Alicia en las mil y una camas refleja de una manera dramática y poética de qué manera el totalitarismo corrompe y de hecho elimina hasta nuestros mitos infantiles.
Así, aquellos héroes de la leyenda, personajes de la literatura, el cine y los comics que iluminaron imaginativamente nuestros primeros años (y por lo tanto toda nuestra vida) yacen en este libro (escrito en 1970 en Cuba) también prisioneros de la trampa siniestra que es un mundo controlado, donde la libertad brilla sólo por su ausencia, y la sobrevida —no morir de hambre, soñar que algún día podremos escapar —es ya nuestra única meta.
En un universo así toda inocencia (y por lo mismo toda belleza) es suprimida. Somos los proyectos del delicuente mayor que por lo mismo es el jefe supremo.
Resta sólo la burla, la desesperación, el tráfio clandestino; a falta de amor se esboza su caricatura, el breve improvisado y generalmente inconcluso desahogo sexual.
Utopía negra y por lo mismo real, fábula y parodia, todo en incesante contrapunto y mezclado con deliciosas anécdotas forman esta obra juvenil, irreverente y desenfadada que es también un alegato contra el horror y por lo tanto en defensa de la imaginación.
Reinaldo Arenas
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ALICIA EN LAS MIL Y UNA CAMAS
Ismael Lorenzo
¿No les había dicho, al principio,
que aquí las cosas no son como
en todas partes?
Slawomir Mrozcek
Sin vacilar voy en su busca. Es mi defecto, ¿durará siempre? En todo caso me apresuro. La neblina en esta calle no deja ver siquiera las fachadas de las casas. Es de lamentar, a través de ventanas abiertas he visto en otros tiempos apreciables porciones de belleza femenina recién salidas del baño, vistiéndose para salir y tengo que decirlo, aunque quizás sea indiscreto: refocilándose a solas.
Hay bastantes tiendas en esta calle. Las indicaciones son de que está a mediado de calle. No hay demasiado frío, pero parece que esta noche nevará. Probaré en esta tienda de puertas de cristal. La aglomeración adentro es tal, que casi me impide empujar la puerta. La calefacción es fuerte, me quito el abrigo. Trato de avanzar hacia el interior entre la marea de gente. Son las ventas especiales de navidad. Le pregunto a una señora gruesa si puede indicarme hacia dónde queda la sección de sastrería. Al fondo, me indica.
La sección de sastrería se halla casi vacía. Unos cuantos compradores nada más. Un viejo se prueba un pantalón. Algo apartada hay una hilera de sobretodos en el fondo. Quizás sea la que me indicaron. Hago como el que estoy examinándolos, no parecen malos. Voy dando la vuelta alrededor hasta quedar entre la pared y los sobretodos. Nadie está mirando, me agacho para examinar el piso.
Ahí están las tres cajas de cartón que me dijeron. Debajo, oculto, debe estar el agujero. Las aparto, exactamente, está aquí. Hay una escalera metálica, bajo por ella entre la oscuridad. Olvidé la linterna en el baño, cuando iba a salir me entró un dolor de barriga, y se me quedó al lado de la taza, fueron los chicharrones.
Piso fondo enseguida. Enciendo un fósforo, esto parece una galería de mina abandonada. Camino por el túnel con cuidado, va en declive. Unos hilos de luz penetran en esta parte del techo. Aumenta la claridad, se ensancha y desemboco ante una vieja escalera de madera llena de telarañas. Subo apartándolas, la madera podrida cruje, la escalera hace un recodo y termina contra el techo. Hay un pestillo herrumbiento que trato de correr. Me aferro con las dos manos hasta que lo logro. Empujo la trampa, sólo se alza un poco, choca contra algo. Me deslizo por la abertura que ha quedado, soy flaco. Me arrastro sobre una alfombra. Al levantar la cabeza choco con algo. Tanteo con la mano: muelles de bastidores, estoy debajo de una cama. Ya me sonaba ese ruido, qué impudicia. Un murmullo ininteligible, el bastidor deja de rechinar. Una voz de mujer.
—No puedo chupar. No me gusta ese color.
—Está bien, está bien, llamaré a una camarera.
Fue la voz algo desgarrada de un hombre de bastante edad. Una lamparita se enciende. Saco la cabeza por el borde de la cama. Un brazo velludo se estira para alcanzar una cajita de polvos faciales. Un hilo que sale de la cajita se pierde en un agujero de la pared.
—Venga a la habitación 1624, Julieta.
Dice autoritaria la voz de hombre desde arriba de la cama. Una camarera entra casi enseguida, viene directamente hacia la mesita de noche. Deja una bandeja sobre ella, en la que trae un montón de pomitos pinturas, trapos, esponjas, pinceles, todo muy bien ordenado. Coge una esponja y se vuelve hacia la cama.
—¿Qué color? —pregunta Julieta.
—Escoge tú, Gina. No comprendo como no te gusta mi rojo.
—Verde pepino, camarera. Si no es ese color, no puedo.
La camarera mueve el brazo con la esponja sobre la cama para sacar el rojo. Después coge un pincel, lo moja un pomito de pintura y se inclina a pintar la erecta vara. Este es el momento adecuado para sacar más la cabeza, confieso que hace rato que estoy deseando ver entre la rendija de su falda.
Si no estuviera seguro que no he bebido nada, diría que estoy borracho. La vista es magnífica: pelo de tonalidades muy negras, pero lo peculiar es ese clavel rojo encajado. No sé por qué lo tiene puesto ahí.
La camarera ha terminado de pintarla y se vuelve para colocar el pincel en la bandeja. Se le cae al suelo, qué desgracia. Me escondo en el centro de la cama y quedo inmóvil. Se agacha para recoger el pincel. Me ve, hace un movimiento de sorpresa, se queda absorta mirándome. Le sonrío cortésmente. Se levanta sin decir nada, coge la bandeja y se dirige hacia la puerta. Espero que no vaya a delatarme, y que me excuse mi mala memoria. Es casi seguro que se ha llevado una mala impresión de mí. Un descuido imperdonable, qué se va a hacer, lo que habrá pensado. Cuando miraba el interior de su falda desde abajo, ¿cómo se me olvidó guardarla?, me la saqué para no desaprovechar tal vista, después ese pincel se cayó tan inesperadamente.
Ha cerrado la puerta antes de irse. De nuevo estos muelles empiezan a rechinar. Con más vigor.
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La caverna de proyecciones era un sitio silencioso, donde el único ruido escuchado provenía de las pantallas. Pero una sombra que avanzaba y se detenía a cada momento por el centro pasillo, no se preocupaba gran cosa por el ruido que podía hacer. Era Any Panda tratando de comprobar algo que había escuchado. Esa misma tarde ocurrió, se aburría hasta dormirse sin sueño en su habitación, en la pensión de la Sra. Martina en la
Aldea Alpina. Cuando decidió cogerle una cajita de polvos faciales a la Sra. Martina de su cómoda. Arriesgando los posibles malos humores de la Sra. Martina, que estaba en el cambio de edad, si llegaba a enterarse. Y salió con la cajita a caminar por la nieve hasta las afueras de la
Aldea. Las casas de una o dos plantas de la
Aldea y sus pintorescas callejuelas nevadas, no llamaban la atención de Andy. Iba con orejeras y un pesado abrigo oscuro. La
Aldea Alpina es considerada como el lugar más frío de todas
Las Cuevas de Luis Candelas, también el más poblado.
Deteniéndose ante una de las últimas casas de la Aldea, comprobó que no miraban hacia él ninguno de los paleadores de una brigada, que despejaba de nieve el camino hacia
La Casa de Té de la Luna de Agosto y la caverna de proyecciones. Andy subió los tres escalones de entrada de una casa, y arrancó el cordelito que sostenía en la puerta un Saint Claus de juguete. Se lo guardó en el bolsillo y dejó al Saint Claus tirado en la nieve.
Emprendió la marcha camino abajo y cuando hubo pasado la brigada de paleadores lo suficiente para no ser visto, dejó el camino y se internó en un bosquecillo de abetos. Lo atravesó caminando por la nieve hasta que llegó a la pared rocosa. Buscó por donde pasaban los cordeles de comunicación. Al localizarlos, amarró el cordelito que traía a uno de ellos y la otra punta a la cajita de polvos. Se puso a escuchar pacientemente las conversaciones.
No llevaba un cuarto de hora escuchando, cuando en una conversación oyó el nombre de Lolita. Se erizó enseguida, no sabía si era la misma pero lo presintió. Andy la había buscado sin descanso desde que un día hallándose en la playa de los
Baños de Acapulco, a una abundante muchacha que trepaba desde el agua por las maderas del muelle, se le enganchó accidentalmente un tirante del sostén a un saliente de madera. Quedaron a la vista dos blancos redondeles resaltando briosos del cuerpo tostado y unos pezoncitos bien prietos. Ahí empezó la agonía de Andy, aunque su mano trataba de paliar su desdicha, de día y de noche persistía la imagen. Sólo pudo averiguar que se llamaba Lolita.
La que hablaba con Lolita por el hilo de comunicación era su madrina Blanca Nieve. La llamada era porque esa Lolita cumplía hoy catorce años. La madrina la invitaba a la caverna de proyecciones de la
Aldea Alpina. Fue suficiente, Andy Panda guardó la cajita de polvo y salió corriendo del bosquecillo. Pudiera ser que no fuera la misma de pezoncitos prietos, pero a lo mejor era. Había un trecho largo hasta la caverna de proyecciones, a no ser que pasara el trineo colectivo de Hoppy Cassidy.
En esta función la caverna de proyecciones no estaba llena de espectadores. No le fue difícil localizar dos sombras en las últimas filas. Probó suerte, se sentó junto a ellas. No se equivocó en su presentimiento, era la Lolita de muelle. La gruesa cuarentona que estaba a su lado sería su madrina Blanca Nieve. Lolita se mantenía enfrascada en la pantalla. Qué boquita para ser mordida. Andy deslizó su mano cautelosamente hasta rozarle un muslo. No sintió ningún rechazo y volvió a rozarlo con más presión. Hubo un ligero estremecimiento, pero Lolita no apartó el muslo. Entonces Andy puso la mano entera, esperando que la madrina no la viera en la oscuridad. La mano recorrió el torneado muslo, pellizcó flojito y avanzó hacia el interior de la falda. Aquí a Andy le falló la suerte. Otra mano ya acariciaba, y al parecer desde hacía rato, la parte interna de la menuda falda. Sacó rápido la mano, se quedó inmóvil, atisbó por el rabillo del ojo. La madrina se había inclinado y estaba mirándolo retadoramente. Andy mantuvo toda su atención en la pantalla, pero al macao hay que darle candela para que suelte. Volvió a dejar caer la mano en el otro asiento. La dejó correr por el costado de Lolita hasta que ella se ladeó y pudo entonces, tantear a su gusto el consistente y bien formado reverso.
Sin previo aviso, si hubiera estado atendiendo a la pantalla hubiera sabido que la proyección se había acabado, las luces se encendieron. Más rápido que un predigistador Andy Panda sacó la mano. La voluminosa Blanca Nieve empezó a mirarlo fijo y mientras se levantaban siguió mirándolo adusta. Sintió cierta aprehensión al notar la casaca roja de Blanca Nieve, era miembro del
Correo del Mercado Persa. Andy sacó conversación con Lolita, que se mostraba muy amable.
A la salida de la caverna de proyecciones, vieron que había empezado a nevar. Con desenfado, Andy siguió comentando la película con Lolita. Blanca Nieve manteníase en silencio, cara hosca, sólo miraba de vez en cuado a Andy y apretaba los labios. Fueron caminando hasta el apeadero del trineo colectivo. Andy y Lolita seguían hablando de la película de lo más animadamente, su gran importancia histórica, magnífica actuación.
Andy propuso ir a
La Casa de Té de la Luna de Agosto, se estaba bien allá bajo la gigantesca carpa. Hoy hacía mucho frío. Lolita le pidió permiso a su madrina para ir. “Tienes que acostarte temprano, mañana tienes que ir a la escuela, no puedes perder clases y tu mamá te está esperando”, dijo Blanca Nieve al denegárselo.
Las campanitas del trineo de Hoppy Cassidy se acercaban. El trineo se detuvo en la parada. Andy, Lolita y Blanca Nieve subieron al último asiento. Como el trineo iba vacío, Hoppy Cassidy protestó, que no recargaran todo el peso en la parte de atrás, se quitó enojado su sombrero de vaquero, tenía razón, pues Blanca Nieve pesaba por dos. Pero ninguno le hizo caso y Hoppy C. tuvo que arrancar sus caballos sin que los pasajeros cambiaran de asiento.
La nieve recién paleada se acumulaba a ambos lados del camino. El trineo estaba cubierto por un toldo y tenía ocho asientos. Los caballos iban a buen paso y pronto vieron la gran carpa de circo que alojaba a
La Casa de Té de la Luna de Agosto. Andy insistió al bajarse que fueran con él a tomarse un té frío. Pero Blanca Nieve volvio a denegar. El trineo arrancó, moviendo sus campanillas.
Andy cogió por el sendero nevado que llevaba a la entrada de la carpa. Saludó a un viejo que descansaba sobre un cajón con una pala en la mano. Apartó la lona de la entrada.
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La nevada en toda esa parte de
Las Cuevas de Luis Candelas había sido fuerte. Por lo que muchos habitantes de la
Aldea Alpina habían acudido a tomarse un té frío en
La Casa de Té de la Luna de Agosto. Sólo cuando nevaba copiosamente servían té frío en
La Casa de Té, gracias al nuevo recolector de nieve. Era una muestra sencilla de la ingeniosidad del ingeniero Magoo: un tanque grande de cemento donde caía la nieve, un motorcito para empujarla a través de una tubería que penetraba en la carpa hasta la cocina. Allí la nieve ya semidescongelada era utilizada en servir té frío.
En el vestíbulo de espera se alineaban varios bancos, todos estaban ocupados, así que Andy Panda esperó de pie. Una cortina de guirnaldas cerraba el acceso al interior de la carpa. Un camarero en kimono negro floreado apartó las cortinas, gritó que podían pasar los cuatro siguientes. Andy reconoció a Juan Sebastián, nada más lo conocía de vista, pero bastaría. Claro que no pensaba tomar té frío ni hacer cola. Quitándose el abrigo, se dirigió hacia la cortina de guirnaldas y sacando una bola navideña que valía por lo menos cuatro avellanas se la entregó a Juan Sebastián, y siguió avanzando tranquilamente hacia dentro. Juan Sebastián se la guardó en su kimono sin decir nada. La entrada a
La Casa de Té sólo costaba dos avellanas.
El vasto salón de té bajo la carpa se hallaba profusamente adornado, al contrario del seco vestíbulo de espera. Hileras de guirnaldas blancas y rojas rodeaban el salón y farolitos chinos de diversos colores pendían del alto techo de la carpa. Al fondo se hallaba el gran nacimiento navideño, bellamente instalado en una plataforma amplia para hacerlo más visible. Los arroyitos parecían casi reales y las casitas de cartón tenían foquitos de colores adentro. Maese Pickwick se había esforzado mucho en la decoración. El diseño de los kimonos con flores y hojitas de té pintadas era muy celebrado por el Comité Central de Dirección.
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Este chirrido de muelles es igual al cachumbambé sobre el que de niño me sentaba a hojarcadas. Arriba, hacia abajo otra vez. El patio de la casa de madera en la playa. Sube el cachumbambé, podía ver la playa, gente minúscula bañándose. Los grupos de muchachos pasaban por las calles sonando los timbres de las bicicletas. Vuelvo a bajar, los pies tocan el piso y me impulso. El otro asiento del cachumbambé lo ocupa una pesada loceta que amarró mi madre. Los veo bajar la loma, quitan las manos de los manubrios y las sostienen en el aire. Estos muelles chirriando como el cachumbambé. Tres casas más allá, la penúltima antes de llegar a la esquina, debía de estar ella jugando. Voy y bajo y subo más aprisa. Mi primo y mi hermana dejaron sus bicicletas en la acera, y pasaron a ponerse los trajes de baño. Subieron los escalones corriendo y hablando. Ella estará tres casas más allá. Subiendo, bajando, las casas, el mar.
Han encendido el radio en la casa. Voy hacia arriba, me estiro para tocar las ramas del cerezo. Bajo, una ola marina, mi hermana y mi primo han salido en trusa y montan en las bicicletas. Las cerezas rojas. Quisiera tener un perrito, ladran en la calle, soy un capitán de submarino. Tocan los timbres de las bicicletas. Haría un hueco en la arena para que ella mirara. Sube y baja el cachumbambé, si fuera médico la atendería. Siempre tras algo, los muelles chirrían. Cada vez menos fuerte, menos deseos, casi toco las cerezas. Cuántas cosas aún no sé. Unos jinetes en trusa pasan por la calle.
Desde la cocina me llaman. Sigo subiendo, bajando. Ariel, ya está el almuerzo. Deja ese cachumbambé. Mi madre grita. Voy hacia la puerta de atrás, estoy prieto por el sol, acomodo mi revólver, hace que se me corra la trusa, contrasta con la parte blanca. Mi padre lee en el portal. Entro en la cocina. Me siguen llamando, al galope.
Tocan a la puerta de la habitación.
—Pasen —dicen desde la cama.
—Dr. Watson, perdone que llame, pero ha ocurrido un accidente —anuncia Julieta al entrar.
—¿Accidente? ¿Dónde?
—En el piso doce, Doctor. Una mordida. Es urgente.
—¡Esta juventud de hoy! Está bien, iré ahora, pero no tengo aquí mis instrumentos.
—No se preocupe, le enviaré el maletín de primeros auxilios. Es en la habitación 1212.
El Dr. Watson se ha levantado. Julieta le ayuda a ponerse los pantalones. Se despide de Gina, que no ha dicho palabra por la interrupción, y se marcha dando un portazo. Julieta se agacha enseguida. Me hago el dormido debajo de la cama.
—Oiga, ¿sale o no sale? Ayúdame, Gina.
Entre las dos me agarran y me arrastran fuera de la cama. Me sacudo el polvo al levantarme.
—Debiste escoger otro momento para llegar. Soy Julieta, la camarera de la sección.
—Ariel Von Mickey, para servirla.
Le doy la mano y me inclino con reverencia. Julieta me brinda una sonrisa complice. Tiene que ser por mi maldito olvido de guardármela. ¡Qué pena!
—No tenemos tiempo que perder. Vas a llevarle el maletín de primeros auxilios al Doctor. El accidentado es Oscar Mazerath, le hablé de tu llegada y se ha brindado a conducirte a La Casa de Té. Lo principal es sacarte de aquí, pues no tienes turno y esto está muy vigilado.
—Le agradezco mucho sus molestias y amabilidad.
—Gina te encontrará alojamiento en
La Casa de Té de la Luna de Agosto. Ella trabaja allí, búscala cuando llegues, es camarera. Pero ten mucho cuidado.
Me señala a Gina. Se está poniendo un traje de geisha, aunque no tiene nada de japonesa.
—Veré si hay alguien en el pasillo.
Después de abrir la puerta, Julieta mira rápido para ambos lados y me indica que la siga. Atravesamos el pasillo y subimos por una escalera de servicio. En el otro piso, Julieta me conduce a una habitación llena de colchones viejos y polvo. Agarra un estropeado maletín negro que cuelga de la pared. Entramos en un cuarto de baño más bien sucio. Un sostén cuelga de la ducha en la bañera. Tiene un alfiler grande como curioso broche. En la taza flotan dos prolongaciones oblongas, al verlas Julieta hala la cadena, pero la taza no evacúa. “Las montañas sólo están recibiendo dos veces al día la materia prima de Disnelandia”, me dice a modo de excusa. De la que no entiendo nada. Pero pienso que si son suyos, su abertura trasera tiene que estar muy dilatada.
Julieta aparta de un tirón una cortina sucia, dejando ver la entrada de un polvoriento elevador.
—Entra. Cuando llegues abajo en el piso 12, busca enseguida la habitación 1212. Le entregas el maletín al Doctor Watson, y espera a que se marche. Después Oscar se engargará de todo.
Aprieta el botón marcado con un 12 y el elevador comienza a descender. Lo último que le veo son los pies, atractivos.
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Vuelvo a colocar en su sitio un cesto que bloqueaba la salida del ascensor. El resto de la habitación se halla lleno también de cestos con sábanas y fundas sucias.
Salgo a un pasillo idéntico al anterior. Las paredes con la pintura levantadas en algunos sitios. De una puerta cercana escapa un murmullo polémico. Tiene pintado en su parte superior un 1212, manipulo el picaporte y entro.
Sentado con las piernas cruzadas sobre la cama, un enano cabezón se envuelve en una sábana. El Dr. Watson se pasea de un lado a otro frente a la cama, luce alterado.
—La atención médica es un privilegio de todos los habitantes de
Las Cuevas de Luis Candelas, pero no debe ser solicitada por cuestiones baladíes. Deben de tener atención sólo los casos graves.
El doctor me ve y viene hacia mí apurado. Me arranca el maletín médico de las manos.
—¿Ud. no sabe tocar a la puerta? Ya era hora, se han tardado mucho.
Dice el doctor y abre el maletín, sacando del interior varias camisetas viejas de color ya gris oscuro. Las rompe en tiras y las coloca en la cabecera de la cama.
—Lo vendaré después, primero tengo que llenar el formulario.
Saca de un bolsillo del arrugado saco una libreta enrrollada.
—Su nombre es Oscar Matzerath, ¿no? Dígame como ocurrió el accidente.
—Ella tuvo la culpa.
El enano cabezón señala para un bulto oculto bajo la sábana blanca, que ahora se descubre y levanta la cabeza. Es una linda muchachachita rubia.
—Me puse brava, Doctor, y con razón. La tiene muy chiquita, me mintió.
Tiene una voz suave y aniñada. El Dr. Watson anota cuidadosamente.
—¿No exagera usted? ¿Acaso es que Ud. es glotona?
—Compruébelo, Doctor. Sé bien las medidas. No soy boba.
La sábana se le ha corrido al incorporarse en la cama. Tiene unas teticas que cabrían enteras en la boca. El Dr. Watson trastea en su maletín. Saca una pequeña caldera y unas cucharas. Al fin encuentra la cinta métrica. Le indica a Oscar que se desenvuelva de la sábana. Le ruega a la rubiecita que manipule en Oscar para estirarla a su máxima medida. Mide con la cinta.
—Pulgada y media. Tenía razón de quejarse, jovencita. No es suficiente. Me veré obligado a informar de su caso, compañero.
Cogiendo las tiras de camiseta se pone a vendar. Oscar hace una mueca de dolor, la manipulación de su pequeña espadita por la rubiecita para hacer la medición, lo ha lastimado de nuevo. El Dr. Watson termina de vendar la cosita y guarda todos los implementos dentro del maletín y se dirige a la rubiecita.
—Feliz Navidad.
—Igualmente.
Se marcha con paso rápido. Oscar baja de la cama, se pone los calzoncillos y agarra unos pantalones negros de montar que parecen para niño.
—¿Tú eres el recién llegado?
—Sí.
—Tenemos que apurarnos. Has tenido suerte que haya ocurrido el accidente. Con la vigilancia que hay ahora, te hubiera sido difícil salir solo de aquí.
Un clavel rojo metido dentro de una caja plástica cerrada herméticamente se halla sobre la mesita de noche. La muchachita rubia ha empezado a vestirse. Me quedo mirándola. Oscar me la presenta fríamente.
—Esta es Heidi.
—Hola —dice Heidi en pantaletas abrochándose una blusita azul—, ¿y tú, cuándo te vas a acabar de ir? Tengo que llamar a la camarera para que me ponga el clavel.
Oscar no contesta y me entrega una casaca roja. El se pone otra mucho más pequeña.
—¿Te queda un poco ancha? Es la única que pudo conseguir Julieta. Deja tu ropa aquí. Julieta luego se encargará de recogerla.
Me quito mi jean desgastado y me pongo un pantalón negro y la casaca roja y unas botas negras. Heidi me ha contemplando fijamente con mirada no sana cuando me he desvestido. Sigo a Oscar hacia el cuarto de baño. Allí, agachándose ante el inodoro, desenrosca los tornillos que lo fijan al suelo. Lo ayudo a moverlo. Pesa bastante. Queda al descubierto un hueco oscuro.
—Lánzate primero que yo tengo que colocar la taza de nuevo en su sitio —dice Oscar.
—Si te hace falta ayuda...
—No, hay que tener práctica para colocarla desde el hueco, tengo que sostenerme al tubo de desagüe.
Me siento en el piso y dejo colgando los pies dentro de la abertura. No se nota el fondo. Sería preferible que Oscar se lanzara primero, no me gusta mucho esto. Me vuelvo para decírselo, pero me coge por los hombros y me empuja. Trato de agarrarme al tubo de desagüe, pero sólo logro darme un golpe. Caigo en la oscuridad.
Continuará...
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