Red de Literatura y Cine
Los Chirríos en la Barranquilla de ayer ( Crónica)
Por Esteban Herrera Iranzo
Una de mis mayores diversiones de cuando era niño fue la de cazar chirríos, unas avecillas negras, que en tiempos de invierno habitaban en los montes de los alrededores de mi barrio, donde anidaban, y se alimentaban de la espiga de la granadilla, una hierba que crece en el monte, hoy en vía de extinción.
Digo que fue una de mis mayores diversiones porque el chirrió no es un pájaro como muchos otros, que unas veces van de paso y otras se hallan posados en una mata o en la rama de un árbol, cuando son sorprendidos por el canto de uno de su misma especie, que desde una cogedera les llama. El chirrío es un animal diferente, pues su instinto territorial parece no tener igual en ninguna otra especie de pájaros, y es que para un pajarero no es un secreto que este animal cae en el tapón de una cogedera mientras pelea a muerte con el chirrío que yace dentro de esta; por lo que a mí, cazarlo significaba presenciar un espectáculo maravilloso, al que solo los amantes de los pájaros podíamos tener acceso. Aclaro que hoy día está prohibida la caza de este animalito, además, poco se le ve ya, por lo menos en nuestra región caribe, pues la continua escasez de la granadilla lo está llevando a desaparecer.
Para conocer mejor a esta avecilla, sería bueno mencionar algunas de sus características principales. En efecto, los chirríos son aves que ponen dos huevos, de los cuales nacen un macho y una hembra, ambos de color marrón con ciertas pintas negruzcas en el pecho. Al ir creciendo estos dos animales, el color del macho empieza a cambiar mediante unas manchas negras que van apareciendo en su cuerpo. En esta etapa es cuando los pajareros lo llaman “castizo”. Finalmente, este queda totalmente negro, y es cuando se le considera “fino”. La hembra, en cambio, conserva toda su vida el color marrón con que nace. De modo que cuando vemos un chirrío marrón, no sabemos a ciencia cierta si es un macho basto (pichón) o una hembra. Tampoco podemos saberlo por su canto, pues estos dos pájaros solamente pitan.
Para poder conocer su sexo, tendríamos que tenerlo en la mano y soplarle el pecho con aire de nuestra boca, si lo tiene redondo y sin plumas, es hembra, y si lo tiene puntiagudo y con muchas plumas, es macho. Mas, cuando vemos un chirrío negro, sabemos enseguida que es un macho fino. Esto mismo sucede cuando oímos el canto de un chirrío al que no vemos, sabemos enseguida que es un macho porque en estos pájaros, al igual que en otros de diferentes especies, es el macho el que canta, generalmente en su estado fino; aun cuando muchas veces encontramos a un macho basto, o castizo, que también lo hace, pero en una forma disparatada, ya que aún se encuentra en la etapa de aprender a cantar. Es por esto que el cazador de chirríos aspira siempre a cazar un macho. Y, una característica de este animal es que canta en cautiverio aun habiendo sido cazado fino, cosa que no podríamos asegurar de otros pájaros, ya que unos lo hacen y otros no. Sin embargo, esto no es todo lo que hay que saber de este animal. Si vamos a un monte en el que hay chirríos, por ejemplo, seguramente veremos que hay unos que para cantar se elevan desde la rama en que posan, dan una vuelta en el aire y vuelven a caer en ella, mientas hay otros de los que solo podemos oír su canto, ya que se encuentran refugiados en algún matorral. También podremos observar cómo, en alguna mata de mayor altura, hay uno cuyo canto es más fuerte que el de aquellos. Así mismo podremos ver cómo, otros se le acercan para correrlo de ella a picotazos, pero sin conseguirlo, ya que por algo él es su “dueño único”, pues para lograrlo tuvo que derrotar al anterior “dueño”. De modo que para que otro chirrío pueda ocupar su lugar, tiene que derrotarlo o esperar a que desaparezca, ya porque haya decidido irse a otro monte, ya por haber caído en las garras de algún animal depredador o de un cazador de chirríos. Generalmente este animal es conocido por los cazadores como: “pájaro de puesto”, aun cuando es sabido que su comportamiento no es más que la manifestación de su instinto territorial.
Pues bien, conociendo ya a esta avecilla, podemos comprender mejor el por qué es uno de los pájaros que cae en el tapón con mayor espectacularidad. En efecto, cuando vamos a un monte de cacería, llevamos una cogedera con un chirrío (generalmente un cantor) dentro de ella, y la colocamos en un determinado lugar para que nuestro pájaro, al chirrear, siente presencia en él, y los pájaros silvestres que lo vean, lo tomen como a un intruso que ha llegado a despojarlos de un territorio que les pertenece, y se lancen en su contra. Mas él los enfrenta, generalmente a uno por uno, pues rara vez llegan a él dos o más a un mismo tiempo, y es en medio de ese enfrentamiento que el pájaro silvestre, buscando al nuestro desde afuera de la cogedera, cae, confundido, en el tapón.
También es cierto que muchas veces los cazadores de este animal no ponen en los tapones alpiste, millo o cualquier otro alimento utilizado como carnada para la cacería de otros pájaros, sino un espejo, para que él, al ver su imagen reflejada en este, la confunda con la del pájaro que está dentro de la cogedera, se lance en su contra y tropiece el palo (alacrán) que mantiene abierto el tapón, el cual, al dispararse, lo deja atrapado.
En la cacería de este animal, sin embargo, no siempre las cosas salen bien para el cazador, pues muchas veces se da el caso de que su pájaro, no obstante, la protección que los alambres de la cogedera le brindan, se encuentra en desventaja frente a un pájaro silvestre que resulta ser un peleador peligroso –, es decir, de aquellos que a pico arrancan uñas y dedos a su contrincante – y tiene que retirar la cogedera para evitar un mal desenlace en contra de él. Tal es el caso que a continuación describo:
Contando yo con unos diez años, tenía dos chirríos cazadores maestros, ambos eran cantores, a uno lo llamaba “el Mañoso”, y esto porque cuando un chirrío silvestre llegaba a su cogedera, él lo enfrentaba durante algunos segundos, y, si veía que era muy bravo, se corría de la pelea, se arrojaba al piso de la cogedera y caminaba hasta uno u otro tapón, y aquel, furibundo, se lanzaba contra él y quedaba atrapado. El otro era un peleador excepcional al que llamaba “el Alacrán”, pues cuando enfrentaba a un chirrío silvestre, levantaba la cola y la llevaba casi hasta la cabeza. Así que yo utilizaba a estos dos pájaros según lo que quería cazar. Si sabía, por ejemplo, que en el monte al que iba, había un gran número de chirríos, y a mí lo que me interesaba era cazar muchos, llevaba al mañoso. Pero cuando era un chirrío de puesto al que pretendía, llevaba al Alacrán, ya que este pájaro es, por lo general, un buen peleador. Pues bien, un día fui con el Alacrán a “la María”, una franja de monte que separaba entonces a los barrios Los Andes y San Felipe. Mi intención era cazar a un chirrío de puesto, de un canto bonito y muy fuerte, que desde hacía varios días había tomado posesión de un palo de Trupillo; así que armé la cogedera en una de las ramas de este, y me fui hasta una loma de tierra que había a unos diez metros, con el propósito de observar lo que ocurriría. No habría pasado un minuto, cuando vi que el pájaro salió de un matorral y llegó hasta la parte superior de la cogedera. El Alacrán, al verlo, lo agredió a picotazos y enseguida empezó una pelea entre ellos, tan encarnizada que volaban plumas de uno y otro por el aire. No obstante, habiendo transcurrido unos dos o tres minutos de pelea, el Alacrán se corrió hacia el travesaño de la cogedera – algo que no era común en él – y luego cayó al piso con las alas abiertas y la cola hacia arriba.
Yo supe enseguida que algo no muy agradable le estaba sucediendo, así que eché a correr hacia ellos, pues sabía que, si el pájaro silvestre se corría hacia la parte de abajo de la cogedera, el desenlace sería fatal para él, ya que sería fácil blanco del pico de este. Cuando llegué, el pájaro había volado hacia una Higuereta que se encontraba a unos cuatro metros, y el Alacrán estaba echado en el piso, con los ojos abiertos, como si estuviera herido pero consciente, así que abrí la puerta de la cogedera tan rápido como pude, lo tomé en mi mano y le soplé la rabadilla con aire de mi boca durante algunos segundos, y el animalito comenzó a revolotear, en señal de que estaba ganando fuerzas. Mas, yo, no contento aun, saqué de la cogedera el recipiente del agua y metí sus patas en él, y, al verlo recuperado, examiné todo su cuerpo, pero no hallé huellas de picotazos, lo que me llevó a pensar que posiblemente se había golpeado con algún barrote de la cogedera mientras peleaba, así que lo volví a esta y me fui a casa. Días después, estando el animal recuperado por completo, volví con él a la María, pero el pájaro ya no estaba.
Pues bien, no quisiera retirarme de este escrito, sin antes hablar de una experiencia maravillosa que me dejó uno de estos animalitos de que vengo hablando:
Un día, de mediados de mil novecientos sesenta, en horas de la mañana, yo me hallaba de cacería en el monte la María con un jovencito amigo de nombre Eduardo. Recuerdo que aun cuando mi chirrío era un buen cantor, no había podido conseguir que algún pájaro se acercara a su cogedera, en tanto que el chirrío de él, que era viejo y calvo, y que no hacía el menor esfuerzo por pitar siquiera, permanecía acosado por uno y otro chirrío que se le acercaban con mucha furia. Más, sucedió algo de repente, y fue que estos se retiraron de él y desaparecieron, quedando el monte sumido en el silencio más tormentoso que pudiera haber para un cazador, pues ningún pájaro, incluyendo al mío, soltaba un solo canto. Ante esta situación Eduardo y yo decidimos que lo mejor era irnos a casa y regresar el día siguiente, pero, cuando nos disponíamos a retirar las cogederas, apareció volando, no sabría decir de dónde, un chirrío basto que se posó en el techo de la cogedera de él, y, como cosa curiosa, brincó enseguida hasta el borde de uno de los tapones y se arrojó a él, con tal confianza que parecía que estuviera en una jaula que ya conocía, y quedó atrapado.
La impresión que mi amigo y yo nos llevamos, fue que se trataba de un pájaro de jaula, es decir, recién escapado de ella. Mas cuando nos acercamos a la cogedera y vimos el comportamiento huraño que mostraba en el tapón, nos dimos cuenta de lo equivocados que estábamos. Hubo, no obstante, algo más que nos llamó la atención: las patas del animal no eran las de un chirrío, es decir finas y bonitas, sino gruesas y ásperas como las de un mochuelo, y aún más, no tenía en el pecho las pintas negruzcas que lleva en él todo chirrío basto. Y, cuando Eduardo metió la mano en el tapón para sacarlo, emitió por su pico, ligeramente más grueso que el de un chirrío común y corriente, un sonido parecido al canto de un grillo, es decir, semejante al que emite el pájaro que en la costa llamamos dominicano, cuando alguien se le acerca.
Recuerdo, así mismo, que Eduardo lo tomó en sus manos, le sopló el pecho, y gritó con alegría: “es macho”. Mas lo que mi amigo y yo no sospechábamos en aquel momento, es que él pasaría de tener uno de los peores pájaros que he conocido en mi vida, pues como dije antes, ni siquiera pitaba, a ser el dueño de uno al que, algún tiempo después, los pajareros del sector reconoceríamos como el mejor chirrío cantor que pudiera existir. En efecto, la potencia del canto de este animal, al que todos llamábamos “el Grillo”, y que nunca se puso fino en su totalidad, pues conservó siempre un color cremoso en el pecho, difícilmente podría ser igualada por algún otro chirrío, ya que hasta los tic, tic .., que sueltan estos antes de chirrear, eran tan fuertes como los tic, tic.., de los canarios antes de trinar.
Sin embargo, aquel animal tan diferente a los otros chirríos, había despertado en mí una curiosidad que tendría que soportar por años, pues a cuanto pajarero tenía la oportunidad de conocer, le hablaba de él, de sus patas, de su canto tan fuerte,…, sin poder obtener la respuesta que yo necesitaba; unos me decían que era un caso muy extraño, del que nunca habían oído hablar; otros, que seguramente era un cruce de chirrío con dominicano o con montañero, cosa que yo en un principio había pensado, pero que descarté gracias a un anciano pajarero galapero, que me aseguró que estos pájaros no se cruzan. Otros me decían que, si el pájaro parecía un chirrío y cantaba como tal, no cabía la menor duda de que era un chirrío.
Cierta vez fui con mi hermano mayor al mercado de granos, a fin de ver qué pájaros nuevos había para la venta, y, un vendedor, que se hallaba frente a una jaula grande en la que habían unos canarios que aseguraba haber traído del Magdalena, me dijo algo que yo jamás había escuchado, y es que en algunos pájaros se da el caso de que, de los dos huevos que pone la madre, nace un macho que es superior en canto y belleza a los otros de su especie, que lo respetan como si fuera un dios. – Esto me llenó de tal curiosidad que le pregunté que si él había presenciado alguna vez un caso de estos. Su respuesta fue – No de una manera personal, pero cuando niño oí decir en mi pueblo que hacía años un pajarero había cazado en el monte un canario macho, blanco, al que llamó “la Laura”, y del que aseguraban que los otros canarios le guardaban cierto temor, pues detenían su canto cuando lo veían –. ¡No puede ser!–, me dije con los pelos de punta, al recordar que el día que Eduardo había cazado al Grillo, los chirríos silvestres, e incluso el mío, callaron cuando él apareció, es más, cuando yo iba de caza con Eduardo y él lo llevaba, tanto mi pájaro como los silvestres se quedaban callados. –. ¿Y este caso podría darse también en los chirríos? –, le pregunté –. De chirríos no he oído decir –, me respondió.
Esa noche ni las noches siguientes pude conciliar el sueño, preguntándome que, si el Grillo no sería, acaso, uno de esos “pájaros dioses” de que me había hablado el hombre. Más no había la menor posibilidad de comprobar que esto era cierto. Los años pasaron, sin embargo, y a mí no se me quitaba la idea de que tenía que saber la verdad sobre el Grillo.
Un domingo, muy temprano, yo fui a casa de mi hermano mayor con el propósito de discutir con él la posibilidad de encontrar una editorial que pudiera encargarse de la publicación de un libro que yo acaba de escribir, y recuerdo que él mismo me recibió y me llevó hasta el patio, y allí nos sentamos en dos mecedoras que se hallaban a unos cuatro metros de una jaula grande, empotrada en el suelo, que él mantenía repleta de pájaros criollos de diferentes especies: rositas, chirríos, montañeros, dominicanos, papayeros… Y, era tal el alboroto que hacían estos animales con sus diferentes cantos, que casi no nos dejaban hablar.
Al terminar nuestra conversación, sin haber podido llegar a una conclusión satisfactoria, yo me puse de pies, y, justamente cuando me disponía a dar la espalda para retirarme, un chirrido muy potente y parecido al del Grillo se oyó desde la jaula
–. ¡Espera! –, dije a mi hermano, en tanto que, con unos pasos muy suaves, llegué a ella, me detuve en la puerta y repasé de una mirada a unos cinco o seis chirríos finos que volaban de un lado a otro, sin mostrar la menor intención de querer cantar. Con una curiosidad que me producía un desespero enorme, continué observando a cuanto pájaro decía mi instinto que podía ser “un Grillo”. Otro chirrido muy fuerte volvió a oírse, y, no sabría yo describir, mediante palabra o frase, la sorpresa que me llevé cuando, en fracciones de segundo, mis ojos se clavaron en un chirrío castizo, sin pintas negruzcas en el pecho y con patas parecidas a las de un mochuelo, tal como lo era el Grillo. Llevé el rostro a mi hermano y le pregunté que si podía regalármelo -. ¡Llévatelo! –, me dijo. Así que, sin pensarlo mucho, abrí la puerta de la jaula, entré en ella y al cabo de unos segundos tenía aquel en mis manos.
Sentí una satisfacción inmensa al pensar que había dado un paso valioso en la resolución de una incógnita que en mí no tenía precedentes, pues si bien yo había conocido al Grillo, ahora tenía la prueba de que su existencia no se había dado por un mero fenómeno de la naturaleza, sino que este pájaro existe en sí. Ahora solo tenía que averiguar si este era o no realmente un chirrío. Le pregunté a mi hermano que cómo lo había adquirido, y me respondió que lo había comprado entre un lote de pájaros, a un hombre que había pasado por la puerta, al que no había vuelto a ver.
Llevé el pájaro a mi casa y lo puse en una jaula que tenía vacía, y al día siguiente me fui con él al mercado de granos. Allí, varios vendedores de pájaros que lo vieron me aseguraron que era un chirrío, más ninguno pudo explicarme el porqué era tan diferente a los otros. Los meses pasaron y el pájaro se puso negro, mas el pecho le quedó de un color cremoso muy pálido, igual que como había ocurrido con el Grillo. Yo, en tanto, veía con cierto temor, cómo, las esperanzas de conocer tan anhelada verdad, habían comenzado a peligrar, ya que de ser el animal realmente un chirrío, su vida no sería tan larga como la de pájaros como el canario, el mochuelo y otros, que bien pueden durar hasta quince o más años. Y es que un chirrío, por lo general, no pasa de unos tres.
Un día, hallándome en casa, recibí una llamada de mi hermano. Me dijo que había conocido a un viejo pajarero de nombre Ascanio; que apuntara su dirección para que fuera a verle, pues al parecer sabía algo sobre el caso del pájaro que yo estaba averiguando. Así que tomé al animal y me fui en busca de él. Al llegar a la dirección, encontré a un señor delgado, moreno, de unos sesenta y cinco años, sentado en una mecedora, al lado de la puerta de entrada de antigua casa de barro y techo de enea. Le pregunté que si él era Ascanio. El hombre miró el pájaro y asintió con la cabeza – Ya sé que usted es el hermano de Joao. Déjeme ver el animal – me dijo, en tanto estiraba la mano para recibir la jaula.
Se la entregué, y él la alzó ligeramente, miró el pájaro por unos dos o tres segundos, y me la devolvió.
– ¿Qué es lo que quiere saber de él? –, me preguntó.
– Si es o no un chirrío -, le contesté. – ¡Es un chirrío! – Excúseme.
¿Está usted seguro? – Completamente. Un hermano mío tuvo hace años uno igual.
– Oh, qué bien. ¿Y cómo lo consiguió?
– En Chorrera. Nosotros somos de allá.
– ¿Lo cazó?
No. Un día él estaba en el monte, de cacería, y encontró dos pichones en un nido de chirríos, así que los llevo a la casa, y fui precisamente yo quien descubrió que el macho era distinto a los otros chirríos. Sus patas, el pecho…, eran diferentes. Cuando el animal creció era ni más ni menos el que usted tiene en la mano.
– ¿Y por qué esa diferencia?
– Bueno, los pajareros que han conocido a este animal –, y aclaro que son muy pocos, puesto que este animal es escaso –, la atribuyen a que es un “Chirrío Rey”.
– ¿Chirrío Rey? Pero, entonces él debe tener alguna función especial entre los chirríos.
– Bueno, ellos sostienen que él vela por la paz de la manada. Fíjese usted que cuando hace presencia en un monte en que hay chirríos peleando, estos huyen calladitos.
– ¡Cierto! -, grité, al recordar que el día que Eduardo cazó al Grillo, su viejo y calvo chirrío se estaba batiendo a picotazos contra otros chirríos cuando él apareció, y enseguida todos desaparecieron en silencio.
– Es un pájaro noble, que jamás pelea con otro.
– ¡Cierto! –, volví a gritar, recordando que cuando aquel llegó a la jaula no peleó con el pájaro de mi amigo sino que se fue hasta el borde del tapón y se metió mansamente en él.
FIN
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