chihuahua y no quiero quedarme sola este día tan triste. ¿Me puedo quedar contigo en tu hotel?
─Por supuesto que sí.
—Gracias, así podremos tomar un poco de vino, ponernos al día y sobre todo recordar nuestra infancia, hay una parte de ella que nos perdimos de disfrutar juntos.
—Ve por tus cosas, allá te espero, prepararé la habitación.
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