El día que maté a Juan el Muerto, que lo volví a matar, el aire tenía una consistencia caliginosa tan adicta como algunas visitantes asiduas al solar de Ángeles, esa casa solariega trocada hoy, ahora, en su propia excrecencia. Mi abuela Fe decía, sentada en una recia mecedora que soportaba, impasible, sus trescientas cincuenta libras, decía que esas mujeres eran de ampanga, palabra que aún hoy no he logrado definir nítidamente, pero sospecho con desgana un significado oscuramente salaz.
Ese verano en que el Muerto volvió a morirse, el zaguán del solar resultaba tan cálido que recordaba al infierno cantado por Benny Moré - ese calor de infierno / que me abrasa la frente- y se confundía en mi mente con los rumores de su agonía.
Sentada en la escalera de madera semi podrida que asciende hasta las cuatro piezas donde vivían mis padres, abuelos y tíos, memorizaba al Bárbaro entrando al solar en compañía de tío Junio y sus ecobios Cuquito y Carlos Embale, los vecinos de enfrente. De enfática risa, alto, todos los hombres suelen ser altos en nuestra infancia, con la pasa planchada, se había mostrado en el cine mediante una difusa película mexicana y las mujeres andaban bobitas detrás del negro. ¡El Bárbaro del Ritmo! ¿Cómo se pudo morir un tipo así?
Sigo sentada y veo, de veras, entrar a mi tío: pero viene solo, de cargar y descargar sacos de chícharos de los barcos y estibarlos en las bodegas de los almacenes. Todavía los ñáñigos controlan los muelles; son más fuertes que la madre de los tomates. Mi tío pasa, me toca la frente y dice: en boca cerrada... y sigue su camino por la escalera. Regreso esa tarde de muerte, pues, a pensar en las musarañas, vuelvo a pensar en el Benny; Bonito y sabroso bailan el mambo las mejicanas. En las películas de Tin Tan salen las mejicanas bailando el mambo bastante bien pero nunca como las negras de Jesús María, esas culonas: ¡a gozaaá!, grita el Benny, ¡a gozaaá! y los hombres señalan a una mulata blanconaza que tiene el maletero atestado de carne… ¡Asesina, acaparadora! le dicen bajito. Y: te estás pudriendo de buena. Ella ríe y las carcajadas se oyen en la catedral. Sigue remeneando el culo, las caderas, el nalgatorio envuelto en un pantalón adornado de flores traseras; otro entonces, con cara de necesidad apremiante, le pide prestado el jardín ése, el rosal de allá atrás, por un ratico mami, total, él se lo va a devolver en un ratico, sólo lo quiere para regarlo.
Un tipo de ampanga.
La mujer que entra al solar también debe ser de ampanga. Parece que la atrae el cuarto de Juan el Muerto, pienso y siento un pálpito leve, como de carrera perdida, sin embargo sus ojos distraídos me ven a un costado del patio, sentada en el mismo peldaño donde solía hacerlo su hijo. Ella es la madre de Delfin, la delfina madre, músculos bajo la piel dorada, sin los rollos de grasa que exhiben la mujeres, como Cuca, la mujer de mi tío, que no es gorda pero tiene salvavidas de grasa en la barriguita y las tetas pesadas, según abuela de tantas chupeteadas que le han dado los cinco hijos, y las que le da mi tío, digo yo.
La madre delfina a Singapur. Toda ella es una escenografía, que me ignora olímpicamente - olimpiada de desaires- me da la espalda y, mirando arriba, a la retahíla de tubos y tablas podridas que soportan el suelo de la sala de mi abuela, se dirige a la escala, como la que usan los pigmeos africanos, por donde se sube a la barbacoa de Cuca.
Cuca le dicen a la querida de tío Julio, que primero no, luego quién sabe. Esa era Fé, diz que no le gustaba porque la mujer se había dedicado, una era, a servir en alma y cuerpo, sobre todo en cuerpo, a los parroquianos del bar Luis, el de la esquina de Ángeles y Gloria.
El agujero engulle a toda la mujer y aún sigo viéndola en mi memoria jugando al tenis con Delfín, ambos vestidos de blanco: de blanco los zapatos, de blanco los shorts, blancas medias y pullovers blancos sobre la piel blanca que se va dorando bajo los rayos del sol, madurando la piel que se pone del color del pan crujiente, un color que no voy a olvidar nunca, mirados por Fabián que lleva una raqueta bajo el brazo, también de blanco él, siempre de blanco, como si no se cansara de la albura continua del uniforme y quisiera llevarlo consigo hasta cuando viste de civil. Años después vi la misma escena en la película El Jardín de los Finzi Contini, y lloré como una idiota recordando cómo había matado a un hombre por esa extraña familia de la nueva clase, aunque yo esas cosas entonces no las sabía. Una, a pesar de todo, tiene momentos de debilidad.
El techado voladizo de mi escalera otorga una sombra caliente y atractiva para las moscas. Ellas se detienen en las pieles de chivo que Angelito, el carpintero que vive en una habitación frente a la escalera, en medio del patiezuelo, seca estiradas sobre marcos de madera colgados en la pared tal vez esos cueros serán parte de un tambor cuyo redoble acompañe a Carlos Embale, su voz cabalgando sobre los truenos del toque, trashumando ambos una larga distancia-. Angelito duerme la siesta en su cuarto, pulcro y oloroso a virutas de madera. Siempre escapa a mis recuerdos el oficio o beneficio de Angelito antes de verlo alisando bolos y forjando taburetes, lleno de pequeñas partículas de madera, lento y sabichoso como un lemur. Truenan las guaguas más allá del portalón tachonado de clavos de bronce, una puerta cochera que anhelo me acompañe en los viajes y avatares que me esperan Pero eso es hoy, en tierras de bruma y frío; por entonces creí que el portón me guiaría, acaso, toda la vida, hasta dejarme sana y salva en el mejor lugar del mundo. Sin saberlo, repetía el mantram sagrado: soy inmortal y no puedo ser dañada.
Ese fatalismo budista, de personaje radiofónico, me llevó a la venganza contra Juan, casi sin pensarlo, porque todo está escrito. Quizás la lectura demorada de Karl May y Dumas, y el encuentro con Delfín, señalaron ese obligado final de opereta que sigue avergonzándome, no por un deplorable dilema moral, los tiempos y realidades de mi patria me enseñaron a desdeñar esas distracciones que conlleva la culpabilidad. Según habíamos estipulado –deseo creer que yo conté para algo tan siquiera un breve momento, pero la obtusa realidad me desmiente - en aquella época sangrienta, la muerte de otro no significa nada si existe una causa justa y yo creí tener la sanción del destino para hacer de jueza, sin intuir que la verdad absoluta es en realidad una verdad obsoleta.
Rodeada por la silenciosa cautela del edificio en ruinas, comencé a caminar hacia la entrada del cuarto de Juan, oculta por una cortina conquistada, ha tiempo, por las cucarachas. Al pasar al lado del fogón a carbón, de hierro fundido, que tenía fuera del cuarto, cogí un mazo de palo brasil con el que se golpeaba los cuchillos, para ayudarles a trinchar la carne endurecida. Saqué de los bolsillos de mi viejo pantalón la cuchara que había estado afilando, durante días, contra el liso suelo de cemento. La excitación me hizo pensar en las dos mujeres que, seguramente, se besaban, desnudas, sobre la misma cama en que las sorprendimos, sorprendidos, dos avergonzados, Delfín y yo; Cuca, con hilachas en la lengua, atragantada, los senos erizados, con un refajo de seda alzado hasta las caderas, abiertas las piernas donde delfina madre liba los humores. Siempre existirá una vez primera para admirar un sesenta y nueve, las cabezas insertas entre las piernas ajenas, avanzada la lengua como un insecto que desea penetrar una flor. Acaso sea lo mismo.
Miro la habitación, de paredes desconchadas, impresa en la retina una falsa imagen de las mujeres que encima de mi cabeza tiemblan mientras se aman. Devastada por el miedo, Cuca se justificó una vez: esa mujer me gusta mucho, como a ti su hijo. ¿Verdad que te gusta su hijo? Pues yo la quiero como si fuera un hombre, más que a un hombre porque a mí no me gustan ellos. Son sucios, te aplastan, te enferman, te dejan parir sola. ¡Pero coño, son los que tienen el dinero¡. ¿Tú entiendes, verdad? y me ponía la mano, la misma con que le acariciaba los senos a delfina madre, en el hombro, deslizándose al sur, bajando muy suave, casi mejor que cuando me toca mi tío. Casi. A mí no me interesa eso, dije, aunque me sentía de lo más caliente y una cosquillita me subía y bajaba por el vello púbico, la pendejera recién salida. Todavía siento el ardor de la mano bajando por la tira del ajustador mientras llego al costado de la cama de Juan, un catre, encima del cual el anciano bujarrón sigue durmiendo, boca abierta y ojos en blanco, como en esos momentos, cuando algún niño - niños no, los de la calle son muchachos, no niños, me regañaban mis mayores - del solar Zelaya pone la cabeza entre sus piernas, abarca su viejo miembro con la boca y chupa con asco y avaricia, por un puñado de pesos. Calabaza, por ejemplo, que se la da de guapo, cuando no tiene dinero viene a verlo, a chupársela. Por eso le endosé el remoquete de Yuya Mamasuave, por la maestría desarrollada en los lengüetazos que le he visto dar a Juan.
Empuño la cuchara, con el corazón galopando sobre la tierra, la pongo en ángulo recto en el medio del pecho, al justo lado izquierdo del botón de la camisa desastrada con la cual duerme, levanto el mazo de madera y lo dejo caer sobre la pala de la cuchara, como cuenta Papo, el presidiario, que hacían en el principal de la Comedia, la cárcel del Castillo del Príncipe. El mango afilado se hunde con silencioso estrépito, el hombre da un grito y casi se sienta en la cama, que cruje ante tanta exigencia; el muerto agarra violentamente la cuchara y la saca de un tirón junto con un chorro de sangre negra, fascinante como un príncipe negro, menciona mi cerebro y repite mi lengua. Juan cae lentamente sobre el camastro, pero lo hace mal, mientras yo, hipnotizada, le veo realizar todo lo que pensé que haría al morir. Siento que estoy soñando y la sangre salpica todo en redor, pero, extrañamente, no a mí; sí a mis zapatos de suela de goma. Sonámbula, salgo del cuarto al pasillo y nada se oye. Restriego los zapatos en una tela raída, llena de antiguos residuos terrosos; tomo el lienzo y lo lanzo al techo de seculares tejas catalanas. Regreso sobre mis huellas invisibles y me detengo ante la escalera de Cuca, subo despacio, escalón por escalón, tratando de no hacer ruido. Cuando asomo la cabeza las mujeres están a cierta distancia una de otra y vuelven los rostros, como en una lámina de un cuadro que todavía no conozco, pero veré reproducido en las páginas de cualquier texto de arte: testas femeninas en escorzo, mirando con sorpresa e inquietud algo o alguien fuera del cuadro, un nuncio de peligro, quizás un niño indiscreto. Una de ellas se interroga con la mano, la piel color canela como la limeña de Chabuca Granda, quizá sólo un efecto de la piel bañada por luces artificiales en este ámbito -para mí irreal: Delfín no lo ha visto- detenidas en el espacio y el tiempo por un pintor que se recrea, se refocila, en los sentimientos inquietantes; así quedan ellas, graciosas, plásticamente hermosas, la de cuerpo pesado, Cuca, no desmerecería a una modelo de Rubens. Delfina madre, esbelta como un violín, aristocrática e inconsútil sería un Greco; pero no, yo ignoro aún esos pintores, sus paletas. Lo que en verdad estoy pensando mientras sonrío, las saludo y me acerco a ellas, lo recuerdo aquí y ahora, en este New York delirante -un animal llevando en sí todos los sexos transcurre ante mí, en la Cuarenta y tres y la Octava, con la chaqueta abierta, exhibiendo sus senos perfectos, rodeada de viciosos amorales, capaces de ayuntar con un sidoso por una piedra de crak- he visto jóvenes de aspecto viril, bajo su macilenta piel, dar un beso francés, a la salida de la marqueta, a un gordo mugriento cuyos bolsillos revientan de dólares-: lo descubierto entonces y revivido ahora, con un estremecimiento de placer, es: qué fácil resulta matar.
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