Ronda, un viaje inesperado (IV): El Barrio Árabe

 
Yo no iba con la pretensión de encontrar el amor en ese escenario romántico, pero no tardé en darme cuenta de que en Ronda todo lo que parece ausente te persigue. Mis pasos en sombra por la calle Armiñán me llevaron a torcer a la calle que se abría a la derecha, que llevaba por nombre Tenorio, lo cual predisponía de alguna manera a las aventuras amorosas. En el Barrio Árabe uno se vuelve joven sin pretenderlo, y la soledad que se respira allí desata pensamientos ignorados, mayormente cuando ya se están acortando los horizontes de la vida. Pavimentos de adoquín que en noches de invierno declamarían las estrofas de los cascos de monturas. Casas de fachadas señoriales, con las rejas típicas de Ronda (algunas con semejes de celosía conventual); acaso, a la vista de estas ventanas, Lorca hubiera cantado idilios perfumados de rosas de las rocas y Hemingway se hubiera sentado junto a un bordillo con los ojos destapados y la pluma inmóvil. Y es seguro que A.E.W. Mason anduvo por estas mismas calles para ubicar la casa de Miranda Warriner, y le asignó una terraza con vistas al abismo y un camino debajo, siguiendo el cual se desciende a la orilla del río; el mismo camino desde el que, en una noche estrellada de antaño, Lucas Charnock contemplara a Miranda como a la más preciada joya de las montañas andaluzas.
Muchas cosas pensé al arribar a la alargada plaza María Auxiliadora, delimitada por una reja de lanzas que se asoma audazmente al abismo. Una placita muy hermosa y poco concurrida, con unas vistas que igualan a las mejores del mundo, ofreciendo una nueva perspectiva del Puente Nuevo. Al mirar noté que mi vértigo se había aminorado. El valle sonreía a mi mirada, y la imagen del Parador de Turismo, al otro lado del desfiladero, me robó la respiración por espacio de unos segundos.
 
Al remate de la placita, comenzaba el camino que descendía al valle y que yo no me veía capaz de acometer. Pasé junto a una terraza de bar con sólo dos mesas y una sola ocupada, en un momento en que el sol arrancaba reflejos dorados por todas partes y el cielo aparecía en su más plácida desnudez. Me metí por una calleja más estrecha que la que había traído hasta ahora.
La señorita de la oficina de información y turismo me había recomendado con vehemencia la visita al Palacio de Mondragón, un nombre con una indiscutible tendencia vasca. Hoy precisamente, me dijeron en la entrada del mismo, el acceso era gratuito para todos los naturales de la Unión Europea. En este palacio está ubicado el Museo Arqueológico Municipal.
La verdad es que yo quería ver Ronda rodeada de aire por los cuatro costados. No me seducía demasiado meterme entre paredes, aunque el motivo fuera visitar un museo. En este caso me vino bien por tres motivos: primero, para aliviar en los aseos la presión de mi vejiga; segundo, para ilustrarme acerca del pasado de la ciudad vinculado a la civilización romana; y tercero, para enterarme de la presencia de cuevas en las montañas vecinas, como bien atestiguan las numerosas figuras de cera alusivas a los moradores de las cavernas. Aparte de esto, el museo cuenta con un magnífico patio mudéjar bordeado por soleados balcones. Obviando mi presencia, sólo conté cinco visitantes; se ve que había elegido unas fechas de poca actividad turística. En claro saqué que, antes de la actual Ronda, los romanos levantaron otra ciudad llamada Acinipo (Ronda la Vieja), cuyo emplazamiento se sitúa a unos 5 kilómetros siguiendo la carretera que conduce a Sevilla; y que las cuevas de las inmediaciones (la de la Pileta y la del Gato, principalmente) se adentran varios centenares de metros en el subsuelo, ofreciendo bellas muestras de las maravillas del mundo subterráneo, ejemplos de arte rupestre y algunos vestigios de los períodos paleolítico y neolítico.
 

 
 
Fue asimismo hermoso descubrir un mirador que se asomaba al abismo, ambientado por el rumor sedante de una fuente y con la agradable presencia de una alberca que suavizaba los rigores del verano y que guardaba ciertas similitudes con las de la Alhambra de Granada.




La visita me empleó cosa de veinticinco minutos. Ya en la tienda de recuerdos, adquirí algunas postales de Ronda, para enriquecer la colección de mis hijas, y un libro sobre variados aspectos de la ciudad.
La siguiente recomendación me requería acercarme hasta la plaza de la Duquesa de Parcent, a efectos de visitar la Iglesia de Santa María la Mayor, llamada habitualmente “La Catedral” (incluso A.E.W. Mason la denominó así en su libro).
 El desconocimiento del lugar me hizo confundir la capilla del Convento de Santa Isabel con Santa María la Mayor. Entré y me encontré con una iglesita hermosa, recogida y fresca de sombras. Tras una reja que delimita un recinto diferente, me llegaban notas del Santo Rosario, entonadas por unas voces femeninas que habían perdido los acentos terrenales. Percibí olor a cera de velas, flores frescas y madera aromática. Miré el retablo con excesivos dorados para lo austero del lugar. No había nadie allí, y volví a la calle de inmediato. No pude por menos de recordar aquellos tiempos en los que mostraba gran devoción al entrar en las iglesias; ahora el cielo era la cúpula de mi iglesia y los ojos de Dios estaban en todas partes, no sólo ardiendo en la vela de un sagrario.
   Me llamó especialmente la atención la arboleda que resguarda la plaza donde está situada la llamada catedral, la cual lleva por nombre plaza de la Duquesa de Parcent. El Ayuntamiento se encuentra en el costado noreste de la plaza, y ostenta una alargada fachada con dos plantas, cada una de las cuales dispone de una sucesión de arcos que alcanzan la asombrosa cantidad de treinta. Asimismo, la catedral cuenta con cinco arcos similares en su soportal, que sirve de sustento a dos pisos de balconadas corridas; la torre de estilo mudéjar se divisa desde todos los lugares de la ciudad vieja, y lleva incrustado un reloj que indica el paso lento de las horas.




No me dio por entrar a visitar ninguno de estos dos edificios. Me recreé, como contrapartida, en las bellezas que la tarde repartía a la arboleda del centro.
A todo esto, alcancé el sitio de una fuente de cuatro surtidores ascendentes, rematada en el busto de una mujer de hermosas facciones. “Duquesa de Parcent”, leí en el fuste de la columna que la sostenía. Esa misma noche me enteraría, gracias al libro que había comprado en el Museo Arqueológico de Ronda, que la duquesa respondía al nombre de doña Trinidad Schultz y que a través de su hija, doña Piedad Iturbe, acabó emparentando con la dinastía principesca alemana de Hohenlohe. Para que nos entendamos, la duquesa de Parcent era la abuela del príncipe Alfonso de Hohenlohe, ya fallecido, tan conocido en las fiestas de la jet-set marbellí, allá por los años 80 del pasado siglo. Doña Trinidad alcanzó notoriedad en Ronda por haber adquirido y embellecido la Casa del Rey Moro; aun así, tuvo sus detractores, alguno de los cuales le gastaron la broma de colocar un ataúd con sus iniciales en medio de la plaza que ahora lleva su nombre. Por este motivo, se marchó desairada para siempre de Ronda, después de haberla dado a conocer a lo más granado de la sociedad de la época. Es fácil imaginar que debió abandonar estos lugares con gran sentimiento, pero el altruismo de sus obras dejó gran impronta en la ciudad.



Una mujer tan bella y de tan altas cualidades, tener que irse de la ciudad que tanto había amado. No siempre suele ocurrir, lo normal es que uno permanezca en el sitio en el que deposita sus mejores sentires. Pero ya he conocido varios ejemplos de personas que han tenido que marcharse de los lugares en que fueron felices o que llegaron a amar por diversas razones. Yo mismo me incluyo entre esta última clase de personas. Yo también experimenté querencia por un lugar, tal vez porque no tuve oportunidad de conocer ningún otro anteriormente; traté de abrirme un espacio entre sus gentes, y, acaso por mi excesiva timidez, fracasé en mis tentativas. Los años han pasado como la caída de la nieve, y ahora soy forastero en la tierra de la que deseé ser oriundo. En fin, hasta es posible que lo mejores momentos de la vida en sociedad me resulten ajenos. Me dan miedo las alturas, me mareo navegando por el océano, sólo apetezco de silencios y palabras escritas. ¿Qué sería de mí si no tuviera una familia?
Caminé hasta la calle de Armiñán, y me topé con la escueta fachada del Museo del Bandolero. No me dio por entrar a visitarlo, pero varios nombres recorrieron mi mente: José María el Tempranillo, Tragabuches, los Siete Niños de Écija, Luis Candelas y el Barquero de Cantillana. Éste último fue la inspiración del personaje televisivo “Curro Jiménez”, cuyas aventuras cautivaron a las audiencias de las últimas décadas del anterior siglo. Gran parte de los episodios de esta famosa serie de televisión fueron rodados precisamente en la Serranía de Ronda. Me fue fácil imaginar al equipo de rodaje alojándose en la misma ciudad que ahora mis pies estaban pisando… Trabucos, enormes navajas, rostros encuadrados por patillas en forma de hacha, botas armadas de espuelas, mantas de caballo que lo mismo podían servir para protegerse del frío serrano que para usarlas de escudo en los temibles duelos a navaja… No discuto que el mundo de los bandoleros diera vuelo a la imaginación de los viajeros románticos, pero no me suscitaba el suficiente interés como para decidirme a visitar el museo. Prefería seguir empapándome de las bellezas de los exteriores de Ronda.


A estos efectos, retomé la calle Armiñán para volver al Puente Nuevo. Una sombra agradable, que se extendía a todas las fachadas de la calle, iba acompañando mis pasos. Ronda sabe dar consuelo de los calores del verano.

CONTINUARÁ...
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


  
      

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