Red de Literatura y Cine
Mónica Ojeda
Editorial Candaya, Avinyonet del Penedès (Barcelona), 2016, 206 páginas
Candaya, un sello editor muy selecto, con una especial sensibilidad para captar la buena literatura, esa que supera con creces la narrativa o la lírica golosina, con empatía por lo que se escribe en Latinoamérica, abre las puertas a la narradora y poeta Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) que nos sorprende agradablemente desde el punto de vista escritural con Nefando, un convite literario inquietante, pero rebosante de buena y vanguardista literatura, que se atreve a explorar los límites del lenguaje ante determinadas e inquietantes experiencias del dolor y del placer. Y algo más, porque, por encima de ese acto registral que es la esencia de la novela, Mónica Ojeda entiende la literatura - son sus palabras- como un intento de imaginar lo que hay más allá de nuestro reducido campo de experiencias. El resultado: una novela no apta para mojigatos, pero plato regalado para esa especie de lectores capaces de mirar lo que potencialmente nos puede incomodar, aquello que, como la pornografía infantil, el incesto, lo abusos sexuales, ciertas filias, la violencia en sus distintas versiones, tienden a repeler o esquivar las personas que se consideran normales.
En un durísimo relato, Mónica Ojeda presenta a seis personajes, jóvenes veinteañeros, que comparten piso en Barcelona, cada uno con inclinaciones muy particulares (escritura pornoerótica, hacker, mutilaciones corporales…), estigmatizados por oscuros sucesos de los que fueron víctimas en su niñez. La hostilidad del mundo empezó para todos ellos en su propia casa, y esas devastaciones los irán configurando, reconoce en las páginas finales uno de ellos. Artífices de un videojuego on line que difunde contenidos extremados que basculan entre lo poético y la monstruosidad inmoral, y que cuelgan en la Deep Web. La novela, en cada una de sus secuencias y con diversos registros lingüísticos, intenta hallar el lenguaje apropiado para enfrentarse a lo abominable, a lo repulsivo, a las profundidades abisales más lóbregas de los seres humanos.
La autora teje Nefando desde el fragmentarismo; con una arquitectura compositiva compleja, pero talentosa y muy productiva para este tipo de narrativa: varios de los convivientes en el apartamento barcelonés refieren, con relatos autónomos o con entrevistas, el origen y el porqué del videojuego Nefando, diseñado por tres hermanos ecuatorianos y subido a la Deep Web con la ayuda de El Cuco Martínez, un hacker y diseñador autodidacta de vídeos. Nefando surge de una idea extraña, utiliza imágenes escalofriantes y pretender hacer de la mierda algo lúcido. Así mismo, dentro de la novela se incrusta otra novela: una pornonovela hype, cuyos tres capítulos, repartidos a lo largo del libro, son de la autoría de Kiki Ortega, una chica mexicana que convive en el piso.
A través de la coralidad que le da forma a la trama, nos vamos sintiendo no solo incómodos, sino incluso aterrados por las experiencias que nos transmiten estos personajes frágiles y extremados: las primeras experiencias amorosas y sexuales de El Cuco con su primera novia, tan facha como su padre militar que abusó de ella cuando era niña; los deseos sexuales hacia el compañero a los doce años; experiencias corporales sadomasoquistas; la devoción por el placer del cuerpo lesionado/humillado, la entrega al BDSM; sexo entre adolescentes, pederastias brutales. La violencia del instinto sexual del depredador; relaciones incestuosas de padres con hijos y de hermanos entre sí. Violaciones en el seno familiar que los ecuatorianos hermanos Terán muestran con entusiasmo porque habían aprendido a lidiar con el pasado y no se consideraban víctimas; vídeos de personas autolacerándose o automutilándose; zoofilia, bestialismo, sadismo sobre animales. Pero al fin y al cabo, como reconoce uno de los personajes, no hay erotismo que se niegue al horror; el erotismo es violento como la naturaleza y también lo revulsivo merece ser articulado, y para ello alguien debía ensuciarse en el lenguaje, aunque hay ciertas experiencias, tanto de dolor como de placer en las que el lenguaje solamente se queda en los aledaños. Solo encarnándolo se llega a saber cómo es el dolor ajeno.
Todo esto son testimonios y experiencias al margen del videojuego Nefando. Del mismo, eliminado pronto de la red, únicamente sabemos lo que era a través de la recopilación de posts y crónicas de diversos gamers. En esta parte de la novela, la autora abandona cualquiera concesión y nos enfrenta de nuevo con el horror: zoofilia, sadismo sobre animales, necrofilia, pornografía infantil… Un videojuego abominable alojado en la Deep Web, la internet profunda, oculta e invisible de la que, según El Cuco Martínez, se puede aprender mucho, porque todos los problemas sociales y humanos de nuestro mundo tienen su correlato en la red oculta: robo, pederastia, pornografía, narcotráfico, crimen organizado, sicariato, cibercrimen, explotación sexual, documentación falsa, secretos de estado, paquetes de virus… Un verdadero inframundo que constituye más del 90% de todo el contenido de internet, invisible, amparado en el anonimato, ya que esos contenidos no están indexados a los motores de búsqueda. ¿Dónde queda la humanidad de las personas? En otra moral como se responde en una de las entrevistas.
La novela es un navajazo que hace aflorar las profundidades más abyectas del ser humano, la esencia de la aberración. La autora, experta en la literatura pornográfica latinoamericana durante las dictaduras, pone en las manos lectoras una obra incómoda, pero a la vez luminosa. Y lo hace con valentía y oficio, suturando con pericia los múltiples mosaicos-fragmentos que tienen vida propia en la novela. Con una amalgama de registros lingüísticos con los que revela y se ajusta al origen de los protagonistas. Y una gran versatilidad narrativa, con componentes metaliteraios e intertextualidad; pensamientos profundos que verbalizan algunos de los personajes. Reflexiones no banales sobre la existencia humana y el ánfora oculta de nuestros deseos. Para muestra, un botón: “La erradicación final de la animalidad -esa que obliga a hombres y mujeres a afrontar el lado salvaje y violento de sus deseos- era simultáneamente utopía y distopía” (página 50).
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“A lo que voy es que muchas cuestiones que consideramos perversas se pueden volver sublimes, para algunos, en el arte de la iconografía cristiana, y para otros en obras literarias o plásticas o perfomáticas. Santas como Margarita María Alacoque, con la escusa de tener éxtasis místicos, comían vómito y mierda de enfermos, o incluso su propia mierda. María Alacoque sentía que a través de este tipo de actos Dios le hablaba y entraba en ella. Estaba convencida de que por el tormento de la carne accedería a la santidad, a un estado cercano a la divinidad, y esto, no nos confundamos, le producía placer. Y ahora te estarás preguntando, ¿cómo puede un cuerpo torturado sentir placer? (…) El placer no está en las heridas de la carne, sino en la idea de las heridas de la carne, en su significado, ¿y cuál es su significado? te preguntarás, pues el de la absoluta entrega, el de la completa sumisión. Para las santas que se infligían todo tipo de castigos físicos no había nada más excitante que sacrificar su cuerpo por su amor: amo y señor (…)
En la religión cristiana hubo BDSM mucho antes que Sacher-Masoch escribiera La Venus de las pieles, pero todo esto es sólo considerado perverso cuando no está vinculado a la religión cristiana. ¿Qué diferencia hay entre una santa mística y una mujer que le pide a su pareja que le eche cera caliente en la espalda y que le meta el puño por el culo? Tal vez la diferencia entre ellas radica en que la santa mística, como los crucificados en semana santa, es capaz de autodestruirse para alcanzar su éxtasis, mientras que muchas mujeres y hombres BDSM tan solo juegan a que se entregan.”
…..
“Durante el segundo semestre del curso, Diego y Eduardo creyeron notar que el profesor de Educación Física tenía una inclinación especial hacia ellos. Cuando hacían sentadillas, corrían por el campo de fútbol o jugaban al baloncesto, él los observaba de una forma peculiar, como si quisiera atravesarlos con un lenguaje de expresiones silentes y taciturnas. Una noche lo siguieron al interior del bosque que cercaba el lado oeste del colegio. Llevaba consigo a un pequeño y escuálido alumno de primer año que temblaba igual que una lavadora. El chico usaba una pijama limpia que se parecía a la luna (…) Se introdujeron en el bosque hasta que la oscuridad se les metió en los pulmones como un torrente de agua sucia. Entonces el profesor se detuvo y tomó al chico de primero de la cadera para bajarle el pantalón hasta los tobillos. Diego y Eduardo escucharon, entre el ruido de los insectos nocturnos, los ruegos del niño que sollozaba: «Por favor, no», decía. «Por favor, no». El profesor se arrodilló frente a las nalgas del muchacho, redondas y aduraznadas, las apartó con sus manos Kingman y metió su lengua babosa, del tamaño de una culebra, en el ojo ciego (…) Unos minutos más tarde, después de escupir y untar de saliva el ojo ciego de su amante, el profesor le hizo ponerse en cuatro patas y, antes de penetrarlo de una sola embestida, tomó un puñado de tierra con sus manos Kingman y la estrelló contra la cara húmeda del chico.”
…..
“¡Si supieras todo lo que hemos estado leyendo!, le dijo Cecilia, podríamos escribir una novela mejor que la de Kiki a partir de las historias que pululan en los foros. Narrar nuestros horrores, ¿para qué servía la ciencia si no era para narrar nuestros horrores?, pensó El Cuco, ¿para qué servía la tecnología si no era para narrar nuestros horrores? ¿Para qué servían los lenguajes, los gritos, las teclas, los pozos si no era para narrar nuestros horrores? El deseo de decir el deseo no se mitiga hablando, le dijo una vez Emilio, a veces tenemos que hacer y dejar que lo hecho pronuncie nuestro vértigo. Te necesitamos para crear Nefando, le dijo Irene con una sonrisa delgada. Las luces del auditorio se encendieron.”
…..
“Veo a Ely. Tiene siete años. Su padre le sirve su esperma en una cuchara de palo. Veo a Jenny. Tiene diez años. Su collar de púas parece una planta en medio del paisaje de cuerpos que se destiñen. Veo a TommyG. Tiene trece años. Veo a su padre ordenándole que le lama el pene a un perro. Veo a Landa. Tiene siete años. Veo a Elizabeth. Tiene quince años. Las veo ayudando a su padre a violar a su hermana pequeña, Mandy, que llora enrojecida en el balde de una camioneta negra. Veo a Maryanne. Tiene cinco años. Le mete el puño a su padre en el culo con los ojos cerrados. Veo a Pae. Tiene cuatro años. Su madre le introduce la lengua en la vagina y el dedo índice en el ano. Veo a Veronika. Tiene doce años. La veo penetrada por su padre y su hermano al mismo tiempo. Veo todo lo que ha sido consumado. Veo a papá meneándosela con los videos. Veo sepulcros de risas, llanuras de miedo. Polvo. Viento. Veo mi necesidad de contar que veo paisajes de cuerpos que destiñen el color todas las noches. Veo un montón de cuerpos que son el mío: lo único. Dientes.”
(Mónica Ojeda, Nefando, páginas 35-37, 55-56, 106-107, 127-128)
Comentar
Uahu... esto sí estuvo grueso pero bien narrado
Saludos
Ignacio
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