Quizá no sea verdad aquello de que ser malo exija más imaginación que lo contrario. Sí, y pese a lo que mantengan Tolstói y todos los que le citan, las familias malas acaban por ser tan monótonamente aburridas en su desgracia como las buenas, las felices en su dicha.
Y lo que vale para las unidades familiares sirve igual para las sagas cinematográficas. La esperada pese a todo última entrega de Rambo (la quinta o Last blood, que se estrena el 27 de septiembre), por ejemplo, es mala.
Lo es porque así lo determinaron los años 80 que convirtieron a su héroe en la encarnación de ese raro conservadurismo empoderado que odia tanto a los progres y a los pobres (por vagos) como a los amantes de los impuestos (por ajenos al placer de heredar), y lo es por simple descuido.
Es decir, es mala sin querer serlo, por accidente, por pensar en otra cosa, por estupidez, por falta de imaginación, por carencia, atentos, de maldad. ¿Estamos acaso ante la peor película del año? Tal vez.
Pero lo relevante no es sólo su posición de privilegio en el ránking de lo abominable (quizá sólo por detrás del documental donde Sergio Ramos explica por qué no monta a caballo), sino lo que su estulticia estética, digámoslo así, dice de nosotros.
La película, para situarnos, coloca a John Rambo en la frontera de México. Pero lo hace no para exterminar emigrantes como antes eliminaba enemigos del imperio en Afganistán o Vietnam, sino para todo lo contrario. En efecto, la intención original es buena. Ya retirado, pero aún con algún pesar sobre su conciencia, el ex marine dedica sus últimos días a cuidar en su rancho con caballos (como Sergio) a una venerable madre soltera mexicana y a su adorable hija. También mexicana y, de momento, sin compromiso.
Nuestro hombre tiene corazón y está ahí para demostrarnos que si el emigrante está con los papeles en regla siempre será bien recibido. Pero, como es de prever, las cosas se tuercen. Por un accidente del destino en el que intervienen el padre ingrato que abandonó a la criatura y un grupo de proxenetas chicanos, la joven acabará de mala manera. El hecho de que los dos malvados más notables estén encarnados por los españoles imitadores de Cantinflas Óscar Jaenada y Sergio Peris-Mencheta añade colorido al asunto.
Todo lo que sigue, como toca, es venganza; una venganza cruel aplicable con la misma violencia a los villanos que a los espectadores. Eso y la más descabellada ilustración de cómo la frontera sur de Estados Unidos cumple con la misión que Donald Trump y sus votantes (o al revés) le han encomendado: separar a los buenos de los malos. Y así.
Llaman la atención los esfuerzos de Sylvester Stallone y su director Adrian Grunberg por alejar al héroe del estereotipo. Pero aún más llamativo, por torpe, es lo lejos que quedan de conseguirlo. Ya se ha dicho, se puede ser malo por la más banal dejadez. Si echamos la vista atrás, y como el propio Stallone se empeñó en dejar claro en la última edición de Cannes, Rambo no siempre fue el Rambo que Ronald Reagan adoptó como patrón de su furor desregulador.
A su manera, el soldado que combatió en Vietnam y que su sociedad no entiende forma con Rocky, el boxeador que se hizo a sí mismo y que su sociedad idolatra, las dos caras de la misma mitología financiera. Uno en frente del otro, ambos se contradicen con la misma fuerza que se confunden. Nadie mejor que ellos acertaron a reflejar el sentido de la época que vino después de la ruptura de los 70. «Por el tiempo que se estrenaron Rocky o Acorrralado también lo hicieron Taxi driver y Todos los hombres del presidente. Mis películas eran lo contrario», comentaba Sly orgulloso y lúcido.
Fue entonces, cuando Reagan tomó la palabra y dijo aquello de:«Tras ver Rambo anoche, ya sé lo que haré la próxima vez». La frase es de junio de 1985. Acababa de anunciar la liberación de los 39 rehenes estadounidenses en Beirut y lo que el presidente tenía claro que haría la próxima vez era liquidar a los secuestradores. La segunda parte de la saga de Rambo, dirigida por G. P. Cosmatos, se había estrenado un mes antes convirtiéndose en un éxito de público y del republicanismo. Y, sin embargo, y como su propio autor confiesa:«Rambo nunca quiso ser una declaración política». De hecho, el original, el de la primera entrega de 1982 dirigida por Ted Kotcheff, era un tipo acosado por el miedo, la soledad y con problemas mentales que nada tiene que ver con aquello en lo que se convertiría.
Acorralado, o First blood, estrenada un año después de la elección de Reagan a la presidencia, seguía el discurso traumático sobre Vietnam de todo el cine anterior. Eso no ocurriría en ninguna de las entregas siguientes ya instaladas en el revisionista-republicano. El nuevo relato decía que la guerra de Vietnam no la perdieron los soldados, sino los burócratas.
De paso, los señalados eran tanto el Estado como los buenistas pacifistas. Contra el primero, un hurra a las políticas liberalizadoras, y contra los segundos, dos hurras por la escalada armamentista que tanto alimenta la deuda y los obscenos contratos entre amigos. Sí, Rambo era malo, pero sabía lo que se hacía.
El problema de esta última entrega es que es mala sin querer serlo. Por descuido, decíamos. De entrada se propone como una refutación de todas y cada una de las barbaridades que cimentaron la leyenda del héroe. Pero, Rambo es Rambo.
Y así, entre el manierismo del cine de terror más adocenado y la más desconcertante ingenuidad, Last blood se exhibe como una campeona de esa extraña estupidez que Twitter y sus secuaces se empeñan en hacer pasar por sentido común. Y aquí es donde todo cobra luz: la distancia entre el Rambo republicano de los 80 y el de 2019 es la que separa a Reagan de Trump. «Sin querer queriendo», que diría el Chavo del Ocho.
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