La verde enfermedad de Juanita

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

El profesor Víctor Urenda le pidió a Juanita Nora que se quedara un rato antes de salir al recreo, porque necesitaba hablar con ella. Había notado que la niña se estresaba demasiado en la temporada de exámenes, a tal grado que hasta le daba dolor de cabeza y llegaba a enfermarse de fiebre que la postraba en cama uno o dos días como consecuencia del estrés que le producía acreditar todas las materias siempre con excelentes calificaciones: era de las aplicadas como tú, Alba.

―Juanita, he notado que te pones muy nerviosa cuando hay exámenes y no tienes por qué; eres de las alumnas más aplicadas. Ya vienen los del semestre y quiero decirte que te lo tomes con tranquilidad, no quiero que vayas a enfermarte, como te sucedió la vez pasada —le dijo el profesor.

Juanita lo miró muy azorada, no se esperaba esa conversación, ni sabía que él se había dado cuenta de su tremendo conflicto: estaba acostumbrada a ser la primera en todo y por eso estudiaba horas y repasaba hasta el cansancio los temas de lo que vendría en el examen: fórmulas y cuanto hay.

En cambio, Mario Aguilera se la pasaba feliz todos los días, no parecía que se apurara gran cosa por nada, ni que estudiara más que lo mínimo. Y a pesar de eso muchas veces llegaba a sacar mejores calificaciones, y según el cálculo de ella, Mario llevaba mejor promedio. Faltaban seis meses para que saliéramos de sexto y ella estaba aferrada a que sacaría el primer lugar de todo el grupo, incluso de los dos grupos de sexto, cuando nos graduáramos. Pero no podía platicarle todo eso al profesor, así que le dijo:

―No, señor Urenda, no fue así como usted lo piensa. La vez pasada me enfermé porque comí unos alimentos que me hicieron daño. Yo estudio lo que tengo que estudiar; además, así soy yo.

―Está bien, Juanita, ya sé que eres una niña muy estudiosa y debes sentirte orgullosa de eso. Pero también hace falta que seas más segura de ti misma.

Juanita salió al recreo algo preocupada por la plática con el maestro y lo primero que vio fue a Mario, quien la saludó muy sonriente. Apenas le contestó. No podía evitar que le cayera mal, a pesar de que él era amable y hasta cariñoso con ella. Mario: el que tenía respuestas ingeniosas y que sin repetir las lecciones como vienen en el libro, siempre quedaba bien y despertaba simpatía en todo el grupo, y la aprobación sonriente del profesor. En contraste, ella daba la respuesta exacta, la correcta, y a pesar de eso nada sucedía, era de lo más normal.

Y la maldita costumbre de este profesor de sexto que proclamaba en voz alta las calificaciones de todos cuando entregaba cada examen revisado: Natividad Bonilla, seis; Conchita Chacón, nueve punto cinco; Juana Nora, nueve punto ocho; mejor, imposible, pero: Mario Aguilera, diez.

Entonces Juana volvía a morir de envidia.