NOSTALGIA DEL ABSOLUTO / STEINER

En 1974, George Steiner dictó las conferencias que poco después se recogerían y editarían con el título Nostalgia del Absoluto. Un ensayo portador de un lúcido desencanto acerca de las posibilidades humanas en el mundo, de su relación con la religión, los grandes sistemas de pensamiento dominantes de los siglos XIX y XX (las “metarreligiones”, “antiteologías” o “credos sustitutorios”), los “cultos de la insensatez” (la astrología, el ocultismo, los clichés del orientalismo), la ciencia y la búsqueda o, dice Steiner, la literal caza o persecución de la verdad.
La pérdida de los anclajes teológicos de la vida humana, el despliegue de la sociedad industrial y del pensamiento racionalista, sumados a las matanzas de proporciones nunca antes imaginadas como resultado de las dos grandes guerras mundiales, pusieron en crisis el desiderátum del humanismo: la trascendencia de la vida humana misma en su individualidad. En el fondo, un vaciamiento de lo trascendente, “la muerte de Dios” irónica y pesarosamente diagnosticada por Nietszche: “la descomposición de una doctrina cristiana globalizadora había dejado en desorden, o sencillamente había dejado en blanco, las percepciones esenciales de la justicia social, del sentido de la historia humana, de las relaciones entre la mente y el cuerpo, del lugar del conocimiento en nuestra conducta moral” (p. 15).
Surgen entonces, con un sentido compensatorio oculto tras el ropaje narrativo de una cierta ciencia, las grandes metarreligiones, documentadas con los casos del marxismo, el psicoanálisis y la antropología estructural, como especies de mitologías seculares. Mitologías porque se trata de corpus de ideas que poseen una pretensión de totalidad, visión fundadora y textos canónicos (por tanto sus propios movimientos heréticos), así como sus gestos, rituales y su simbología esencial.
Una especie de teología sustituta, dice Steiner, porque: “Son sistemas de creencia y razonamiento que pueden ser ferozmente antirreligiosos, que pueden postular un mundo sin Dios y negar la otra vida, pero cuya estructura, aspiraciones y pretensiones respecto del creyente son profundamente religiosas en su estrategia y en sus efectos” (p. 19). Todos ellos postulan una fundación, momentos de pérdida (pérdida, sobre todo, de un pretendido estado de inocencia edénica) y posibilidades de dar sentido al mundo, a la vida, a la historia: intentan restituir la posibilidad del Absoluto.

Vendrán enseguida los nuevos oscurantismos con su carga trágica, aun siendo cómicos en más de algún modo. Cuerpos de ideas como la astrología, el ocultismo y los clichés del orientalismo, han derrochado y deteriorado la esperanza humana: “Los cultos de la insensatez, las histerias organizadas, el oscurantismo, que se ha convertido en un rasgo tan importante de la sensibilidad y la conducta occidental durante estas décadas pasadas, son cómicos y a menudo triviales hasta cierto punto: pero representan una ausencia de madurez y una autodegradación que son, en esencia, trágicas” (p. 87). Pero después de todo esto, ¿qué nos queda? ¿Nos queda la verdad que proclama la ciencia y que, en cierta manera, proviene de esa apropiación de la proclama evangélica de que la verdad nos hará libres por parte del racionalismo secular? No será la Verdad de la revelación divina, no será la Verdad del Texto, será la verdad que perseguimos con paciencia, perseverancia y método como el cazador a la presa.
Acaso esta sea la más grave pregunta que Steiner nos hace: ¿está el hombre preparado para la verdad?, ¿la verdad que la ciencia nos revela nos confortará, nos está confortando ya? La verdad os hará libres, dice el Evangelio. Pero Juan se refiere, ciertamente, a la verdad evangélica, a La Verdad que revela la vida de Jesús, a la verdad que ha declinado con el auge de la ciencia, y que ha sobrevivido.
Una verdad científica: el universo se está agotando, el segundo principio de la termodinámica, ya ni tan nuevo, que postula la (si bien para un futuro remoto) certeza de que el sistema solar, nuestra galaxia se desintegrará inevitablemente: “¿En qué punto la imaginación humana tendría de súbito esa percepción supremamente terrorífica de que el tiempo futuro choca contra un muro, de que hay una realidad a la que el tiempo futuro de nuestro verbo ‘ser’ no puede aplicarse, en la que no tendrá ningún significado?” (pp. 122-123).
Otra verdad empírica y bien probada, más cercana y real en su percepción: la cada vez mayor recurrencia a la guerra. Tanto más recurrente, absurda y horrible, pero acaso explicable, en la medida en que nos cualificamos tecnológicamente. La guerra no sería “una espantosa forma de estupidez de los políticos, un accidente que una mente sana podría sin duda haber evitado. No; sería una especie de mecanismo de equilibrio esencial (…) estamos ahora en un punto en que, si proseguimos esta línea de pensamiento, nos topamos con guerras en las que no hay supervivientes, ni segunda oportunidad, ni reparación del equilibrio del cuerpo político” (p. 124).
Y una tercera verdad, ésta más hipotética y ya con buena andadura, que afecta los iluminados valores de equidad, coherencia y justicia social: ¿y qué tal, sólo qué tal, si la ciencia demuestra (¿lo ha demostrado ya?) que las capacidades futuras de los seres humanos dependen de una programación genética heredada racialmente? ¿Serán las conclusiones de tal hallazgo moralmente tolerables?
Como resultado de estas confrontaciones con algunas verdades científicas, otras empíricamente constatables y otras más en estado de hipótesis o hasta de ejercicios mentales que pueden convertirse en verdades empíricas y hasta científicas, hay en la nostalgia del Absoluto un revestimiento de nostalgia de la inocencia, de reivindicación del sencillo y encantador Homo ludens frente al orgulloso y destructor Homo sapiens. Una búsqueda de una sensibilidad alternativa con su lógica y su tecnología alternativa: “No más búsqueda de lo ilusorio, del hecho posiblemente destructor, sino búsqueda del yo, de la identidad, de la comunidad.” (P. 128). Algo así como Le dur désir de durer que Éluard detecta en el impulso primario de la creación poética. Ese impulso que nos empuja a buscar formas de vida activadoras de la descuidada mitad derecha del cerebro, la no verbal, la no griega, la no ambiciosa ni dominadora, esa donde “está el amor, la intuición, la misericordia, las formas orgánicas y más antiguas de experimentar el mundo sin agarrarlo por el cuello” (p. 128).

Huertos ecológicos, vida en el bosque, educación no escolarizada, entre otros modos alternativos de vida, son –dice Steiner- asequibles al individuo pero no a la especie. En este sentido, no hay ritornello en nuestra tonada histórica: hay el estribillo, digamos, de la guerra que se repite siempre en otro tono. Hay rondó en la historia de la música, no en la música de la historia. Desde la majestuosa explosión de la potencialidad humana, desatada “por aquellos milagrosos y peligrosos seres humanos, los antiguos griegos”, estamos condenados a no parar hasta el final: “yendo al fondo de la cuestión, somos claramente un carnívoro cruel construido para avanzar, y construido para avanzar contra y por encima de los obstáculos. En realidad, el obstáculo nos atrae magnéticamente. Hay en nosotros algo esencial que prefiere la dificultad, que busca la pregunta complicada” (pp. 130-131).
Aunque sea en esto, vuelta al Nietzsche de la ciencia alegre: el mundo no tiene corazón y sería locura guardarle rencor por eso. Acaso por eso, como el propio Steiner escribe en un ensayo más reciente, el pensamiento está preso irremediablemente de una profunda tristeza, de una melancolía que le es inseparable. Hasta en “el pensamiento abstracto, en los métodos epistemológicos se deja oír un latente bajo continuo de nostalgia, un mito edénico de las certidumbres perdidas”. No hay reconciliación posible con el Absoluto (¿hubo alguna vez Alianza de pueblo alguno con Dios?), ni confort en la verdad: el humanismo renacentista, el racionalismo iluminista, la reacción romántica (return to the origins), con sus creencias optimistas aunque opuestas, no han evitado el reconocimiento terrible de que la verdad no es “amiga del hombre”, que “la verdad es más compleja que las necesidades del hombre, que en realidad puede ser completamente ajena e incluso hostil a esas necesidades” (p. 131).
Han llegado los posmodernos pesarosos y pesimistas, relativistas, deconstruccionistas y fragmentarios: “tiempos líquidos”, crisis de los metarrelatos, búsqueda del sentido disimulado en los márgenes del texto, ¿algo nuevo bajo el sol? Steiner culmina: “La verdad, creo, tiene futuro; que lo tenga también el hombre está mucho menos claro. Pero no puedo evitar un presentimiento en cuanto a cuál de los dos es más importante.”

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