Ronda, un viaje inesperado (V): Los viajeros románticos

 Para mí la vida ha sido lectura y escritura. Tal vez de ahí provenga mi capacidad para resistir la soledad. Y la soledad, tan apetecida por mí en esas jornadas del comienzo de mis vacaciones, me hacía de compañera durante mi viaje a Ronda.
Tras mi visita al Barrio Árabe, mientras enfilaba la calle Armiñán en sentido al Puente Nuevo, desconocía que una nueva emoción estaba a punto de avasallarme. Arribé a una hermosa placita, que no rompía la continuidad de la calle y estaba decorada con una palmera achaparrada y un raquítico aligustre que aún no había tenido tiempo de florecer. Me encontraba a las mismas espaldas del Convento de Santo Domingo, y en un muro que seguía la dirección de la calle Armiñán, me topé con algo que detuvo mi alma al tiempo que mi cuerpo.
Una humedad inoportuna se apoderó de mis pupilas. Algo para mí más precioso que un retablo de iglesia me descubría un mundo de bellezas dorado por la luz de la tarde. El mundo del arte y la palabra. Tenía ante mí un conjunto de imágenes en cerámica que llevaba por título “Ronda a los viajeros románticos”. Dos querubines flanqueando el rótulo,  una andaluza con una cinta azul recogiéndole el pelo, un andaluz con pinta de bandolero, una vista aérea de Ronda hermoseada por los colores de la cerámica y nada menos que once fragmentos de escritura. Sólo reconocí a Washington Irving (autor de “Cuentos de la Alhambra”) y Prosper Mérimée (autor de “Carmen”). De los demás, sólo me despertaron ciertas evocaciones lady Tenison, tal vez por lo parecido de su apellido con el del poeta inglés Alfred Tennyson, y Benjamin Disraeli, que yo le hacía más relacionado con el mundo de la política que con el de la literatura.    
 

El Romanticismo alude a un movimiento cultural que duró casi una centuria y tuvo su inicio en Alemania e Inglaterra en el último tercio del siglo XVIII. No es, por tanto, de extrañar la ausencia en la cerámica de otros autores que yo consideraba imprescindibles en la labor de haber elevado el prestigio de Ronda hasta cotas importantes. Me encontraba allí por la influencia de un escritor (A.E.W. Mason), del que no estaba encontrando ninguna huella en mi periplo por las calles de la ciudad y cuyo desempeño literario es bastante posterior al período de vigencia del movimiento romántico.
Si yo tuviera que diseñar un monumento a los escritores que han engrandecido el aura soñadora de Ronda, no me olvidaría de incluir los siguientes nombres:
A.E.W. Mason, por supuesto, por cuanto me hizo conocer y admirar esta ciudad a través de sus descripciones en “Miranda of the balcony”. Ya he hablado de su “Las cuatro plumas”, que me parece insuperable. También leí de él “El único tigre”, un thriller que deja en mantillas a muchos de los que hoy en día saturan el mercado editorial. Y tuve la suerte de leer dos novelas policíacas suyas, que tienen de protagonista al inspector Hanaud, que sin alcanzar los vuelos deductivos de Sherlock Holmes o Hércules Poirot, se ve muy ayudado por la genialidad de la pluma de su creador; me refiero a “El misterio de la Villa Rosa” y “El prisionero del ópalo”. Vuelvo a enfatizar que deploro el hecho de que este escritor se haya visto ajeno a los homenajes de la ciudad de Ronda, lugar por el que indudablemente sentía un gran cariño.
 
 
Ernest Hemingway, pese a que, sin dejar de lado ninguno de sus méritos, considero (y esto no es más que mi humilde opinión) que es un autor sobrevalorado en ciertos aspectos, estrictamente literarios. Pienso que, en términos generales, su propia vida ha sido más apasionante que su literatura. Mencionó Ronda principalmente en su libro “Muerte en la tarde”, dejando bien sentada la supremacía de su plaza de toros en relación a otras de la geografía española. Si tuviera que destacar algunas de sus obras, sin duda me quedaría con “Al otro lado del río y entre los árboles” y “El viejo y el mar”.
 
 
James Joyce, que mencionó Ronda al final de su emblemática novela “Ulises”, concretamente en el llamado “Monólogo de Molly”, una dilatada sucesión de texto en la que se prescinde de los signos de puntuación para de alguna manera reflejar los estados oníricos que acompañan la vigilia. Joyce es un escritor intrépido, un explorador de rutas literarias que antes no habían sido holladas, un extravagante, un genio, un poeta impenitente. Sus textos, aun engalanados de grata sencillez, han de ser leídos con cinco, seis y hasta siete sentidos; hay muchas cosas que dice y otras muchas más que sugiere, por lo que si no andamos avisados, podemos perdernos momentos de insuperable belleza literaria. Hasta el mismo Hemingway le felicitó por su libro, una vez que se lo encontró en la librería “Shakespeare and Company” de Sylvia Beach, allá en el París de los años veinte del siglo pasado.
 
 
En la nómina de autores de mi ficticio monumento, no pueden faltar los patrios, aunque sus referencias a Ronda las tengo más desubicadas: Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Eugenio D’Ors, Dionisio Ridruejo… De todos estos he leído textos fragmentarios, y trataré de hacerlo con los alusivos a Ronda.
Del poeta checo Reiner Maria Rilke, tan endiosado por estos lares, no conocía nada al momento de mi visita a Ronda. Al día siguiente me haría con un libro suyo titulado “En Ronda. Cartas y poemas”, de cuya lectura he recibido gratas impresiones, pero tampoco nada que me haya hecho acariciar el cielo de las Pléyades.
 
 
Parecía como si el tiempo se me hubiese escapado por las ensoñaciones que me provocó la vista de la cerámica de los viajeros románticos. Aunque el aire mostrara una agradable tibieza, el sol empezó a darme de lleno y la sed se me avivó hasta un extremo insufrible. Crucé otra vez el Puente Nuevo y me vi en medio de la un tanto atípica plaza de España, principalmente por el mal avenimiento entre el tráfico y las zonas peatonales.
 
 
En la intersección con la calle Rosario, justo enfrente del Hotel Don Miguel, detecté una tienda de recuerdos que llevaba por nombre “Puente Nuevo”. A la vista de la misma, pensé que era el momento de adquirir algunos obsequios para las mujeres de mi familia, y, para mayor alivio de mi sed, comprobé que vendían agua y refrescos refrigerados. Los rayos solares seguían hostigándome, y no necesité más motivos para decidirme a entrar.
Una mujer de mediana edad, con el cabello corto y los ojos resguardados tras unas gafas progresivas, respondió a mi tímido saludo.
–¿Qué desea? –me preguntó afablemente.
–Una botella de agua y echar un vistazo.
–Muy bien, como guste.
Yo nunca he sido bueno escogiendo regalos. Tampoco me convencía demasiado lo que allí había: imanes de nevera, bolígrafos, pisapapeles, camisetas con la sempiterna imagen del toro, gorras y sombreros, mecheros, bolsos de playa, riñoneras y mariconeras… vamos, lo que es usual encontrar en un comercio de tales características. La mujer, que estaba colocando en los aparadores el contenido de unas cajas desperdigadas por el suelo, volvió a dirigirme la palabra:
–¿Necesita que le ayude?
–Realmente sí, no se me ocurre qué llevarme.
Le expliqué para quién quería los regalos, y notó mi emoción al referirme a mis chicas. Creo que en ese preciso instante me gané su simpatía. Me ayudó a escoger los regalos, y, cosa asombrosa en un comerciante, me orientó en la búsqueda de calidad al mejor precio. Por último, le pedí una botella de medio litro de agua.
–¿Por qué no se lleva la de litro y medio? Sólo cuesta cincuenta céntimos más.
–No quiero ir excesivamente cargado –argumenté–. Y tampoco quiero empanzarme de agua.
Mientras me envolvía los regalos, le expliqué el motivo de mi viaje y no pude por menos de encarecerle todo lo que Ronda me estaba haciendo sentir.
–Es una ciudad muy bonita –repuso–, hay mucho turismo, pero no está ideada para los jóvenes.
–Vaya, nadie lo diría.
–Los chicos no tienen ni siquiera un centro comercial para poder ir al cine los fines de semana.
–Bueno, aún así les envidio el entorno, y me alegro mucho de haber hecho esta escapada.
Volví a la calle. El sol, ya descendiendo a su ocaso, seguía repartiendo tralla. El cansancio de mis piernas y el dolor de mi brazo derecho, que llevaba varios meses afligiéndome, me convencieron para ir a descansar un rato a mi habitación de hotel.
Volví a mirar la fachada del Convento de la Merced, y esbocé una sonrisa ante el rostro de Teresa de Jesús. Entonces, al fijarme con mayor detalle en la imagen de la hornacina de la portada, me di cuenta de mi anterior error. Ésta no se correspondía con la figura de la Santa de Ávila, sino con la de un hombre en hábitos de monje. Más tarde pude enterarme de que se trataba de San Pedro Nolasco, fundador de la orden de los mercedarios. El mural de Santa Teresa en la fachada se debe a que la iglesia acoge un relicario con la mano incorrupta de esta mujer prodigiosa.
Definitivamente, para no caer en errores tan garrafales, me era necesario ir con las gafas de lejos en mis paseos turísticos.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 
 

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