Matías Pérez entre los locos

Ismael Lorenzo

© 2003, © 2012


A finales del siglo XIX, un audaz aventurero llamado Matías Pérez despegó en su globo aerostático desde el campo de Marte en La Habana, para tratar de cruzar el estrecho de la Florida. Jamás se volvió a saber de él. Desde entonces, los cubanos cuando alguien desaparece completamente, tienen la expresión “voló como Matías Pérez”.




Ha sido un largo viaje, pero he llegado, y es lo importante. Los faros de largas hileras de autos se ven moviéndose allá abajo y las luces de edificios y casas son más numerosas. Es hora por fin de descender. Abro la válvula para que el globo comience a perder altura. La noche es transparente y la estrella polar me indica que estoy en el norte.
El globo se bambolea mientras desciende. He aterrizado sobre la azotea de un alto edificio, salto de la casilla y amarro rápido el globo a una antena de televisión. Camino hasta el borde de la azotea y trato de determinar donde me hallo. Parece un condominio de seis pisos, abajo veo una piscina iluminada por las luces de varios reflectores y algunos bañistas que chapotean en ella. Son las nueve y cinco de la noche, según mi reloj. Creo que he caído en un lugar donde se sabe disfrutar de la vida.
Avanzo hacia una claraboya y atisbo a través de ella. Lo que me sospechaba, la suerte regresa a mí después de tantos años aciagos en la isla, dos pisos más abajo veo la ventana de un baño y una apreciable chica enjabonándose bajo una ducha. No es quizás el momento más indicado para presentarme, pero nunca se debe esperar demasiado. Saco una soga de la casilla del globo, la amarro a una punta de ésta, la dejo caer en la claraboya y desciendo por ella. Me balanceo para impulsarme y entro por la ventana abierta del baño, caigo bajo la ducha, o casi me caigo y me apoyo en la pared.

—¡Aay! —grita una trigueña de muslos gruesos y senos rebosantes, que me tira un jabón a la cabeza. Está algo más que sobrepasadilla de peso, pero no para mi larga abstinencia.

—Perdone que interrumpa su ritual purificador —me muevo a un lado para que el agua de la ducha deje de caerme encima —, pero he aterrizado en mi globo sobre la azotea.

La trigueña se trata de tapar los senos con una toalla, lo cual encuentro muy correcto, porque me permite apreciar su abundante y peluda parte inferior descubierta.

—¡Qué es esto! ¡Voy a llamar a la policía, descarado!

—Joven, no tenga miedo. Me llamo Matías Pérez y aunque he llegado en la forma que he llegado, vengo a realizar tareas que considero importantes.

La trigueña cierra la llave de la ducha y sale de la bañadera envuelta en una toalla.
—¿Pero qué clase de persona es Ud. que se presenta así?

—Ruego que me excuse. Salí precipitadamente de una isla de salvajes, pero me perdí en el trayecto y he estado infinidad de meses navegando en mi globo.

—Le creo por lo poco civilizado que está, entrando así en un baño. ¿Se puede virar un momento?

Lo hago y cuando me vuelvo de nuevo se ha puesto una bata de baño.

—¿Puedo saber su nombre? —pregunto.

—Mimosa. Comprendo su situación, mi tía también salió huyendo de esa isla, pero ella no carece de modales como Ud.

—Los modales dependen de las circunstancias, creo que mi mayor problema es que he llegado tarde, pero es mejor tarde que nunca.

Pasamos hacia el dormitorio, siento una suave alfombra bajo mis pies, en el centro una ancha cama.

—¿No ha traído Ud. otra ropa? Ese overall está todo mojado.

—No, no traje nada. Lo importante para mi era salir, cuando lo pude hacer no me detuve a recoger nada. Llego con la ropa que tengo puesta.

—Mi tía se alegrará de conocerlo, siempre ayuda a todos los que escapan de allá. Póngase esta bata de casa y quítese ese overall.

Empiezo a hacerlo delante de ella, mi sensible brújula apuntando erguida hacia arriba. Mimosa se queda contemplando fijamente.

—Por favor, desvístase en el baño, soy virgen.

—Excúseme, ni lo había imaginado.

—Lo llevaré más tarde a ver a mi tío Dick, él le podrá conseguir un trabajo.

—Me parece una buena idea —digo cerrando la puerta del baño.


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A paso rápido por el largo concourse del aeropuerto, el Dr. Banchi expelía sabiduría por todos sus poros. Su sombrero de cowboy en una mano, lo que permitía admirar su avanzante calvicie, en la otra portaba su inseparable maletín. Sus ojos, a través de los gruesos cristales de sus espejuelos, examinaban inquisitivamente a los otros pasajeros que pasaban a su lado, sobre todo a las provocativas turistas con sus cortos y encajados shorts.

—¿Dr. Banchi? —un alto y grueso personaje, con un portafolios en la mano y una grabadora colgándole de su hombro, hizo la pregunta.

El Dr. Banchi lo examinó un momento antes de responder. No siempre es saludable decir quien sé es.
—Sí . . . ¿Con quién tengo el honor de hablar?

—Federico Mirabello, del Daily Herald. Queremos hacerle una entrevista.

—¡Cómo no!, siempre estoy al servicio de la prensa.

—Podemos sentarnos en esa cafetería por unos momentos.

—Preferiría que no. Quiero llegar lo más pronto posible a un hotel, estoy extenuado después de este viaje tan largo, pero puedo contestarle mientras buscamos un taxi.

—¿No tiene que recoger equipaje?

—No, sólo tengo este maletín. Tuve que venir al exilio de forma súbita.

—Nuestro periódico le tiene preparada una suite en el Fontanbleu.

—Muy agradecido —aceptó el Dr. Banchi con una modesta inclinación de cabeza, como acostumbrado a ser agasajado.
Las puertas se abrieron automáticamente, dejando pasar al Dr. Banchi y al obsequioso periodista.

—¿Podría decirnos cuál es su propósito al venir a esta ciudad?

—Sólo quiero expresar que no olvido a mis hermanos que quedaron atrás. Que mi propósito es ayudarlos y lo intentaré por todos los medios posibles. No es una huida que haya tenido que huir, sino un retroceso temporal para un avance definitivo hacia la liberación de nuestros hermanos.

Llegaron hasta el taxi, el periodista le abrió la puerta y el Dr. Banchi entró, acomodándose el maletín sobre sus rodillas.


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El Porsche se detuvo frente al centro de recreación y cultura de La Joven Ninfa. Alberto Gu descendió del auto y a paso rápido dio la vuelta por delante para abrirle la puerta del Porsche al Dr. Banchi. En la vidriera exterior se exhibían las atrayentes portadas de los últimos best sellers: Los bosques de pinos, del poeta Lord Jim (también maestro de ceremonias del circo) y Mujeres en la cúspide, del novelista griego Rei Sand, más arriba estaban en despliegue todos los libros del archifamoso Lucio Verga Llaso, y luego, resaltando en una luz rojiza, las fotos de las cuatro bailarinas de la noche.

El Dr. Banchi, arreglándose la corbata en el reflejo de la vidriera, contempló largamente las fotos de las bailarinas (con sus principales partes cubiertas) y sus ojillos tras los gruesos cristales brillaron peligrosamente.
— Creo que me ha traído a un lugar muy adecuado.

—Este es uno de los centros de reunión más importante de nuestra ciudad —dijo Alberto Gu con distinción —. Le presentaré a la crema de la aristocracia, incluyendo su dueña, Nanny E. Añeja, una de las damas más aristocráticas de nuestra sociedad. En la isla era dueña nada menos que del famoso teatro Shanghai.

—¡0h, no me haga recordar los buenos tiempos del Shanghai y sus maravillosas venus! Por favor, entremos sin dilación y preséntemela.

Había dos bailarinas en el escenario, una de ellas bajaba cuando el elegante Alberto Gu y el Dr. Banchi entraron. Antes de bajar Mimosa se había cubierto sus apreciables senos desnudos con una blusita de encajes negros y sobre sus panties se había puesto un encajado short.

Una rubia, muchísimo más allá de la medianía de edad, se acercó a Mimosa y la interpeló airada.
—¿Qué has estado comiendo últimamente? ¿Te miraste en el espejo la barriga que tienes? No me extraña que no hayas recibido ni un dólar de propina.

—Si es que estoy a dieta, tía. Apenas como, no sé como he subido de peso.

—Tienes que aguantarte la boca. A tu edad yo ya tenía un cuerpo que me había valido tres casas y dos Cadillacs.

Alberto Gu se había acercado al escenario y estaba en la indecisión de presentarse o alejarse para no interrumpir en la espinosa discusión, cuando Nanny lo percibió reflejado en los espejos y se volvió con alegría.

—¡Alberto, qué feliz me haces al verte aquí!

—La alegría es mía en poder contemplarla, señora Marquesa. ¡Siempre tan joven! —afirmó Alberto Gu con absoluto descuido de la verdad —. He traído esta noche a un extraordinario científico, el Dr. Banchi, quien va a dirigir los laboratorios farmacéuticos Lux.

Nanny Añeja le extendió la mano y el Dr. Banchi, inclinándose, se la besó galantemente.

—Señora, en su teatro en la isla pasé momentos deliciosos, que espero poder repetir aquí.

—No le quepa la menor duda, Doctor —la mano de Nanny acarició la oreja del científico, con experimentada suavidad.


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Todas las mesas están ocupadas, igual que la barra. Sobre el escenario hay una trigueña de tostada piel que merece la pena contemplarla. Hacia la parte de atrás veo una mesa con una silla libre, un hombre de unos cincuenta años ocupa la otra silla.

—¿Me permite sentarme aquí? Es la primera vez que vengo, pero no creo que sea la última.

—Bueno, no siempre hay bailarinas como éstas, pero Nanny Añeja se esfuerza siempre en conseguir lo mejor. ¿Ud. es nuevo aquí?

—Sí, llegué hace poco.

—Pues yo soy un habitual. Mandrake, profesor de lingüística.

Me extiende la mano.
—Matías Pérez, químico aunque ahora trabajo en un circo.

—¿El que está aquí en el Parque?

—Sí.
—Lo siento por Ud. Es un lugar de explotación. Los salarios que paga Stiff Dick son bajísimos, sin ningún tipo de seguros médicos o de vida en trabajos que son realmente peligrosos. Sí no tuviera la protección que tiene, estaría en la cárcel.

—¿Pero cómo lo permiten?

—Su mujer, Nanny Añeja, tiene muy buenas conexiones.

—Fue la sobrina de ella quien me recomendó a Stiff Dick, de cualquier forma estoy contento del trabajo, no tenía ninguno.

—¿Conoces a Mimosa?

—Sí, ¿la ha visto por aquí?

—Mírela allá, en aquella esquina —señala Mandrake.

Sentada en la penumbra con un viejo gordo de espejuelos, Mimosa tiene un sandwich debajo de la mesa, después de darle un mordisco lo vuelve a esconder. No me ha visto todavía.

—Debías haberla visto unos años atrás —dice Mandrake mirándola —, era muy atractiva, pero empezó a engordar y si sigue de bailarina es porque este negocio es de la tía.

—¿Es verdad que es virgen?

—Sin la menor duda. Nanny Añeja la vigila mucho, tiene la esperanza que la sobrina consiga un millonario —Mandrake termina el brandy —. Aunque no sé cómo. Te recomiendo que tengas cuidado cuando estés con Mimosa y la tía esté alrededor. Es peligrosa, si Nanny se imaginara que tú le pudieras romper la virginidad a su sobrina, te desaparece. Por algo es nieta del Marqués de Sade.

—¿Del escritor? Siempre lo he admirado mucho.

—Ten cuidado, los tiempos son distintos, pero no tan distintos.

Mimosa terminó de comerse el sandwich y se levantó de la mesa. Me ve y se acerca a nosotros, sus shorts dejando ver sus muslos con celulitis y su carne un poco fofa brincando bajo una blusita de encajes negros.
—Pensé que no te decidirías a venir. ¿Te fue bien el trabajo en el circo?

—De lo mejor. Los elefantes son muy amables y Diane la domadora muy mansa. Lo que más gracioso me pareció fueron los poemas de Lord Jim.

—Ven, te voy a presentar a mi tía.

Nanny Añeja está recostada contra la barra, el pronunciado escote de su vestido permite ver sus brassieres algo sucios que mantienen en alto sus senos caídos.

Me mira de soslayo y sin interés, sin esbozar siquiera un saludo.

—Señora, es para mi un gran placer conocerle —inclino cortesanamente mi cabeza —. Los libros de su abuelo siempre estuvieron a la cabecera de mi cama y lamento haberlos tenido que dejar atrás en mi precipitada salida de la isla, pues siempre que recorro sus páginas llenas de sabia filosofía e instructivas recomendaciones, me parece que el horizonte de mi mente se alarga. El respetado Petronio o el divino Aretino no fueron nada al lado del inmortal Marqués de Sade. Cuando cobre mi primer sueldo en el circo compraré de nuevo sus santos libros, inigualables aún en la actualidad en medio de tanta competencia.

Nanny me mira fijo, inmóvil, las arrugas alrededor de sus ojos pronunciándose aún más.

—No te quiero ver con mi sobrina, muerto de hambre.

Me quedo helado, sin saber qué decir. Me parece que he hablado demasiado, pero sin duda que la sangre del Marqués rebulle en ella, pues como dijo él: “Temamos a la miseria, puesto que siempre es despreciada”.

Nanny coge a Mimosa de un brazo y apretándoselo la arrastra hacia la barra. Regreso a la mesa donde está Mandrake, que ha terminado otro brandy.

—Me sospecho que no le he caído bien a Nanny Añeja —comento.

Mandrake sacude su cabeza y se sonríe.
—¿Y qué esperabas? Estás rondando a su sobrina destinada a un millonario. Tú que eres no existente para la sociedad de esta ciudad.

En el escenario una bailarina bastante joven y de musculosos muslos mueve su pelvis vertiginosamente, el panty encajado en su hendidura delantera, lo que permite ver su abundante pelambre.

—Pero Mimosa no puede aspirar a mucho, cada día está más gorda —miro para el escenario embelesado en la magnífica pelambre — ¡Cómo vas a compararla con esa bailarina, por ejemplo!

—Esa es Jody, fue alumna mía, pero sólo estuvo un año en la universidad. No lo necesitaba, nació ya con sus grados académicos —suspira Mandrake.


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—Doctor, le presento a mi sobrina —resonó la voz aristocrática de Nanny E. al acercarse a la barra donde estaban apoyados el Dr. Banchi y Gu —. Quisiera que Ud. le pusiera un plan para bajar de peso, creo que Ud. sería el único que lo podría lograr, tengo tanta confianza en su experiencia.

—Lo haré con inmenso placer, pero aún no tengo lista mi consulta privada que instalaré en la casa que el Sr. Raimundo Lux me ha cedido con gran gentileza, situada en Coral Maple. Espero que esté lista para la próxima semana.

Nanny E. sonrió satisfecha y se alejó, con paso elegante relevando su genuina raíz aristocrática, hacia la oficina del centro cultural situada en la parte trasera del local, más allá del escenario. Su agalletado trasero, más aplanado aún por la faja que trataba de ocultar la grasa de su barriga, apenas moviéndose.

—¿Qué tal Alberto? —saludó Mimosa luego que su tía se perdió de vista —. Hoy está bailando tu venerada Jody.

El refinado Gu bebía pausadamente un daiquirí, su barba había recibido unas cuantas gotas de la bebida.
—Sí, ya la he visto. Siempre predije un gran futuro para ella, pero cuando la llevé a Las Vegas descubrí su debilidad por el juego —la cara de Alberto Gu se ensombreció —. Ganaba $2,000 en una noche con un árabe y la noche siguiente se lo gastaba en las mesas de juego, de las que no se movía hasta que había perdido todo, y sólo entonces es que quería trabajar de nuevo. Al fin tuve que llevármela, pagando más de $20,000 de deuda en el casino. Fue una de las peores inversiones que he hecho en mi vida.

—En parte me alegro porque te tenemos aquí todavía, sino estarías viviendo en la Costa del Sol o Beverly Hills —Mimosa se movió mientras hablaba, intimidada por la mirada desencajada del Dr. Banchi que atravesaba calurosa su ligera blusa de encajes, haciéndole erguir sus virginales pezones.

—No me quieras tanto, chiquilla —exclamó Alberto Gu en la forma salerosa que cuarenta años atrás lo hacían uno de los más populares chulos madrileños.

El Dr. Banchi no había cesado de mirar con lujuria vehemente los virginales pezones de Mimosa.

—Srta. Mimosa, referente al pedido de su tía —el Dr. Banchi sacó una pequeña libreta de notas de su bolsillo —, para el viernes de la semana que viene puedo darle un turno. ¿Le parece bien a las dos de la tarde?

—Sí, a esa hora ya me he levantado. ¿Pero cuál es la dirección?

—El Sr. Gu la sabe mejor que yo.

Alberto Gu sacó una costosa estilográfica del bolsillo de su saco y en la parte de atrás de su tarjeta apuntó la dirección: Avenida del Obispo y calle 12. Se la entregó con galantería a Mimosa.

—No dejes de ir. El Dr. Banchi es uno de los especialistas más brillante de los que tengo conocimiento, y una belleza en la flor de la juventud como tú —mintió Gu imperturbable, Mimosa se acercaba ya a sus 37 años —, debe cuidar su peso, mucho más si trabajas como bailarina.

—Iré el viernes, no conoces a mi tía cuando empieza a insistir en algo.

Desde el otro extremo de la barra, Tomasito el encargado del bar, le hizo una seña que era su turno para bailar.


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En Vernon, situado en el South West de la ciudad era donde el consorcio Lux había instalado sus laboratorios farmacéuticos. Raimundo Lux, en un impecable traje blanco, de unos cuarenta y cinco años, tenue bigote negro y cuerpo de atleta, se paseaba inquieto en la larga sala de conferencia, con una mesa en su centro y una docena de sillas a su alrededor.

Precedido por el elegante Alberto Gu, el Dr. Banchi entró a paso firme, su evidentemente nuevo traje gris lucía demasiado holgado para su breve complexión de científico. Antes que Alberto Gu pudiera hacer la presentación del famoso sabio, Raimundo Lux se precipitó a darle la mano.

—Doctor, es para mi un honor conocerle y saber que va a colaborar con nosotros.

—El honor es para mi al poderles brindar mi humilde ayuda —dijo el Dr. Banchi con su modestía de siempre.

—Siéntese, Doctor —Raimundo Lux señaló hacia una de las sillas de la mesa —, los otros miembros de la Junta Directiva están al llegar, los cité enseguida que Alberto me comunicó que Ud. estaba listo para empezar su trabajo.

La puerta del salón se abrió y apareció Stiff Dick, tras él, apoyado en un bastón, el Dr. William Metesaca Martín, mostrando su rostro implacable y cabeza blanca en canas. El Dr. Metesaca Martín, abogado y periodista, poseía el 40% del consorcio Lux y además era dueño de una emisora de televisión en la que tenía un popular programa en el que entrevistaba a destacadas personalidades. Se decía también que tenía intereses en el parque de diversiones La Joven Ninfa.

William Metesaca se sentó en una silla sin saludar a nadie y Raimundo Lux, de pie a la cabecera de la mesa, hizo las presentaciones:
—Dr. Banchi, este es el Dr. Metesaca, abogado y periodista, y el segundo accionista de nuestro consorcio.
El Dr. Banchi se levantó ligeramente de su asiento e inclinó su cabeza reverencialmente.

—Encantado de conocerlo, Doctor —concedió William Metesaca Martín con voz algo gangosa debido a su edad —. Quiero que aparezca en mi programa de televisión.

—Es un extraordinario honor el que Ud. me hace —el Dr. Banchi volvió a levantarse ligeramente e inclinó su cabeza —, pero todos mis derechos de prensa, radio y televisión están controlados por el Daily Herald, con quienes firmé un contrato. Tendría que dirigirse a ellos primero.

El Dr. William Metesaca apretó un botón en el intercomunicador de la mesa y llamó: —¡Bernadette!
La puerta se abrió dando paso a una tostada joven escultura trigueña, su cuerpo zigzagueando al caminar y sus senos sueltos bamboleándose bajo la blusa.

—Por favor, llama a Ballagas en el Daily Herald y dile que quiero entrevistar al Dr. Banchi en mi programa —le dijo con voz suave William Metesaca a la cortadora de respiración Bernadette, quien asintió y lo miró dulce a los ojos antes de retirarse.

—Doctor Banchi, este es el Sr. Dick —Raimundo Lux continuó las presentaciones —, copropietario con su esposa Nanny E. Añeja, del parque de diversiones La Joven Ninfa.

—Es un placer —el Dr. Banchi sonrió —, ya he tenido el deleite de conocer a su atractiva esposa, la Sra. Añeja. Permítame decirles que aunque nunca tuve la oportunidad de conocerlos en la isla, era un asiduo del teatro Shanghai, donde iba a solazar mi mente luego de mi arduo trabajo en el Instituto de Investigaciones Escatológicas.

—El teatro era sólo de ella, en aquel tiempo no nos habíamos conocido todavía —explicó un poco embarazado Stiff Dick, puesto que la entrada al Shanghai estaba prohibida a menores de 18 años y él estaba en la escuela elemental cuando llegó la hecatombe a la isla y comenzó el éxodo. Se decía que Nanny E., su esposa, era unos 40 años mayor que él.

—A través de mis muchos viajes por el mundo entero, he estado en infinidad de burlescos, estamos entre caballeros y puedo decirlo, es una forma de descansar mi actividad científico cerebral —explicó el Doctor —, pero ninguno presentaba un espectáculo tan fastuoso y excitante como el del Shanghai.

—Tiene razón el Doctor —corroboró William Metesaca Martín.

Y la sonrisa de Alberto Gu apareció entre su barba al acordarse de aquellos viejos tiempos, Raimundo Lux afirmó con la cabeza y Stiff Dick trató de sonreír, algo incómodo, pues por su corta edad en aquel tiempo, nunca asistió al teatro Shanghai.

— Señores , vayamos al asunto de nuestra reunión hoy —. Raimundo Lux abrió su portafolio y sacó unos papeles —El consorcio Lux ha invertido más de seis millones de dólares en la instalación de un laboratorio farmacéutico, que logra igualar a los más importantes del país y por tanto del mundo. Explico esto para el Dr. Banchi, pues sé que todos los demás conocemos estos datos. Nuestra idea original era obtener la licencia para una nueva vacuna contra el sarampión, lamentablemente se nos adelantaron. Dejándonos en el dilema de qué hacer con los laboratorios y la cuantiosa inversión que tenemos en ellos. Si lo vendemos perderíamos alrededor de un millón de dólares, según las ofertas que tenemos. En esta situación estábamos cuando el Sr. Gu, que tiene montada una magnífica red de información, se enteró que acababa de llegar de la isla un ingenioso químico que posee una fórmula secreta. Por favor, Alberto, explícales tú mejor.

—La fórmula que este químico tiene, según datos de un médico de la isla que estuvo experimentando clínicamente con ella por más de dos años —Alberto Gu se arregló su corbata de flores moradas —, es el más poderoso descongestionante nasal que se conoce y esa fue su primera aplicación, pero más tarde se descubrió y esto es lo extraordinariamente importante, que esta fórmula es capaz de destruir el virus del SIDA instantáneamente.

—¡Increíble!

—Pero cierto —agregó Raimundo Lux con sonrisa de satisfacción.

—Sin embargo —continuó Gu su explicación —, el gobierno de la isla no le dio importancia al descubrimiento de este químico, porque considera al SIDA una enfermedad debida a la promiscuidad decadente de las sociedades capitalistas. Por lo que por orden oficial los casos de SIDA allí no se diagnostican como SIDA, sino como catarro común. Cansado que se le ignorase, este genial químico huyó con su fórmula y ahora se halla en esta ciudad.

—¿Cómo se llama ese individuo? —preguntó William Metesaca despectivamente.

—Matías Pérez, y en la actualidad trabaja para el Sr. Dick.

—Es cierto, y él me dijo que era químico —corroboró Stiff Dick.

—Lo conozco —intervino el Dr. Banchi pensativo —, era un insignificante profesor auxiliar de química en el Instituto de Escatología del que yo era director. Nunca me hubiera imaginado que fuera capaz de hacer tal descubrimiento. No era siquiera ni miembro del Partido.

—Clásico error de los sistemas totalitarios —sentenció Alberto Gu con sonrisa de satisfacción —. Pero aquí estamos nosotros para comercializar ese error totalitario.

—Y por eso está Ud. aquí, Doctor —dijo Raimundo Lux —. Necesitamos un científico de primera categoría para comercializar la fórmula, pero no es sólo eso, sabemos que Ud. reune talentos investigativos asombrosos, que es lo más importante en la situación que atravesamos.

Alberto Gu levantándose de su asiento se sirvió una taza de café.
—El problema consiste —explicó Gu saboreando su tacita de café —, en que Matías Pérez no tiene intención de facilitar la fórmula.

—¿Pero por qué? —preguntó el Dr. Banchi —. Supongo que Uds. están en condiciones de ofrecer una buena cantidad por la fórmula.

—No es cuestión de dinero —dijo el Sr. Lux.

—Exacto, este Matías, como todos los genios —Alberto Gu le dio otro sorbo a su café y se limpió la barba —, no tiene los pies sobre la tierra, lo que él quiere es hacer algo contra los salvajes de la isla. Y por supuesto sabe que no es sólo cuestión de dinero sino de tener influencias que muevan nuestro gobierno a actuar
.
—Su misión principal, Dr. Banchi, si Ud. decide aceptarla —concretó Raimundo Lux —, es obtener la fórmula. He obtenido la aprobación del Dr. Metesaca para darle el 25% que Ud. ha pedido. Calcule las ganancias que puede obtener de esta empresa. Todos nuestros recursos estarán a su disposición. Ya el Sr. Gu le dará más detalles de los planes inmediatos.

El Dr. Banchi se incorporó, su poco atlético cuerpo parecía que flotaba dentro de su holgado traje.
—Amigos, aplicaré varios de mis métodos científicos a esta situación, que en tantas otras ocasiones me han resultado exitosos. Pero no quiero hablar de esto ahora, pues deseo retirarme a meditar en la casa que con tanta gentileza me han facilitado Uds.


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Fragmentos de "Matías Pérez entre los locos".  La versión completa se puede adquirir en Amazon.com, Amazon.es, Barnes & Noble, Librería Universal, Miami y otros puntos de venta. Una 2da. edición ha salido pubicada por la Editorial Portilla, Sept. 2012

http://editorialportilla.com/Web_Store.html

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Comentario por Yuli Valdivia el octubre 28, 2012 a las 12:21pm

Los voy a pedir para leerlos completos, sobretodo el que conoce a Miami, ve un retrato o más bien unos rayos X para reírse.

Comentario por Santiago M. Cuadrado Rodríguez el julio 3, 2012 a las 5:43pm

abrazos Ismael, gracias..

Comentario por Alina Galliano el marzo 27, 2009 a las 10:04pm
Olé y olé querido Ismael.
Abrazos

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