MATIAS PEREZ REGRESA A CASA
© 2012 by Ismael Lorenzo
No estoy acostumbrado. Todo ha cambiado y no ha cambiado. Es como si hubiera pasado a la vez un terremoto, un huracán y una guerra. Esta ciudad ya no es la mía, realmente nunca lo fue. ¿Pero por qué regreso?
Estaba en mi placentero casi retiro en Madrid, dedicado a la útil enseñanza de mis infatigables pupilas españolas, cuando recibí la llamada urgente del Dr. Banchi ofreciéndome un trabajo para desarrollar mis más recientes estudios químicos en su Instituto de Investigaciones Escatológicas. Me dejó perplejo, no sé como se enteró de que estoy cerca de un nuevo descubrimiento científico. —No, Doctor, nada de eso —le dije al principio, no porque no me hiciera falta el dinero, pues ya no recibo mucho de mi descubrimiento contra el virus HIV, se ha descubierto que mi antídoto provoca una fuerte adición al olor bienhechor, también otras vacunas han surgido últimamente; sino porque no me atraía nada la idea de regresar a esa pequeña isla, aunque ya haya terminado la pesadilla de medio siglo.
Pero el Doctor Banchi insistió con su característica habilidad.
—Matías, ¿sabes que Debbie vive ahora aquí? Trabaja en la Casa Marina —me dijo el Dr. Banchi. No sé como él supo de mis relaciones con Debbie, que ocurrieron hace años y de la cual no tenía ni idea de por dónde andaba, pero fue lo que me hizo cambiar mi decisión inicial: tratar de revivir viejos tiempos.
Y aquí estoy en este taxi destartalado de esta ciudad desvencijada. La noche ha comenzado, pero entre la penumbra se notan que las fachadas han empezado a ser pintadas y los anuncios lumínicos de los McDonalds, Burger Kings y la Coca Cola ya se filtran en la oscuridad nocturna y comienzan a cambiarla.
¿Pero cuántos años se necesitarán para que ésto sea lo que fue antes? No sé, ni me interesa adivinarlo. Aquí también estoy de paso. El salitre del malecón entra por la ventanilla que no se puede subir completamente. El largo muro muestra la erosión de las olas, aunque algunos dicen que esos huecos también los han causado los incontables proyectiles de semen de las inumerables parejas que se han sentado en él.
El taxi sigue veloz por el malecón. Un muelle sobresalido del asiento me molesta. Una vez, un viejo periodista me dijo que todo el continente al sur del río se podía definir en una sola palabra: “descojonamiento”. En aquel momento me pareció un poco exagerado, pero después de haber viajado por estas tierras, sé que es la palabra que mejor lo define. Y en esta isla olvidada de la mano de Dios, se multiplica por cien.
Las olas rompen silenciosas contra los arrecifes del malecón, un grupo de jóvenes con una gran grabadora de CD sobre el muro, bailan contentos al ritmo de un rap. Have you ever made love in the backseat of a car? Ya empiezan a verse en abundancia los tipos punk y las party girls Have you made love yesterday?, remeneando sus tremendos traseros latinos o enseñando sus puntiagudos brassieres. Did you make love last year?, también se ven espigadas alemanas y canadienses en busca de oscuras emociones. Un South Beach al sur de South Beach. En realidad, this is the real thing.
Debbie tuvo una gran sorpresa cuando la llamé al hotel donde se aloja, me dijo que la pasara a recoger en su trabajo, así que le pedí que me esperara afuera cuando saliera. Si llego primero que la espere en la cafetería de enfrente. No quiero entrar a la Casa Marina, porque su dueña, la Sra. Añeja, me profesa un gran odio desde que allá en el Norte, ella pensó que tuve un affaire con su sobrina. Incluso hasta llegó a poner un contrato para matarme. En realidad, nunca tuve nada con esa gorda que para colmo era virgen en esa época. Pero la Sra. Añeja, por su estirpe aritocrática, no es nadie que se detenga en detalles tan triviales como la verdad.
Debbie me dijo que Nanny E. Añeja tiene ahora un matón llamado Marcel, ex agente de la antigua Seguridad, muy peligroso. Su trabajo aparente en la Casa Marina es el de intérprete para los clientes americanos y canadienses de habla francesa, y si acaso proveerlos en sus necesidades anales, pero su verdadera función es la de hitman ajustando cuentas para la Sra. Añeja. Una dama peligrosa, lo reconozco.
Para mi mala suerte, la Sra. Añeja se ha convertido en todo un personaje aquí. El dinero que dice que heredó del Sr. Metesaca, el desaparecido magnate periodístico, lo ha dedicado a invertirlo en la isla. Me dijeron en el hotel que ahora tiene aspiraciones políticas. No solo tiene su programa de Yoga Caribeño en la Casa Marina, con las más selectas jóvenes de la ciudad y que atrae a los más poderosos hombres de la isla; sino que posee una joyería, aparentemente propiedad de su sobrina Mimosa, donde sus muchachas llevan a sus adinerados clientes. Además, ha comprado la mitad de la cadena de librerías que el Gordo Romero ha abierto en toda la isla. Cómo es que el Gordo le vendió esa mitad, no sé, pues él se cuida mucho de cualquier competencia. Quizás sea verdad lo que me dijo Rei Sand, que la Sra. Añeja y el Gordo tienen o tuvieron un apasionado affaire.
Sí, ya sé que la Sra. Añeja tiene tantos años como la Aura de Carlos Fuentes, pero Rei Sand me contó que era increíble en la cama. Una vez que, estando de paso, se quedó a dormir en el Centro de Recreación y Cultura que ella tenía allá en el Norte, durante la noche sintió que alguien trepaba a su colchón tirado en el suelo y bailándole encima desnuda logró que tuviera una erección. Rei dice que como todo estaba oscuro y las arrugas no se veían, la penetró. Pero algo no me suena verdad, puesto que Rei no es un adicto de los úteros y además dado a imaginar en demasía.
En fin, ya no hay forma de confirmar ésto, porque Rei Sand se fue al Brasil, como misionero en el Amazonas, para llevarle a los indios el evangelio de Sodoma. Dicen que cuando llegó a las selvas, hasta arrojó su teléfono celular a las aguas del río.
La noche comienza a refrescar, una suerte porque este taxi no tiene aire acondicionado y tengo puesto un saco de lana. Después que recoja a Debbie en la Casa Marina voy a ir con ella a ver a Manolito, que acaba de abrir el Tropicama Beach Club en la playa. A ver si él le da un trabajo. Manolito me debe unos cuantos favores desde que estaba en el Norte. Allá era dueño de un periodiquito llamado El Viejo Heraldo, infame pero era una mina de oro con los chantajes que hacia a las grandes personalidades. El no tenía intenciones de volver a la isla, que aborrece, pero las demandas legales de las organizaciones gay y feministas lo hicieron vender el periódico y venir para acá.
Debbie no es una gran bailarina, pero con su tremendo cuerpo no tiene que moverse mucho. En Dallas se hizo famosa, hasta hicieron una película con su nombre, según me ha contado. Pero las envidias de las ligas de la decencia hicieron que tuviera que venir para acá también. Espero que Manolito la contrate, no quiero que siga en la Casa Marina. No es lo que era en la época anterior al régimen infernal que duró medio siglo.
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Sentado en su lujosa oficina del séptimo piso del Instituto de Investigaciones Escatológicas, con paneles de madera y una ancha ventana mirando al mar, el Dr. Banchi leía la sección de “Personales” del periódico, recostado hacia atrás en su silla. Sus ojos atentos a la lectura tras sus gafas de gruesos cristales. Sus pequeños pies con botas de vaquero sobre el escritorio y su avanzada calvicie cubierta por su habitual sombrero Steson de cowboy. La puerta de la oficina se abrió y una trigueña secretaria con más senos que vestido, entró algo agitada.
—Doctor, la Sra. Nanny E. Añeja está allá fuera, insiste en verlo de inmediato.
—Pero Gina, tú sabes que no me gusta ser interrupido cuando estoy concentrado en una tarea intelectual.
—Lo siento, Doctor. Pero la Sra. Añeja ha insistido de una forma muy imperativa. Dice que Ud. no ha respondido a sus llamadas. Se ve bastante enojada.
El Dr. Banchi bajó sus piernas del escritorio y se arregló su bata blanca y su sombrero de cowboy.
—Déjala pasar, yo la pondré en su lugar —y contempló las voluminosas nalgas de Gina cuando salía de la oficina, sobretodo la invitadora canal que se formaba en su vestido negro. Sus ojos, tras los gruesos cristales de sus gafas, se habían sobresalido.
Gina abrió la puerta de nuevo y dejó pasar una imponente dama con un largo vestido negro, trasero agalletado y la cara rígida de una infinidad de cirugías plásticas.
El Dr. Banchi se levantó de su silla tras el escritorio y fue al encuentro de la aristocrática dama, extendiendo su pequeña mano, mientras que con la otra se quitaba el sombrero. El Doctor parecía flotar en su bata blanca de médico, un poco grande en su enclenque cuerpo de sabio.
—Sra. Añeja, ¡qué gran honor me brinda en haber venido a visitarme! Para mi es un placer poder serle de utilidad. ¡Pero Ud. siempre tan juvenil, los años no pasan por Ud.!
—Doctor, desde que llegó a la isla lo he llamado varias veces y no me ha respondido. También le envié una invitación para una sesión de Astanga Yoga gratuita en la Casa Marina, pero no ha ido.
—Perdóneme, perdóneme. Como siempre, me hallo inmerso en mis complejas investigaciones científicas aquí en el Instituto. Pero sí, el Viyansa y Astanga Yoga son los tipos de Yogas de más interés para mí. Le prometo que iré pronto. ¿Y su adorada sobrina Mimosa?
—Ella no ha querido venir a vivir en la isla hasta ahora, aunque compró una joyería aquí. Tiene un programa televisivo, allá en el Norte, de ejercicios matinales de Yoga para rebajar de peso.
Los ojos del Dr. Banchi se abrieron tras los gruesos cristales de sus gafas. Mimosa era una gorda casi redonda y tenía todo excepto atractivo sexual,. Parece que por fin había roto su virginidad. El le había recomendado allá en el Norte años atrás, un innovador tratamiento de zanahorias frotadas en su hendidura para combatir la obesidad, pero sólo como paliativo alterno a lo verdadero y necesario.
Nanny E. Añeja había tomado asiento en una butaca frente al escritorio. El Dr. Banchi se sentó nuevamente y se acomodó su sombrero de vaquero y miró para la cara rígida de cirugías de Nanny E.
—Lo he venido a ver, Doctor, no por una cuestión médica, ni para que asista a mi centro espiritual de Yoga, sino por algo de máxima importancia que intento emprender muy pronto. Sé de sus muchos contactos y recursos, y sobretodo, su famosa habilidad en resolver los problemas más complejos.
El Dr. Banchi asintió modestamente.
—Mi rigurosidad científica siempre me ha ayudado.
—Doctor, siempre he tenido un sueño, que durante los largos años de exilio mantuve callado. Ni siquiera se lo dije a mi querido William Metesaca, que en paz descanse. Y mucho menos a Stiff Dick, el estúpido de mi marido.
La cara del Dr. Banchi no reflejó ningún movimiento, acostumbrado por su profesión médica a recibir todo tipo de confesiones.
La voz de Nanny E. Añeja se elevó emocionada, sonando algo gangosa por sus muchos años.
—Siempre he querido ser la primera mujer que sea presidente de esta isla. Acabar con el dominio machista, abrir nuevas sendas. Ese ha sido mi sueño desde pequeña y quiero realizarlo ahora.
Los pocos pelos de la calva del Dr. Banchi se erizaron bajo su sombrero de cowboy. Se arregló sus espejuelos para darle tiempo a pensar.
—Es una aspiración legítima que en una democracia puede tener todo ciudadano —el Dr. Banchi se secó con un pañuelo unas gotas de sudor que habían poblado su frente.
—Quiero que Ud. me asesore en mi campaña presidencial, sé de su largo historial y experiencia en resolver situaciones difíciles. Primero que nada, necesito que me recomiende a alguien para vicepresidente, uno que no vaya a hacerme sombra y si es algo morón mejor. Confío Doctor, plenamente en sus habilidades y en su juicio —dijo Nanny E. Añeja, sentada erecta con indudable porte aristocrático, y ya casi presidencial, en la butaca frente al escritorio del Dr. Banchi.
—Sra. Añeja, me honra que haya pensado en mí para tan magna tarea —carraspeó el Dr. Banchi, mientras pensaba cuanto podía sacarle a Nanny E. Añeja —, y estoy dispuesto a brindarle mi cooperación, pues estoy seguro que sus grandes cualidades la llevarán al triunfo. Pero tiene que comprender que mis deberes científicos aquí en el Instituto de Investigaciones Escatológicas, ocupan una gran parte de mi tiempo y son ineludibles.
—Doctor, estoy dispuesta a pagarle medio millón de dólares por ser mi principal asesor y echar a andar mi campaña presidencial. Y sería sólo el principio, habrá mucho más. Ud. será mi Ministro de Relaciones Exteriores.
—Es un alto honor el que me hace. Y aunque la remuneración es un innegable estímulo positivo, la satisfacción de ayudar a una insigne dama como Ud. lo es más. Pero le ruego darme unos días para indagar y meditar cómo podré lograr el éxito en tan insigne empeño —contestó el Dr. Banchi, todavía no repuesto de tan inesperada pretensión.
—Está bien, espero su recomendación para el vicepresidente a fines de esta semana. Mi sobrina Mimosa viene por fin a supervisar la campaña, ya se pondrá en contacto con Ud.
Nanny E. Añeja se levantó majestuosa en su largo vestido negro y salió sin decir nada más. Su cara rígida de las cirugías mostrando su ancestro aritocrático, su planchado trasero casi remeneándose.
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El taxi me dejó en la esquina de la Casa Marina, la puerta de entrada a los pisos de arriba es por la poco transitada calle lateral del edificio. La planta baja la ocupa un dealer de la Mercedes Benz, cuyo vidrieras del frente dan al malecón. En su parte interior, discretamente situada al fondo, hay una escalera que lleva a la recepción de la Casa Marina, un piso más arriba, para los clientes cuya visita deba pasar un poco desapercibida y prefieran entrar a ver los Mercedes...
En la esquina opuesta hay un cafetería con paredes de cristal. Entro en ella y busco una lugar donde pueda ver la discreta puerta lateral de la Casa Marina. Comienza ya a oscurecer, me acomodo sobre una banqueta de la barra y pido un capuccino, la cafetería está casi vacía. Al fondo, una parejita joven con sus pelos erizados, se hallan abstraídos en su mundo. Una alta y exuberante medio rubia sale de la Casa Marina llevando puestos unos apretados tights y camiseta grises. De un hombro lleva una voluminosa mochila, pero la de más abajo es mucho más grande. Se me parece a Narda, la intructora de Yoga, según la vi en un folleto de propaganda en el hotel. Si no estuviera esperando a Debbie, la seguiría. La maciza puerta lateral de la Casa Marina se vuelve abrir: tetona y muslos gruesos, sale Debbie, en un ligero vestido oscuro y unos tacones altos.
Salgo hasta la puerta de la cafetería y le hago una seña. Me ve, atraviesa la calle remeneándose y entra, la saludo con un beso mientras cojo mi taza de capuccino de la barra y me traslado hacia una mesita lateral.
—Sigues igual que siempre, Matías, aunque haz engordado un poco —me dice mientras se sienta frente a mí.
—Tú tan bien como siempre o quizás mejor.
La mano de Debbie pasa por debajo de la mesa y me toca mi cosa, doy un respingo, no lo esperaba. La camarera desde el mostrador creo que se ha dado cuenta. Cojo mi celular y llamo a un taxi.
—Tienes que comprarte un coche, mira ahí enfrente venden mis preferidos —dice Debbie, señalando hacia los Mercedes tras la vidrieras en la esquina opuesta.
—Sí, tengo que hacerlo, pero hace sólo dos días que llegué. Todavía no he visitado siquiera al Instituto de Investigaciones Escatológicas, donde voy a trabajar. ¿Y cómo te va allá adentro? —señalo hacia la Casa Marina.
—Horrible, esa Nanny, she’s a bitch, nos cobra el 60% de nuestros clientes. Y además, tiene cámaras y micrófonos en las habitaciones, no podemos darle teléfonos personales a los clientes. Y si nos pasamos de las horas de nuestro turno porque estamos con alguien, no nos da nada extra.
—Humm, eso de las cámaras se presta para muchas cosas…
—Quien sabe bien es Marcel, que fue el que me lo dijo. Esa Nanny es una mujer extraña. Es la peor Madam que he tenido en toda mi vida.
—Lo es, te lo aseguro. Allá en el Norte nos cruzamos el camino un par de veces y ya quería eliminarme. Me gustaría hacerle un par de preguntas a ese Marcel.
—El frecuenta mucho el Tropicama en la playa, el club del que tú conoces al dueño, pero tienes que tener cuidado, era un agente de la Seguridad durante el régimen infernal. Uno nunca sabe qué se puede esperar de esa gente. Además, está subordinado por completo a esa vieja.
—Ahora vamos a ir al Tropicama precisamente. Te presentaré a Manolito, el dueño, a ver si te deja allí trabajando.
—Oh, sí, quiero salir de esta Casa Marina.
Un taxi amarillo se estacionó frente a la cafetería, debe ser el que pedí.
—Vamos, parece que este es el taxi que llamé.
Me levanto, acompañado por Debbie, culona y explícita. Entramos al taxi amarillo, destartalado como todos, y le doy la dirección del Club de Manolito en la playa.
—¿Ese Tropicama es el que está a la entrada de la playa La Concha? —pregunta el taxista, un negro prieto y canoso.
—Creo que sí, es la primera vez que voy.
Arrancamos en dirección a la playa. Acaricio el muslo inmenso de Debbie.
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Salimos de una amplia avenida a una calle lateral y el taxi se detiene frente a una edificación de una sola planta. En el techo, grande, resaltando en la noche, un letrero lumínico que anuncia: TROPICAMA BEACH CLUB. A un par de cuadras se oye el ruido del mar. Le pago al taxista y nos dirijimos a la entrada del club. El portero, bajito y fornido, le echa una mirada a las tetas de Debbie.
—¿Manolito se encuentra? Tengo una cita con él —pregunto.
—Sí, pase hasta el fondo —dice el portero, que hasta sabe hablar.
Las camareras están acomodando las mesas, el club abre a las 7 de la noche, todavía falta un poco. Me dirijo hacia el fondo, donde hay un pasillo. Una puerta tiene un letrero que dice: “Oficina”. Pruebo si es esta.
Aparte de un poco barrigón y con más canas, Manolito luce igual que cuando hace años en el Norte dirigía El Viejo Heraldo, un periodiquito infame y amarillo, pero que le dio mucho dinero. Levanta la cabeza de los papeles que revisa tras un escritorio viejo y lleno de manchas de café.
—¡Matías Pérez, qué gusto verte! —dice Manolito saliendo del escritorio, con la mano extendida, en chancletas, jeans rotos, una camisa floreada abierta y un medallón en el pecho —. Eres el tipo que menos imaginé que volvería a la isla.
—Pues ya me ves aquí, siempre andando de un lado a otro.
Manolito le echa una mirada penetrante a las tetas de Debbie. Le digo:
—Te presento a Debbie, está buscando trabajo. Pensé que tú le pudieras resolverle algo.
—Claro, cómo no, puede empezar mañana mismo si quiere. Tiene todos los requerimientos. ¡Qué clase de resumé!
—Hasta la semana que viene no podría—interviene Debbie —. Nanny Añeja no paga a las que se le van a mediado de semana.
—¡Qué señora, no ha cambiado! —comenta Manolito, mirándome.
—Yo sólo espero no encontrármela durante mi estancia en la isla —me quito el saco de lana, pues el aire acondicionado no está puesto. Manolito siempre ha sido un poco tacaño.
Ahora vuelve al escritorio y se recuesta hacia atrás en la silla giratoria, su camisa abierta, una cadena de oro con un medallón colgando en su pecho.
—Matías, aunque gran parte de mi vida me he dedicado al periodismo, mi verdadera vocación siempre ha sido con esta clase de negocios que tengo ahora. Sin embargo, uno no puede sustraerse de las cuestiones políticas. Ahora unas viejas quieren que se pase una ley donde se prohíba a las bailarinas quitarse las pantaletas en el escenario. Los impuestos para la bebida están aumentando, como el de la propiedad. Aquí se necesita un cambio.
—Sí, es verdad —me siento en una butaca destartalada.
Debbie sentada a mi lado nos mira callada, con admiración.
—Por eso he decidido a meterme en la política. Voy a postularme para presidente —dice Manolito sencillamente.
—¡Vaya!...
—Y quiero que tú me ayudes en eso, Matías. Sé que eres un individuo de diversas habilidades.
—Mira, a mí nunca me ha interesado la política, pero es cierto, a veces se meten con uno y demasiado.
—Hay unas cuantas gente de dinero que me apoyan, así que no te preocupes por la plata.
—Es que estoy cerca de alcanzar un nuevo descubrimiento científico y quiero dedicarle la mayor parte de mi tiempo. Para eso he regresado a la isla. Todo ese lío de una campaña presidencial me ocuparía mucho tiempo.
—Piénsalo, no te pesará. Te pondré un centro de investigaciones para lo que tú quieras cuando ganemos las elecciones. Mira, pasa este fin de semana por mi casa en la playa y allí hablaremos mientras nos bañamos en la piscina y mis muchachas te atienden —propone Manolito.
—No suena mal eso, pero deja a ver si puedo —digo no muy convencido, levantándome.
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Erecto y orgulloso, ya cerca de sus setenta años, Pepe Lapida entró a paso largo y glorioso en la lujosa oficina del Dr. Banchi, en el Instituto de Investigaciones Escatológicas. Los ancestros de Lapida habían luchado en las guerras de independencia de la isla. El se consideraba muy importante y su digno descendiente, aunque no todo el mundo lo consideraba así. Hoy en día casi todos le echaban de lado por la dudosa fama adquirida en el Norte, cuando se descubrieron las sinecuras que recibía de sus chantajes a los políticos locales, en lo cual era un experto.
—Buenos días, Dr. Banchi. Recibí su llamada urgente ayer, pero he estado muy ocupado —dijo Pepe Lapida, mientras se sentaba en una butaca frente al escritorio del Dr. Banchi, que llevaba su bata blanca y sin su sombrero de cowboy, dejaba ver la penetrante calvicie.
—Me he permitido molestarlo en sus muchas tareas —el Dr. Banchi sabía muy bien que Lapida vivía sólo de una pensión que recibía del Norte y excepto mirar televisión, no hacía mucho más —, porque tengo una proposición que pudiera interesarle. Enseguida que me la comunicaron pensé, primero que nadie, en Ud como persona ideal.
En realidad, el último que el Dr. Banchi había llamado era Pepe Lapida, más de una docena de llamadas a diversas personalidades que se habían negado rotundamente, le habían convencido que su única opción era Lapida.
—Dr. Banchi, siempre he sido un admirador de su actividad científica.
—Gracias, gracias —dijo el Dr. Banchi, con su modestía habitual —. Pero este asunto pertenece a lo que yo llamo mis actividades laterales. Le explicaré en pocas palabras de que se trata. Hay una insigne dama, de estirpe aristocrática, que tiene aspiraciones presidenciales. Al parecer cuenta con una abundante fuente monetaria, y me ha comisionado para que la asesore en la búsqueda de su compañero de boleta y en la planificación de su campaña presidencial.
Pepe Lapida, cuando oyó que había dinero y un buen puesto por delante, y por atrás, se irguió más en su asiento.
—Mi experiencia en campañas políticas es muy vasta, como bien sabe Ud., querido doctor. Tal como es mi reputación intachable.
—Por eso es que me he dirigido a Ud.
—¿Y cuál es el nombre de esa dama con aspiraciones presidenciales?
—Nanny E. Añeja —dijo el Dr. Banchi tratando de no alterar su voz.
Las cejas de Pepe Lapida se arquearon, tragó en seco y después dijo:
—Sí, he oído hablar de ella, la dueña de la Casa Marina, ¿no? Hará una buena candidata sin duda alguna. Una mano fuerte es lo que necesita esta isla y mucha honestidad.
—Yo colaboraré con mis múltiples contactos científicos, creo que ella pudiera ganar las elecciones, todo es posible, si se sabe hacer bien —dijo el Dr. Banchi, no muy convencido, arreglándose sus gafas de gruesos lentes.
—Seguro, todo consiste en como se maneje la campaña. Y que la boleta tenga un vicepresidente de integridad y prestigio intachable. Creo que soy la persona indicada para eso —dijo Pepe Lapida en tono ceremonial y solemne, absolutamente convencido de sus palabras.
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Una limousine negra se detuvo frente a una fastuosa residencia en las afueras de la ciudad. El fornido y uniformado chofer se bajó veloz y fue a abrirle la puerta trasera a una gorda, en pantalón blanco apretado y una blusa morada, que descendió con trabajo de la limousine, llevaba un maletín en la mano.
—Por favor, Marcel, baja todas las maletas —dijo la casi redonda gorda.
La puerta de la mansión se abrió y una dama, con una rígida cara de cirugías plásticas, en lujosa bata de casa negra, levantó los brazos llenos de arrugas y gritó estentórea:
—¡Mimosa, mi querida sobrina! ¡Cuánto me alegra que al fin hayas venido!
—¡Ay, tía, por tí siempre haré cualquier cosa! Hasta dejar mi programa de televisión y venir para acá—dijo Mimosa, mientras abrazaba a su adorada tía, Nanny E. Añeja.
—Me hacías falta aquí, mis planes de campaña van avanzando. Tenemos una cita con el Dr. Banchi más tarde, pero antes vas a ver el salón de belleza y la joyería que te he comprado. Vamos para adentro. Por favor, Marcel, sube el equipaje a la habitación de huéspedes al lado de la mía.
Detrás, el fornido Marcel, alto y calvo, avanzaba con dificultad, llevando una pesada maleta bajo el brazo y otras dos en las manos, no menos pesadas.
La mansión de Nanny E. Añeja en las Alturas del Venado, una distinguida zona, tenía diez habitaciones y una larga piscina en el fondo. Aunque a Nanny no le gustaba bañarse en ella porque en trusa se denotaban demasiado todas sus arrugas de los brazos y los muslos. Nanny compró la mansión en una subasta, había pertenecido a un alto dirigente del antiguo régimen que las multitudes colgaron de un poste del alumbrado, muchos no la querían por superstición y gracias a esto Nanny E. Añeja, que no creía ni en el fantasma de su abuelo, el famoso Marqués de Sade, la consiguió mucho más barata.
Mimosa se cambió rápido la ropa que había traído en el avión y se puso un ancho vestido blanco, que disimulaba mejor sus excesivas libras. Bajó por la ancha escalera hasta la sala donde su tía, vestida ahora de negro, su color preferido, la esperaba impaciente.
—Vamos ahora mismo, quiero que veas la peluquería con la joyería que tiene atrás. Le puse de nombre Mimosa Beauty Parlor, ya tiene una clientela selecta que aumenta por semana.
—Pero tía, estoy cansada. En estas dos últimas semanas tuve que grabar veinte programas de mis sesiones de Yoga dietético. Por suerte encontré una doble que es la que hace la mayor parte de los ejercicios por mí. Pero así y todo ha sido extenuante. Habría que ver si puedo vender esos programas a la televisión de aquí.
—No te ilusiones, la televisión aquí la tiene controlada un grupito pequeño, pero deja que coja la presidencia, eso se va acabar. Además, aquí las mujeres no se interesan tanto por bajar de peso. Pero ahora lo que importa es llevarte a tu peluquería y a la joyería. Te va a encantar. No podemos perder tiempo —dijo Nanny E. en tono que no admitía réplica.
—¿Por qué no vamos a comer algo antes, tía? La comida que dieron en el avión era casi nada.
—Hay cosas más importantes que la comida —respondió Nanny E., molesta.
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Frente al malecón, a un lado del dealer de la Mercedes Benz, el recién instalado salón de Belleza Mimosa Beauty Parlor, tenía dentro media docena de elegantes mujeres arreglándose sus cabellos o recibiendo masajes faciales. Pero Nanny E. Añeja y su sobrina no se detuvieron ahí, ni siquiera saludaron a las peluqueras, siguieron hacia el fondo donde una puerta de cristal ostentaba un letrero: Mimosa Family Jewels, dando paso a la pequeña, pero lujosa joyería.
Dentro, en una esquina y sentado en una butaca, Pepe Lapida portando un traje azul oscuro y corbata roja, se hallaba fumando un tabaco. Su pelo negro recién teñido brillaba. Detrás del mostrador repleto de relojes caros, cadenas de oro y otras joyas, una jovencita ordenaba unos anillos de diamantes al lado de unas esmeraldas y Pepe Lapida se entretenía en contemplar su redondo culito.
Nanny E. Añeja abrió la puerta y entró con su característica alcurnia, seguida de su sobrina Mimosa, cuya gordura no le permitía alcurnia.
—Esta es la joyería, ¿qué te parece?, en poco tiempo he logrado que se considere una de las más selectas de la ciudad.
—¡Oh, tía, todo esto luce maravilloso!
Y entonces, Nanny E ., como notando a Pepe Lapida, que se había incorporado para saludarla desde que habían entrado, le extendió su mano para que se la besara.
—Sra. Añeja, es un honor.
—Ya el Dr. Banchi me habló de Ud. y de su mucha experiencia en campañas políticas y su prestigio. Yo era una lectora de sus escritos en el Daily Herald, allá en el Norte.
—Gracias, Sra. Añeja. Puedo asegurarle de que estoy convencido de nuestro triunfo electoral.
—Es mejor que subamos a mi despacho arriba, para hablar con calma. Creo que el Dr. Banchi ya me está esperando.
Nanny E. y su sobrina Mimosa se dirigieron al fondo de la joyería, detrás las siguió Pepe Lapida. Al traspasar una cortina de colgarejas, entraron en un pequeño pasillo en el que había un estrecho elevador, se metieron los tres, un poco apretados porque Mimosa casi ocupaba el espacio de dos. El elevador los subió un piso y al abrirse sus puertas, se dejó ver el magnificente vestíbulo de espera de la Casa Marina. Tres jovencitas, en pantaletas y brassieres, hablaban entre sí sentadas en un floreado y caro sofá. Otra, también en pantaletas en una butaca, se limaba las uñas.
En el mostrador de recepción se hallaba sentada una señora entrada en canas, pero bien mantenido cuerpo. Nanny E. ni las saludó y abrió una puerta disimulada tras una cortinas roja, a un costado de la recepción. Ya en su lujoso despacho, Nanny E. se sentó tras su escritorio de caoba, y en dos butacas de cuero lo hicieron Mimosa y Pepe Lapida. Dos docenas de monitores adosados a la pared dejaban ver lo que pasaba en el vestíbulo, la joyería, la peluquería y hasta en las habitaciones. La mejor vista era la de las habitaciones.
Nanny E. miró atenta a los monitores y cogiendo el teléfono habló con la recepcionista:
—Sabrina, ve a la habitación 9 y dile a Narda que interrumpa su sesión de Astanga Yoga y traiga al Dr. Banchi a mi oficina. Y rápido, que estoy apurada.
Nanny E. miró entonces para el estirado Pepe Lapida, que se arreglaba su corbata mientras tiraba miradas disimuladas a las pantallas de los monitores y sobre todo a uno, donde una suculenta mulata era cogida traseralmente en un bidel.
El Dr. Banchi entró enfundado en una bata de baño morada y detrás, en tights negros, venía Narda, su instructora de Yoga, cuya parte más pronunciada parecía una impresionante palangana.
—Mi querida Sra. Añeja, excúseme por mi tardanza, pero sus intructoras de Yoga son maravillosas y exquisitas. He alcanzado ya un total relajamiento un par de veces. Sólo en Tailandia he hallado un servicio como este. A su establecimiento hay que darle cinco estrellas.
—Gracias, Doctor. Estaba segura que cuando se sustrajera de sus quehaceres científicos y viniera a la Casa Marina, quedaría como uno de nuestros más asiduos clientes.
—¡Ah, ya veo que ha venido!, estimado Sr. Lapida. Podemos empezar a trabajar de inmediato —dijo el Dr. Banchi dándole la mano a Pepe Lapida y luego volviéndose hacia Mimosa para besarle la mano —. Señorita, Ud. cada día más atractiva.
Mimosa enrojeció ante el piropo, que el Dr. Banchi pronunció de forma natural como alguien acostumbrado a no preocuparse en algo tan elemental como la verdad.
—Doctor, le agradezco haberme recomendado al Sr. Lapida, sus conexiones en los medios de prensa nos ayudarán mucho —dijo Nanny E. Añeja.
—El pueblo nos apoyará, Sra. Añeja. No lo dude, ganaremos por inmensa mayoría, a mí me conocen como el defensor de los pobres —exclamó enfático Pepe Lapida.
—Quiero organizar una cena de recolección de fondos en el restaurante La Carreta Isleña, a la que voy a invitar a mis mejores clientes, que son muchos. ¿Cree que el lugar es el adecuado, Doctor? —dijo Nanny E.
—Me parece fantástico, respetada señora. La Carreta Isleña se ha convertido en poco tiempo en el restaurante de los gourmets más sofisticados. Yo la visito a menudo para solazarme en sus delicias gastronómicas. Enviaré invitaciones a todos los pacientes y asociados de mi Instituto. Predigo que esa recaudación de fondos será un éxito. Y ahora les ruego que me excusen, pero quiero terminar con la Srta. Narda la sesión de Astanga Yoga. Buenas días a todos —y con la misma el Dr. Banchi, su enclenque cuerpo casi flotando en la holgada bata de baño, se retiró seguido de su abultada instructora Narda.
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Estoy en la piscina de la casa de Manolito, acostado en una silla de extensión, una de sus muchachas, en bikini de hilo dental, me ha traído un daiquirí. Se nota su robustez campesina, él las va a buscar a las montañas para que trabajen en su club y algunas hasta les da albergue en su casa. Manolito tiene un gran corazón.
—Me alegro que te sientas bien, Matías. ¿Qué te parecen mis muchachas? —me dice Manolito apareciendo en shorts, barrigón y con una camisa floreada abierta, el medallón al cuello y en la mano un vaso con ron.
—Tienen la atracción de la belleza silvestre.
—Sí, en las sierras se consiguen maravillas —dice Manolito contemplándolas y después se voltea para mí —. Sabes, me acaba de llegar una invitación para una cena de recolección de fondos para Nanny E. Añeja.
—¿Pero ella se va a postular para algo?
—Creí que ya lo sabías, ha lanzado su candidatura presidencial acompañada de Pepe Lapida como Vice.
Me tomo un par de tragos del daiquirí. La realidad siempre es más sorpresiva que la imaginación.
—Yo también tengo que escoger un Vice —dice Manolito meditabundo, todavía de pie, su camisa abierta al aire —. Pero he estado pensando que es mejor llevar una mujer, atraerá el voto femenino que pudiera sentirse inclinado por Nanny E. ¿Tú crees que tu amiga Debbie quisiera ir en mi boleta como vicepresidenta?
—Humm, no creo que sea mala idea, pero no sé si querrá. A ella le gusta más la acción que las palabras. Habrá que preguntarle.
—Hay algo más que te interesará saber —continúa Manolito sentándose en otra silla de extensión —, no lo he podido confirmar, pero me han dicho que el Dr. Banchi está dirigiendo la campaña de Nanny E. Añeja.
—Mañana precisamente tengo que ir a entrevistarme con él. Veré si es verdad. No es una buena noticia, él tiene mucho recursos. Por cierto, nosotros también tenemos que hacer algo para conseguir fondos para tu campaña y he pensado en algo —le doy un trago al daiquirí — ¿Qué te parece si subastamos las pantaletas de tus muchachas en el club? Claro, después que las hayan usado seis o siete días. Además, es algo ecológico y saludable. Tú sabes bien mis descubrimientos sobre el olor vaginal y todos sus beneficios contra el SIDA.
—Matías, por algo te quería para dirigir mi campaña. Esa es tremenda idea, algo genial. Tenemos ya que comenzar los preparativos —dice Manolito entusiasmado, levantándose de la silla que casi tumba, metiendo el pie de nuevo en la chancleta, que se le había salido.
—Tienes que empezar por las muchachas que tienes aquí. Prohíbe que se bañen en la piscina ni nada por el estilo. Y que usen la misma pantaleta por cerca de una semana.
—Ahora mismo las voy a reunir y se lo voy a decir. Y después voy a llamar al club para que todas las bailarinas y camareras no se cambien los panties. Esto va a ser un éxito —me dice Manolito, que en su excitación me ha derramado el trago de ron arriba de mí.
—Hay que conseguir unos pequeños recipientes plásticos, pero que cierren herméticos al vacío, para que conserven el aroma. Déjame ver si en el Instituto de Investigaciones Escatológicas se pudieran preparar. Ahí debe de haber todo lo necesario para fabricarlos, lo único que me preocupa es que el Dr. Banchi no se entere. Mañana tengo que ir allá por primera vez. Ya veremos.
—Me dices lo que cuesten esos recipientes, Matías, que el dinero no sea problema.
—Haría falta preparar doscientos por lo menos. ¿Cuántas bailarinas tienes en el club?
—Ahora hay veinte y doce camareras. Pero puedo poner un anuncio en el periódico para buscar más —dice Manolito.
—Sí, necesitaremos más voluntarias. Me dices cuando vayas a hacer las entrevistas, para escoger las que tengan el aroma necesario.
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El Dr. Banchi estaba pegado a su computadora en su oficina del séptimo piso del Instituto de Investigaciones Escatológicas, sus ojos tras las gafas con gruesos cristales, a sólo unas pulgadas de la pantalla, sumido atento en un riguroso examen científico de un sitio Web que afirmaba tener 10,000 fotos de todo tipo de actividad sexual.
—¡Dr. Banchi! —su secretaria Gina había entrado precipitada, pero se quedó clavada mirando la pantalla de la computadora en la que habían dos jovencitas engarzadas formando el número 69 —. El Sr. Juan Gualberto Montagna está allá fuera y quiere verlo.
—¡Gina, cuántas veces te voy a decir que no me molestes cuando estoy realizando mis investigaciones científicas!
—Lo siento, Doctor, pero el Sr. Montagna ha insistido en verlo. Dice que es de suma urgencia y que tiene que verlo ahora porque mañana se va de viaje para el Norte.
—¡Es imposible que me concentre en mis investigaciones! ¡No me dejan tranquilo! —se quejó el Dr. Banchi molesto, apagando la computadora —. Está bien, pásalo, por favor.
El Dr. Banchi nunca conectaba el intercomunicador de su oficina porque le encantaba mirar las inmensas nalgas de su secretaria cada vez que entraba, y sobretodo cuando salía de la oficina.
Juan Gualberto Montagna entró, importante, con un portafolio de cuero en una mano, llevaba puesto un costoso y bien cortado traje gris. Le dio un apretón de manos al Dr. Banchi, en bata blanca de pie tras su escritorio, que casi le fractura sus pequeños dedos.
—No esperaba su visita, Sr. Montagna. ¿A qué se debe el honor? —dijo el Dr. Banchi, echándole tras sus gruesos lentes, una mirada evaluativa al Rolex de Montagna. Estaba un poco sorprendido de esta visita, porque Montagna, periodista de fama, era bastante altanero y en el Norte, aunque habían coincidido en varios sitios, nunca habían pasado de un breve saludo.
Juan Gualberto Montagna había adquirido la casi totalidad del imperio periodístico del finado magnate William Metesaca Martín, a un precio más bien barato, pues sus herederos entre los que se incluía Nanny E. Añeja, habían decidido que era mejor disfrutar de su dinero que amargarse la vida tratando de hacer más.
—Dr. Banchi, conozco bien su exitoso historial en resolver situaciones complejas, en muchas ocasiones más allá del ámbito científico —habló Montagna con voz pausada y segura —. Estoy convencido que Ud. es la persona más indicada para dirigir mi campaña presidencial que acabo de inciar. Tengo muchos contrincantes, y algunos ya llevan más de un año preparando el terreno para la contienda presidencial.
—Gracias por sus elogios —aceptó el Dr. Banchi, con su modestía habitual —. Y aunque me sea penoso, tengo que declinar su halagadora oferta porque ya la Sra. Nanny E. Añeja ha contratado mis servicios para su campaña presidencial.
—Eso no importa, Doctor. Ya lo sabía. Lo más valioso de sus servicios reside en que Ud. está en el campo contrario. La semana próxima estoy depositando a su nombre cuatro millones de dólares en un banco extranjero. Además de que le daré una buena cantidad en efectivo para gastos. También una de mis publicaciones lo contactará de inmediato para un proyecto investigativo en su Instituto, Ud. pondrá el precio. Y no sólo eso, Doctor, Ud. será mi jefe de gabinete en mi futuro gobierno.
El Dr. Banchi, tras su escritorio, enderezó su enclenque cuerpo e hizo un gesto de asentimiento con su cabeza. Estaba acostumbrado a que sus servicios se pagaran regiamente.
—Tiene Ud. una forma muy eficaz de convencer, Sr. Montagna.
—Quiero que Ud. me informe de todos los planes de campaña de Nanny E. Añeja. La considero mi oponente más fuerte. Pronto por la radio y televisión comenzarán a aparecer anuncios preguntando de dónde consiguió ella su dinero.
—Pero…. tengo entendido que ella lo heredó de William Metesaca Martín —el Dr. Banchi se echó para atrás en su silla.
—No tanto, Metesaca tenía casi una decena de hijos y bastardos e infinidad de semiviudas, y todos recibieron una parte —Montagna bajó la voz instintivamente —. No quiero que hasta que comience la campaña televisiva esto se divulgue, pero la mayor parte de su dinero proviene de los cuantiosos pagos que le hizo el Servicio de Inteligencia del antiguo régimen.
—¿Una agente del antiguo régimen? Es una afirmación que tendrá que respaldar. Nanny E. Añeja era una conocida líder en la lucha contra el difunto régimen. Su Centro de Recreación y Cultura, era uno de los emporios culturales más importante allá en el Norte.
—No es de extrañar entonces que el infierno durara medio siglo. Tengo una testigo que era la encargada de hacerle los pagos; y esta testigo tiene grabaciones y fotos de estos encuentros. Una de las principales misiones de Nanny E. era sabotear todas los empeños literarios, artísticos y periodísticos del exilio, y pagar por las campañas que mostraban a los exiliados como unos trogloditas —Juan Gualberto Montagna se levantó de su asiento —. Dr. Banchi, la tenemos derrotada antes de llegar a las urnas. Ya seguiremos hablando, pero de ahora en adelante evitaré pasar por aquí, para que no haya sospechas. Una de mis asistentes lo contactará por mí. ¡Hasta pronto!
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—Te voy a mostrar, Matías, uno de nuestros proyectos actuales de mayor importancia —el Dr. Banchi, enfundado en un largo batilón blanco igual que el mío, me va mostrando las diversas dependencias de Instituto de Investigaciones Escatológicas.
Vamos caminando por un ancho pasillo, el aire acondicionado se siente fuerte. El Dr. Banchi abre una puerta con un letrero que dice: “Sala de ensayos 2”. Adentro, nos acercamos a un amplio cristal por el que se pueden ver una habitación con ocho camas. De este lado de la habitación no nos pueden ver.
—Este proyecto nos lo contrató una importante compañía extranjera —dice el Dr. Banchi mirando a las ocho pacientas en la habitación —. Consiste en un nuevo vibrador de cabezas intercambiables. Estamos estudiando cuales tamaños de cabeza son más preferidos. En esta muestra participan dieciseis jovencitas, ocho aquí y ocho en otra sala, entre quince y veinticinco años. Dentro de dos semanas empezaremos con el estudio entre las edades de veintiseis a cuarenta años.
En la habitación, las ocho pacientes piernas abiertas, se frotaban con el vibrador, una de ellas se lo sacó y le cambió la cabeza por una de mayor grosor. A veces brotaban algunos grititos.
Después de echarle una última mirada científica, el Dr. Banchi me guía fuera de la sala de ensayos. Hacia el fondo del pasillo entramos en un salón de conferencias en el que hay una larga mesa rodeada de sillas de cuero.
—Matías, cuando te llamé fue porque estoy seguro que en este ámbito podrás desarrollar mucho más rápido tu nueva fórmula de Pesteabo —dice el Dr. Banchi, tomando asiento en una de las lujosas sillas. Noto que calza unas costosas botas de vaqueros. Me siento en otra de las cómodas sillas.
—Mis investigaciones de estos últimos años, Doctor, me han permitido lograr una variante de Pesteabo, mi compuesto de alta concentración del olor vaginal, más flexible de administrar. Esta variante no va dirigida a los enfermos de SIDA, sino a la población envejeciente en general.
—¿Pero esta nueva fórmula está diseñada para luchar contra alguna otra terrible enfermedad? —el Dr. Banchi me pregunta ansioso.
—Va dirigida a todos aquellos cuya actividad sexual haya disminuido o desaparecido. Mi fórmula original de Pesteabo o alta concentración del olor vaginal, hay que administrarla en condiciones clínicas por medio de un aerosol. En algunos pacientes se acelera el ritmo de los intervalos QK en los electrocardiogramas. Esta nueva fórmula de alta concentración del olor vaginal, la cual he denominado Pesteabo Spray, podrá administrársela el mismo paciente en forma de spray nasal y parece más benigna. Hasta el momento he comprobado que es altamente eficaz.
—Es algo genial, Matías. ¡Se venderán millones! —dice el Dr. Banchi excitado, sus ojos abiertos tras los gruesos cristales de sus gafas.
—He logrado, Doctor, después de largos años de experimentación, poner en un pequeño frasco suficiente concentración de Pesteabo, que una rociada en cada fosa nasal provocan erecciones de dos o tres horas y hasta tres o cuatro gratificaciones.
—Es algo sorprendente, sin duda. Un extraordinario avance científico. ¿Pero tiene algún efecto secundario?
—No lo he podido determinar todavía. Es necesario realizar estudios para saber si una sobredosis puede causar efectos nocivos y de qué tipo. Aunque se dispense bajo receta médica hay quienes pueden aumentar la dosis. Ya sabemos de los efectos aditivos de Pesteabo en los enfermos de SIDA, y a estos se les aplica en condiciones clínicas muy controladas. Mi rociador actual es llevado en un pequeño frasco y podrá ser usado en cualquier momento de emergencia sexual.
—Matías, me parece fantástico tu nuevo descubrimiento. Tenemos que empezar de inmediato sus estudios clínicos finales —el Dr. Banchi se dirige a un teléfono en la mesa de conferencias —. Srta. Betty, por favor, venga a la sala de conferencias.
Una puerta al fondo de la sala de conferencias se abre y una joven secretaria, que no le falta nada, en pantalón entallado verde de enfermera y camisón tambien verde, entra con una libreta de notas en la mano. Le dirige una sonrisa al Dr. Banchi, calvo y más bien raquítico, pero parece que para ella es un actor hollywoodense por la forma de adoración en que lo mira.
—Betty, por favor, coloca un anuncio en el periódico para conseguir dos docenas de voluntarios masculinos mayores de cuarenta años, para probar los efectos de un nuevo medicamento —dice el Dr. Banchi, mirando para el abultado triangulo que el ajustado pantalón verde de Betty deja traslucir —. Espero Matías, que para la semana que viene ya podremos iniciar la fase experimental de tu nuevo descubrimiento.
—También necesitaría, Doctor, un par de docenas de voluntarias para examinar su aroma vaginal y comenzar los preparativos para la obtención de la materia prima necesaria para Pesteabo Spray, cuya potencia aromática tiene que ser mayor que la fórmula original de Pesteabo.
—No hay problema en eso. Betty, agrega en el anuncio que necesitamos también veinte mujeres jóvenes para los estudios de este nuevo medicamento.
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En el vestíbulo de la fastuosa mansión de Nanny E. Añeja, en un desaliñado traje barato, algo estrecho para su gordura actual, Federico Mirabello se atusaba su pequeña barba blanca en cana, intranquilo mientras esperaba que bajara Nanny E. de sus habitaciones. Frente a él, sobre la chimenea, colgaba un cuadro del famoso abuelo de Nanny E. Añeja, el filósofo Marqués de Sade, que parecía mirarlo adustamente. Su sola vista impresionaba a Mirabello, que era el corresponsal del Daily Herald en la isla.
Había venido a entrevistar a Nanny E. Añeja, pero se sentía nervioso. Mirabello, un brown nose genético, delante de personas que él creía importantes se derretía hasta sacar su embadurnada lengua y nariz carmelita, aunque con el resto de sus coetáneos era tan arrogante que en el Daily Herald hubo una fiesta cuando lo mandaron de corresponsal a la isla.
—Siento haberlo hecho esperar, Sr. Mirabello —Nanny E. apareció con un vestido morado de lentejuelas y se sentó majestuosamente en el sofá —. Podemos empezar cuando Ud. desee.
—Déjeme decirle primero, Sra. Añeja, el gran honor que es para mí que me haya concedido esta estrevista — con mano algo temblorosa, Mirabello conectó la grabadora que descansaba en la mesa de centro.
—El Daily Herald siempre fue un periódico que me brindó todo tipo de apoyo para mi parque de diversiones La Joven Ninfa y sobretodo con mi Centro de Recreación y Cultura.
—Ud. se lo merecía, Sra. Añeja. Siempre estuvo a la cabeza en la lucha contra el régimen infernal. Los pobladores de esta isla le deben mucho.
—Gracias, apreciado Federico.
—Mi primera pregunta es: ¿Qué la impulsó a postularse para la presidencia de esta isla?
—Mi principal motivación es que esta isla ha tenido diversos gobernantes, aunque bueno, en el último medio siglo siempre fue el mismo, pero nunca ha tenido una mujer presidenta. Y creo que es algo necesario y urgente. Yo apoyo las reinvidicaciones de los derechos de la mujer oprimida. Estoy por la eliminación del chauvinismo machista opresor. En otras palabras, que las mujeres puedan acostarse con quien les dé la gana y que reciban una justa remuneración por todo el disfrute que producen. Y que sus ganancias estén exentas de impuestos. Que las exenciones fiscales no sean para unos pocos.
—Muy acertadas palabras, Sra. Añeja —dijo Federico Mirabello, sus manos un poco temblorosas por la emoción.
—También quiero expresar que dirigiré todos los esfuerzos para mejorar la protección ciudadana. Los secuestros, asaltos y robos que se han incrementado en los últimos tiempos, una buena parte proveniente de los miembros del inmenso aparato de seguridad del antiguo régimen, que incapaces de integrarse al trabajo se han dedicado a la delicuencia, hay que acabarlos.
—¿Y qué medidas propone Ud.?
—Pues que se les pase una pensión decorosa y se les haga pródigos préstamos bancarios. Y asegurarles que pueden mantener sus casas que se les amenaza quitar.
—Hay una parte de la población que siente gran odio por esos ex agentes y les llaman “cochinos esbirros” —aventuró decir Mirabello, cada vez más nervioso, pues la entrevista iba por terreno espinoso —. Además, los dueños originales de esas casas que fueron confiscada por el antiguo régimen y después otorgadas a su aparato de seguridad, quieren que se les compensen. ¿Qué le diría Ud. Sra. Añeja, a esos antiguos dueños de esas propiedades?
—A ellos les digo que hay que saber perdonar. Dios siempre recompesa a quienes actúan con caridad y perdón.
—Y sobre la delicuencia juvenil, ¿cúal es su opinión? Todas esas pandillas que hoy pululan por todas partes, muchos de ellos hijos de los antiguos miembros del aparato gubernamental, malcriados y no acostumbrados a trabajar duro, están causando gran preocupación entre la población.
—A ellos los recluiré en centros reformatorios que voy a dirigir personalmente o través de mi sobrina Mimosa, que nombraré directora de ellos. La juventud siempre puede ser rehabilitada —la cara de Nanny E. se iluminó sólo de pensar en lo dura y grande que la tendrían esos muchachitos.
—Tenerlos bajo estricto control me parece una idea espléndida, Sra. Añeja — dijo Mirabello, esto del peligro de las pandillas juveniles era algo sensible para él, debido a lo que le ocurrió cuando pequeño…
—Quiero agregar que mi compañero de boleta, Pepe Lapida, es alguien que toda su vida se ha preocupado y luchado por los desvalidos, por algo le dicen “el defensor de los pobres”.
Marcel, en su uniforme gris de chofer y su calva cubierta ahora por una gorra, hizo su entrada acompañando un fotógrafo, flaco y blanco en canas y cuya cara hacía una mueca incontenible, virando su cabeza hacia arriba, posiblemente por los excesos del polvo blanco que consumía.
—Por fin has llegado, Cana —dijo Mirabello incorporándose para ayudarlo con las luces.
Cana cogió una de las varias cámaras que le colgaban del hombro y la enfocó hacia Nanny E. Añeja.
—Señora, por favor, ponga su brazo en el almohadón… muy bien —dirigió Cana.
—Trata que no salgan sus arrugas, por Dios —susurró Mirabello en su oído.
—¿Cree que saldré bien señor fotógrafo? —pronunció suave Nanny E., síntoma de que aunque Cana ya estaba pasado de edad, le había gustado.
—Ud. es muy fotogénica, no se preocupe —y la cara de Cana, oculta por la cámara en sus manos, se elevó en una de sus muecas, ya sentía la necesidad de darse otro pase por la nariz.
—Va a quedar adorable, Sra. Añeja —afirmó Federico Mirabello, siempre brown nose, juntandos sus manos con admiración.
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En un modesto y discreto restaurante chino, debilmente iluminado, en un pullman del fondo estaba sentado el Dr. Banchi, portando un traje gris oscuro, su sombrero Steson de cowboy sobre la mesa. Había empezado a comerse un arroz frito, cansado ya de esperar por más de una hora el contacto que Juan Gualberto Montagna le había dicho que acudiría a verlo.
Enfrascado en comer, no se dio cuenta que una dama cincuentona, de mala cara, se había acercado a la mesa.
—¿Eres el Dr. Banchi? —preguntó como si el doctor fuera excremento.
—Sí… —el Doctor no estaba muy acostumbrado a que se le interpelara de esa forma y la miró, a través de sus grueso cristales, algo irritado.
—Soy Magda, el contacto de Montagna —dijo mientras se sentaba a la mesa y sacaba un sobre lacrado de su cartera. Se lo dio al Dr. Banchi.
En otros tiempos, Magda había sido miembro del Partido y de la Seguridad del antiguo régimen, y todavía le quedaba la prepotencia y arrogancia del poder que tuvo en aquella época. El Dr. Banchi abrió el sobre y dentro vio un montón de dólares en billetes de a cien y un comprobante de depósito a su nombre en un banco extranjero. Le echó una larga mirada a la suma del depósito y se guardó el sobre en el bolsillo interior de su saco. Con paga tan espléndida hasta tratar con alguien tan arrogante y pesado como Magda se hacía más pasajero.
—Dígale a Montagna que en dos semanas se llevará a cabo la cena de recaudación de fondos para Nanny E. Añeja en La Carreta Isleña, les daré la lista completa de los invitados para que les envíen alguna carta neutralizadora. Creo que antes tendré la confirmación sobre ciertos desvaríos de Pepe Lapida muy interesantes y que será muy beneficioso divulgar sus detalles, que les pasaré enseguida que obtenga las pruebas.
—El Sr. Montagna le agradecerá prodigamente, como él acostumbra. Aquí tiene mi tarjeta con el número de mi celular, me puede llamar a cualquier hora —Magda le pasó una tarjeta que el Dr. Banchi guardó en un bolsillo, luego de echarle un vistazo.
De pie, Magda lo miró con cierto desprecio, cogió su cartera de arriba de la mesa y sacó un alargado sobre blanco.
—Este es el proyecto que una de las publicaciones del Sr. Montagna quiere que se realicen las investigaciones correspondientes en su Instituto. Examínelo, y ponga el precio que Ud. considere conveniente. Con esa publicación puede hacer contacto directamente. Otros asuntos, sólo a través de mí.
Y dándose vuelta, Magda, de mala cara, se dirigió masculinamente hacia la salida del restaurante, caminando como si fuera la dueña de la ciudad. No despertó la mirada de ningún comensal, posiblemente ni cuando joven fue bella, ahora en sus cincuenta mucho menos. El Dr. Banchi hizo una mueca, pero se tocó el abultado sobre en el interior del saco y se consoló un poco de este encuentro tan desagradable.
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Este camarote es tan confortable y lujoso como el resto del gigantesco yate del Dr. Banchi, sabía que él había hecho dinero, pero no imaginaba que tanto. Me invitó varias veces a este crucero y al fin tuve que venir, para encontrarme que muchos de sus invitados están entre la gente que no prefiero ver. Por suerte Nanny E. Añeja no vino alegando que el vaivén de las olas le produce mareos. En realidad debe ser porque no le gusta exhibir sus miríadas de arrugas en trusa. Pero su sobrina Mimosa está aquí, la vi de lejos cuando subía por la pasarela esta mañana, calculo que su camarote está un piso más arriba, de lo que me alegro. Aun así, me la puedo tropezar en cualquier momento. Debbie no vino, aunque el Dr. Banchi me dijo que podía traer una acompañante o también dos si quería, porque Manolito le dijo que si deseaba ir con él de vicepresidenta no debía de mezclarse con el Dr. Banchi.
Ya dejó la Casa Marina, de la que habla pestes y está trabajando en el club de Manolito. Me conviene que no haya venido porque Betty, una de las secretarias del Dr. Banchi, que conozco de antes, se halla aquí y ya la vi tirándose en la piscina con un bikini de hilo dental casi invisible. Lo único que siento es que parece que lo tiene rapado, que no es mi gusto, porque sino se vería su pelambre en tan diminuto bikini. En fin, nada es perfecto.
Me pongo una camisa de playa azul y salgo en short y sandalias, a coger algo de sol en la cubierta de arriba y a ver si veo a Betty. Hace un rato que zarpamos y ya no se distingue tierra. Subo la escalerilla un par de pisos hasta la cubierta superior, hay ya una gran cantidad de invitados tomando el sol. Vislumbro hacia la popa la figura casi desnuda de Betty en su hilo dental, sentada en una silla reclinable y siento un movimiento erectivo en mi cosa.
Me acerco, pero veo que ya hay alguien hablando con ella en otra silla. Es Pepe Lapida, tiene unos tennis blancos y camisa y pantalones del mismo color. Su bigote luce visiblemente teñido, igualmente su cabellera. Me siento en una silla cercana, oigo como está contándole de las hazañas de sus antepasados en la guerra y cuan conocido es y cuanto lo quieren sus lectores y su amor por los pobres…
—Este Lapida me da risas —me habla bajo un flaco sentado en una silla adjunta, en shorts y sin camisa, sus costillas se marcan visibles, reconozco a Ramonín, un laboratorista del Instituto —. Siempre inflando globos y alrededor de donde hay dinero.
—Sí, así es.
Miro para donde están Pepe Lapida y Betty, que se ríe de lo que le está diciendo.
—¿Es tu primer viaje en este yate? —me pregunta Ramonín.
—Sí, nunca hubiera imaginado que el Dr. Banchi tuviera un yate tan grande.
—Se lo compró a un ministro del antiguo régimen, que prefirió irse en avión. El Dr. Banchi tiene buena vista para los negocios.
Betty se levanta y hala de la mano a Pepe Lapida, que la sigue sonriendo.
—Quiero enseñarte algo en mi camarote —le dice Betty, mientras se va alejando, ostentando sus nalgas cubiertas o descubiertas por el delgado hilo dental. Detrás va Lapida, cojeando algo por la artritis.
—Algunos tienen suerte —digo.
—O algunos tienen dinero —agrega Ramonín mirando por donde se fue la desnivelada pareja —. Pero Lapida no tiene plata, y Betty está detrás del Dr. Banchi como una loca, por eso me extraña que esté con Lapida ahora.
—En verdad que es extraño —y pienso que hay algo que no encaja.
Por una de las escalerillas que dan acceso a esta cubierta acaba de aparecer la obesa Mimosa, un poco sofocada, metida en un short morado, mostrando sus muslos llenos de celulitis y una blusita amarilla que deja al descubierto su ombligo y los varios pliegues de su tremenda barriga. ¡My God! Es una vista para no ver. Ha mirado para acá, creo que me ha visto. Decido irme de inmediato.
—Bueno Ramonín, voy a bajar a comer algo, aún no he desayunado —y me alejo rápido en dirección a otra escalerilla por la parte opuesta de donde viene Mimosa.
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En el camarote de Betty, esta le había servido un vaso de vino a Pepe Lapida que la miraba extasiado y algo lujurioso, sentado en la cama, esperanzado que pronto le llegara el milagro de una erección.
—Si salgo elegido vicepresidente te colocaré en mi equipo de trabajo. Podrás ganar cuatro o cinco veces más de lo que ganas como oficinista en el Instituto del Dr. Banchi y mucho más comodamente. En cada viaje que hagas podrás venir como mi secretaria —Pepe Lapida vio como Betty frente a él se quitó el sostén del bikini, dejando al aire sus erectas teticas.
—Es Ud. muy amable, Sr. Pepe —y acercándose, Betty le revolvió el pelo teñido a Lapida, sus teticas al aire.
—A mí todos vienen a pedirme que les resuelva algo y siempre estoy dispuesto a brindar ayuda desinteresada. Creo que es la misión en mi vida, ayudar a otros.
—Ud. es tan bueno Sr. Pepe, siempre en defensa de los desvalidos.
—Si fueras mi secretaria te tendría cerca todos los días. Sólo verte me rejuvenece.
—Por lo menos ya me tiene hoy muy cerca. ¿Ya se ha rejuvenecido?
La mano de Betty le tocó la portañuela a Lapida, pero no encontró la dureza esperada. Por lo que Betty se quitó su breve hilo dental, dejando a la vista su abultada cuchara con muy pocos pelos; y acercándose más a Pepe Lapida comenzó a desabrocharle el pantalón y metiendo su manito dentro de este, empezó a trastear la casi muerta cosa de Lapida. Pero por más insistencia de sus arduos y diestros esfuerzos, seguía sin haber resultados duros. Betty continuó manipulando pero no lograba ni una mediana consistencia. Lapida oró por un milagro, pero el cielo no se lo concedió.
—Niña mía, déjame bajar a ese pozo profundo —y Lapida inclinó su cabeza comenzando a lamer la rapada hendidura de Betty, tratando de compensar su caída longución.
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En la silla reclinable que había dejado Matías al irse, se instaló Mimosa con sus casi trescientas libras y su ombligo al aire, la silla crujió. Ramonín la saludó con una sonrisa de sus dientes postizos, los verdaderos los perdió en una golpiza que le dieron al capturarlo tratando de irse hacia el Norte en una balsa, durante el antiguo régimen. Mimosa lo miró interrogativa:
—¿Ese que se fue ahora no era Matías Pérez?
—Sí, creo ese es su nombre —contestó Ramonín evasivo.
—No sabía que había regresado a la isla. ¿De dónde lo conoces?
—Lo he visto con el Dr. Banchi en el Instituto de Investigaciones Escatológicas. Parece que está haciendo allí algún tipo de investigaciones.
—No estaba enterada de eso.
Ramonín miró para el ombligo de Mimosa y su ancho cuerpo casi trabado en la silla reclinable y dijo:
—No te había visto en ningún otro viaje del yate y siempre vengo a todos los cruceros del Dr. Banchi.
—En realidad vivo en el Norte, soy animadora de un programa de televisión sobre Yoga, pero he tenido que venir por asuntos de familia —Mimosa se acomodó sobre la silla de extensión.
—Está comenzando a calentar el sol. ¿Por qué no vamos y nos tomamos una cerveza allá abajo en el bar? —invitó Ramonín, pensando que algo es mejor que nada.
—Sí…. encantada —respondió Mimosa, tratando de levantarse casi de inmediato, a ella no le llovían las invitaciones. Ramonín la tuvo que ayudar a incorporarse.
Se dirigieron al bar de la cubierta inferior. Cuando entraron, a pesar de la semipenumbra del bar, los comensales que había se fijaron en Mimosa, quizás pensando que ya habían empezado a ver doble. Ramonín, en shorts y sin camisa, con su flaco cuerpo era como la tercera parte de Mimosa.
Sentados en la barra pidieron un par de Heineken.
—Nunca he podido comprender eso del Yoga —dijo Ramonín dándose un largo trago de la botella de cerveza.
—Es algo superior, los relajamientos son muy beneficiosos para la salud, porque combaten el estrés y alargan la vida —explicó Mimosa, echando la cerveza en un vaso y tomando pausadamente. La banqueta del bar sólo alcanzaba a soportar una parte reducida de sus nalgas que se botaban hacia afuera.
—No sé, nunca he podido relajarme —y virándose para el bartender, Ramonín pidió —. Tráeme dos más.
—Para relajarse hay que aprender a controlar la respiración, que se le llama prana yana, combinado con determinadas poses llamadas ayanas, para alcanzar una relajación.
El bartender dejó sobre el mostrador otras dos cervezas.
—Suena interesante todo eso —dijo Ramonín tomando de la botella casi sin parar.
—Hay diversos niveles de aprendizaje, la serie básica comienza con el Saludo al Sol, o Suryanamaskara en el lenguaje sánscrito —explicó Mimosa —, luego las poses de balance, las twisting poses, las poses de suelo, poses de inversion como las "head stand", "Wheel" "shoulder stand" y "hand stand", y cuando se está concluyendo la clase, las “poses de cierre”, para seguir con la meditación y la conclusion.
Ramonín le hizo seña al bartender para que le trajera otra cerveza, Mimosa aún no había terminado la suya.
—¿Y toma mucho tiempo aprender eso? —preguntó Ramonín empinándose sin parar otra Heineken.
—Llegar a la perfección toma años, hay quienes avanzan más rápido que otros, cada sesión de Yoga toma generalmente hora y media. Para que el alumno entienda bien su cuerpo, como manejar cada respiración, cada movimiento y le pueda sacar provecho, el instructor de Yoga tiene que trabajar mano a mano, cuerpo a cuerpo con el practicante.
—Sabes tú que me está empezando a interesar esto del Yoga —Ramonín terminó la botella de cerveza que tenía en la mano y le hizo señas al bartender para que trajera otra.
—Es algo espléndido —Mimosa alzó sus manos regordetas —. Pero para avanzar en el camino del Yoga necesitas un instructor competente. La habilidad del instructor es esencial, su trabajo con el practicante y sus ajustes muy particulares que le permitirán, con la práctica constante, el control de cada una de sus poses y llegar en un futuro a la perfección.
—¿Pero cuál es el resultado máximo de todo esto? ¿Es eso lo que le dicen nirvana? —Ramonín agarró otra botella y se la empinó casi de un solo golpe.
—El resultado máximo es el Samahdi, pero para llegar a esto el alumno y el maestro y todos tenemos que pasar primero por las Yamas y los Niyamas. Cada una de estas tienen sus subextensiones. Los Niyamas son los actos que tú cometes o practicas con resultados hacia tí mismo.
—Parece un poco complicado todo eso —Ramonín volvió a vaciar otra botella de cerveza que el bartender había traído. Mimosa tomaba más lentamente.
—No lo creas. Se aprende fácil, depende del interés. Además del dominio de los Niyamas y de las Yamas que consisten en tu actitud en la vida con las otras personas, la sociedad y todo aquello que te rodea, que es algo inicial, debes practicar el resto. En el camino a la perfección hay que practicar los 8 Brazos de la práctica del Yoga: Yama, Niyama, Asana, Prana yama, Pratyahara, Dharana, Dhyana y Samadhi.
—Oye, todo eso suena interesante, estoy decidido a aprender lo del Yoga —Ramonín estaba terminando otra cerveza —. ¿Me pudieras iniciar en su aprendizaje?
—Sí quieres…. lo haría con mucho gusto —Mimosa sonrió halagada.
—Vamos para mi camarote, allí tengo hasta una estera para empezar a practicar —dijo Ramonín levantándose de la banqueta del bar, después de media docena de cervezas la figura obesa de Mimosa, aun con su barriga de globo terráqueo, se le había convertido en Miss Universo.
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Estoy en la semioscuridad del bar, lujoso como todo el resto del yate, sentado en una mesa bien al fondo, en esta parte uno casi ni se puede ver las manos. En la barra estuvieron Ramonín y Mimosa bebiendo muy alegres, se fueron sin verme, por suerte para mí. Acaba de entrar Narda, la escultural instructora de Yoga de la Casa Marina, los slacks azules realzan su parte trasera que parecen dos tambores en los que me dan ganas de retumbar.
Decidido, me levanto y la intercepto antes de que llegue a la barra.
—Srta. Narda, me es un honor conocerla personalmente. He oído hablar de Ud. y de sus habilidades en la práctica del Yoga. La he reconocido por sus fotos en los anuncios de la Casa Marina, aunque es mucho más atractiva en persona. Mi nombre es Matías Pérez, soy profesor de química.
—Gracias, no sabía que era tan famosa. Pero su nombre si me parece muy conocido, estoy segura de haberlo oído antes.
—A veces, en otros tiempos, he figurado en las noticias por mis descubrimientos químicos. Pero no hay mayor descubrimiento que su exuberante belleza.
—¡Aah, qué gracioso!
—La invito a tomar algo.
—Sí, cómo no...
Regreso a mi mesa del fondo del bar, seguido de Narda que se sienta frente de mí.
—¿Ud. también es de las amistades del Dr. Banchi? —me pregunta Narda.
—He venido de lejos a terminar un proyecto especial en el Instituto de Investigaciones Escatológicas. Al Dr. Banchi hace mucho que lo conozco, aunque hacía tiempo que no lo veía. Pero es la primera vez que vengo a estos cruceros en su yate, que por cierto es algo fastuoso.
—También esta es mi primera vez en este yate. El Doctor es uno de mis discípulos de Yoga, pero ha empezado reciente —dice Narda pidiendo una “Margarita” al camarero que se ha acercado.
—¿Dónde aprendió la práctica del Yoga?
—Durante el antiguo régimen mi padre era diplómatico y pidió asilo en la India. Desde pequeña estuve allá. Después que desapareció el régimen vine de turista y me casé y aquí me he quedado
.
—Esta pregunta es quizás indiscreta y no la mal interprete, ¿pero cómo se siente trabajando ahí en la Casa Marina? Esa Nanny E. Añeja no tiene buena fama.
—Es un ser horrible y muy tacaña, aunque a mí me paga bien porque soy la única que sabe de Yoga, en lo que se supone que sea un centro de Yoga —Narda le dio un sorbo a la “Margarita” que acaban de traer —. Todas las otras lo único que saben de la práctica del Yoga son las poses. Sobretodo las más simples y antiguas…
Pido otro daiquirí al camarero cuando pasa.
—Y ahora esa Sra. Añeja ha lanzado su candidatura para presidenta de la isla. ¿Qué le parece eso? —pregunto a ver que saco.
—De ella todo es posible. Siempre está diciendo que el poder debe de volver a la aristocracia y sonseras como esas. Pero hay gente de dinero que la apoya. El Dr. Banchi es el asesor principal de su campaña presidencial y dicen que tiene muchas influencias. Y con un yate como este, parece que también tiene mucho dinero.
—Sí… he oído eso.
—Yo apoyo la candidatura para presidente de Manolito, el dueño del Tropicama Beach Club, porque me parece algo distinto. Allí permiten fumar de todo lo que uno quiera —Narda dobló sus piernas y entre la semipenumbra puedo distinguir sus torneados y gruesos muslos dentro de sus slacks y sus labios vaginales sobresaliendo.
—Manolito es amigo mío y yo lo ayudo en su campaña, a levantar fondos especialmente —digo y no sé si pedirle a Narda que coopere en la subasta, pues la acabo de conocer.
—¡Hace muy bien! Hay que ayudar a Manolito, a mí me cae muy bien. Mira Matías, te voy a decir algo que me parece muy extraño y que no se me va de mi cabeza. Mi marido era un agente de la seguridad del antiguo régimen y ahora es guardaspaldas de Juan Gualberto Montagna. Me contó que el otro día llevó a Montagna hasta el Instituto de Investigaciones Escatológicas, donde fue a entrevistarse con gran sigilo con el Dr. Banchi, que es asesor de la campaña de Nanny Añeja. Mi marido se quedó afuera y no oyó de que hablaron, pero cuando salieron, en la limousine, Montagna llamó a Magda Cum y le dijo que de ahora en adelante ella sería su contacto permanente con el Dr. Banchi y que tuviera presente la máxima discreción. ¿No te parece extraño que un candidato vaya a reunirse en secreto con el asesor de otro candidato?
—De verdad que está muy raro eso —digo pensativo, vuelvo a mirar para los muslos fabulosos de Narda —. ¿Y quién es esa Magda?
—No sé bien, mi marido me dijo que ella era antes miembro del Partido del antiguo régimen y de su Seguridad. Y ahora trabaja para Montagna.
La puerta del bar se abre y un rayo de luz del exterior penetra. El Dr. Banchi ha entrado, su inseparable sombrero de cowboy cubriendo su calva, en shorts, sandalias y chaqueta playera, mostrando su poco atlético cuerpo dado más al pensamiento que al deporte.
—¡Oh, el Dr. Banchi! Tengo que ir a una sesión de de Yoga con él —dice Narda.
—Voy a hablar con Manolito de lo que me has dicho. El conoce más las cosas aquí que yo, pero de verdad que son extrañas esas reuniones. Este es el número de teléfono del hotel donde estoy, llámame —y al entregarle una tarjeta del hotel, aprovecho para apretarle la mano en la penumbra y de paso rozar sus prodigiosos muslos.
El Dr. Banchi busca en la semioscuridad y nos ve en el fondo, se acerca.
—Profesor Matías, cuanto gusto que haya venido en este breve crucero.
—Doctor, le agradezco la invitación, su yate es extraordinario.
—Está diseñado para servir a mis amigos —y volviéndose hacia Narda —. Estoy preparado para nuestra próxima sesión, querida instructora.
—Entonces, vamos ahora —dice Narda, levantándose, sus slacks azules mostrando al irse sus inmensas nalgas.
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