Se encontraron de tropezón, no del todo inesperado en un bar de jeans y cerveza, y él, agobiado con su vida entonces (sus años más difíciles), se agarró a ella con la intensidad del náufrago.

           Fueron tiempos iniciales de aparente liberación del cuerpo; levitaban por eso de la ilusión del orgasmo, para descender a los cuerpos de la noche. Ella, una pubiana color caoba de Renoir, de cachetes prendidos y gotas de sudor frío; él, en la cara algo aún del niño renuente a sonreír en las fotos, con manos demasiado blancas para haber nacido en el subtrópico.

           En todo caso, las historias eróticas ya abruman. Vayamos al grano.

           Decidieron hacer vida alejados de la ciudad, de esa mugre de vida. Pues algo de muerte había en aquello de dormir incluso con adolescentes y ser avasallada, golpeada, en una cama de su propia hechura, que más rústica no podía ser, allá en su diminuto apartamento cerca de la Columbia University, donde nunca había terminado su doctorado en letras. Para él, sería la posibilidad de un nuevo comienzo. Se irían a vivir allá a la Sangre de Cristo, en New Mexico, en casa de adobe y silencio de indígenas. Él, puro extranjerismo, procedente de un pasado sin rastro en el tiempo, aún abrigaba la esperanza de sentir una vez más en los pasos el suelo no ajeno.

            Viajaron con sus ahorros y el Plymouth (remanencia de su más reciente divorcio), pues ella vivía del milagro, de sus acuarelas vendidas en la calle a precio de zapatos y también de trabajillos como oficinista temporal.

          Despertó en un motel de camioneros, cercano a una carretera aún sin las brumosas montañas en el horizonte. Al lado, en la cama, una nota: “No funcionaría; me sentiría asfixiada. Tienes que buscar apoyo en ti mismo. Nunca te olvidaré”, algo así, palabras en ese otro idioma tan cerca y tan lejano del inglés.

          Salió corriendo al encuentro con la mañana, el cuerpo arrugado, la boca pastosa, los ojos de pronto muy abiertos. Comenzaba a tomar vida el rumor de autos y camiones por la carretera.

         Manejó hasta el pueblo más cercano, un pueblillo.

         Era domingo. Estaba desolado. Ni siquiera una ventana abierta. Caminó por la calle principal dando a entender con sus pasos, con la mirada, que su extranjerismo no debía ser preocupante. Al fin encontró la puerta abierta de una tiendilla. “Hello . . .  Hello . . . Anybody here . . .?” Nada.

        Se sintió el hombre más alejado del mundo; no sabía si el Plymouth sería suficiente para escapar de aquel pueblo, como nave en otro planeta, varado irremediablemente. Con paso apurado, conteniéndose de no correr, regresó al Plymouth, abrió la puerta con toda torpeza, metió la llave en el arrancador, pausó, dudoso de que el auto no respondiera.  

        Pero, claro, estas historias raras veces terminan así, el hombre perdido para siempre en un pueblo fantasma del tiempo. Al darle vuelta a la llave, el Plymouth respondió, pisó el acelerador, y atrás todo borrado en nube de polvo.

        Ahora, a años de aquello, se ocupa en vender palabras por centavos y unas horas por la noche a enseñar la lengua (que es el mito), en esta ciudad del futuro donde se vive lejos de todo, aun de los vecinos. Pero él, urbano hasta la muerte, como ella.

         Ya lo sé, una historia inconsecuente (lo sabré siempre).