Zona de aventuras

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

Desde que tengo uso de razón había enfrente de donde vivíamos una casa enorme que duró muchos años abandonada; no recuerdo que nadie la haya habitado nunca y hasta la fecha ahí sigue. En ese entonces en Camargo era muy rara la puerta que tuviera chapa o candado, y menos las de los patios, que se cerraban con una aldaba simple. El solar grandísimo de la casa de enfrente ni eso tenía, el portón de entrada estuvo siempre abierto de par en par y era como nuestro parque privado para mis amigos y yo.

Un día construirnos en un costado de ese terreno una casita con jarillas del Río Conchos, cuya rivera estaba a dos cuadras; allí también era nuestra zona de aventuras. Nos quedó preciosa, nosotros le decíamos El Club y ahí pasábamos horas platicando y a veces hasta haciendo la tarea de la escuela. Éramos: Lalo, Paty, Pancho, Claudia, Carlos, en ocasiones Ray, y yo.

De las cosas que se me quedaron grabadas que sucedieron en El Club, ahora me acuerdo de dos. La primera fue de cuando lo estábamos construyendo: fuimos al río y juntamos una gran cantidad de jarillas; en eso empezó a llover muy fuerte. Queríamos regresar a la casa, pero no se podía porque el tren, cuyas vías pasaban también por ahí, se había quedado estacionado a medio camino y era larguísimo. Teníamos miedo de atravesar por debajo porque de un momento a otro podría moverse y aplastarnos. Lalo nos dijo:

─No hay que acercarse al tren, es de fierro y si lo tocamos nos caerá un rayo porque estamos todos mojados.

Yo no sé si tendría razón, aunque por un buen rato nos convenció y ahí estuvimos todos empapados esperando que el tren se fuera. Pero como eso no sucedió y a los muchachos les faltaba decisión, les dije con firmeza:

─Vamos a pasar bien rápido y estar listos por si se mueve tantito nos devolvemos, si no, va a llegar la noche y entonces no vamos a hallar qué hacer.

Todos me hicieron caso y al mismo tiempo corrimos despavoridos entre las ruedas de metal, que en ese momento nos parecían pavorosas. La adrenalina se nos volvió regocijo porque habíamos salvado la vida, pero nos volvió el terror cuando vimos que faltaba Ray. Le gritamos ansiosos.

—¿Qué pasó, Ray?

─No quiero ─nos contestaba del otro lado.

─Ándale, vente rápido, nosotros te jalamos ─le grité.

Batallé para convencerlo, pero al fin se dio cuenta de que no le quedaba de otra y aunque el miedo lo tenía paralizado se dispuso a emprender la carrera. Se acomodó lo más lejos que pudo de las ruedas y empezó a avanzar, extrañamente lento, con cuidado de no tropezarse. Pancho le estiró el brazo y él se aferró con desesperación; algún presentimiento le habrá llegado porque en ese mismo instante el tren comenzó a moverse y las ruedas pasaron cerquita de Ray. A pesar de eso, un rato más tarde ya estábamos cada uno en su casa, sanos y salvos.

La segunda fue de índole muy distinta. Una tarde en la que estábamos en El Club, Lalo nos dijo:

─Tengo una cosa que les quiero enseñar, pero no se lo digan a nadie.

De su mochila sacó una revista súper lujosa que había encontrado en el cuarto de su hermano mayor, pero que en la portada traía una foto de algo que nunca habíamos visto: Una mujer sin ropa, muy hermosa y sonriente, su pelo rubio parecía como rayos del sol, grandes ojos azules, pestañas larguísimas y su boca roja y brillante. Mirarle los pechos tan grandes me dio vergüenza, nunca los había visto desnudos; las únicas dos prendas de vestir que traía eran unas pantaletas transparentes y unos zapatos dorados.

Los muchachos empezaron a hojear la revista: en sus páginas aparecían imágenes todavía más atrevidas que la portada; me daba pena estar viendo todo eso y muchas veces sentí el impulso de irme a la casa, pero la curiosidad me ganaba y me decía a mí misma: otro ratito y ya.

La revista se quedó en El Club escondida entre otros papeles que ahí teníamos, y en ocasiones, cuando el aburrimiento nos vencía, le dábamos otra repasada entre todos; luego supe que alguno de los muchachos a veces llegaba al club y se ponía a contemplarla. Los textos estaban en inglés y a veces con un diccionario nos poníamos a traducir, para no quedarnos en el puro ejercicio de mirar.

Para nosotros todo eso llegó a ser de lo más natural, la vergüenza que me daba al principio se fue matizando hasta casi desaparecer, a pesar de que mi pudor era más fuerte que la sensación de aventura.

Aquellas páginas encendieron la imaginación de mis amigos y estoy muy segura de que para algunos de ellos fue la iniciación visual de la sexualidad, y solo visual, porque aún estaban muy chicos para otro tipo de comunión física.