Oropel

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

Adolfo Latorre fue vanidoso desde chiquito, a pesar de que no tenía mucho de que presumir. Tú lo conociste ya de grande, Alba, ¿te acuerdas de él? Al principio le dábamos mucha carrilla porque era ñoño a más no poder. Su mamá lo tenía consentidísimo y siempre se mostró orgullosa de su chavalo: para ella era un adonis que ni Alain Delon y más inteligente que Arquímedes. Lo sobreprotegió desde bebé y todavía más cuando a los cinco años los abandonó el padre. Un día les dijo que se iba para El Otro Lado a trabajar de bracero para ganar muchos dólares y luego venir a construirles una casa; nunca volvieron a saber de él.
Cuando entró a la primaria, a muchos nos cayó gordo por chiple y porque se vestía de marinerito; el profesor Víctor Urenda lo cuidó de las burlas y le aconsejó que usara ropa más natural; siempre fue un buen guía para el muchacho.
Era duro de cabeza, pero le ponía muchas ganas a todas las materias y siempre salía bien librado. Además, tuvo la buena suerte de que cuando estaba en tercero se formó una selección de futbol soccer para competir a nivel estatal y para ese deporte Adolfo resultó un genio. Metía goles con una facilidad y una gracia que hacían enloquecer a la afición local, y más cuando la escuela Dr. Ángel G. Castellanos fue nombrada una de las cuatro sedes del torneo Víctor Valles 1982 de las escuelas primarias federales y estatales.
Adolfo fue el personaje del año porque nuestra primaria obtuvo la copa interestatal, cosa que no había sucedido a pesar de que el barrio siempre había presentado buenos equipos que se quedaban en los cuartos de final, igualito que la selección mexicana. Adolfo conoció ese año la adoración colectiva, ya no solo su mamá lo consideraba un cromo sino el pueblo entero. A pesar de que era un niño, disfrutaba un sentimiento adulto de superioridad.
La madre tenía buen empleo en gobierno así que, a pesar del padre ausente, al muchacho nunca le faltó lo indispensable. La mujer se compraba ropa barata y a él lo vestía de lujo. Así pasó la primaria y en la secundaria le dieron una beca deportiva para que estudiara en la Ocho sin ningún tipo de costo, donde le fue muy bien.
En el Colegio de Bachilleres fue estrella del deporte y logró inscribirse en la Facultad de Medicina. A pesar de que siempre había sido dócil y disciplinado, sobre todo en los deportes, en la facultad se volvió rebelde. Era líder en las protestas y las marchas, le tocó encabezar la expulsión de tres profesores y fue famoso por su actitud contestataria. Aunque descuidó los estudios y sus calificaciones bajaron mucho, nunca reprobó.
Desde el primer semestre se enamoró de Rosalba, una estudiante que era muy bonita, pero sobre todo brillante. Había otras que parecían súper modelos; Rosalba, en cambio, era modesta en su forma de arreglarse. Ella también quedó impresionada cuando conoció a Adolfo, por su arrogancia y liderazgo. Lo miraba hablar frente al micrófono en el kiosco de la Plaza de Armas, la voz firme, las ideas justicieras, se le doblaban las piernas nomás de escucharlo hablar. Adolfo, siempre tan satisfecho de sí mismo, captó de inmediato en la contemplación de Rosalba la atávica adoración que su madre la había profesado siempre.
Se hicieron novios de los que son inseparables. Desde el principio Adolfo tomó la batuta de una manera brutal en esa relación que comenzaba. Le hacía bromas humillantes que se fingían cariñosas; se las arreglaba para que ella pagara los gastos del cine, la cenas, los bailes, y más adelante hasta el acceso a los moteles de paso en donde iniciaron una intensa relación que para ella llegaría a ser avasallante y tan trágica como una marca que jamás podría borrarse. En cambio, para él aquel amor tan incondicional solo fue uno de tantos, pues desde siempre tuvo programación de promiscuidad, muy típica de quien solo sabe amarse a sí mismo y repartir migajas de seducción más que de cariño.
Ella fue un gran apoyo para que él saliera adelante en lo académico; la típica estudiante de nueves y dieces que literalmente le da clases extra al que no entendió ni jota de todo lo que se vio en el semestre y al final se empeña en conseguir el seis o el siete de su salvación.
A pesar de eso, Adolfo se las arreglaba para que su novia siempre quedara en segundo plano las veces que la llevaba a sus reuniones políticas o literarias. Adolfo había empezado a publicar poemas en una revista que iniciaron en la Facultad de Derecho algunos de los compañeros del Movimiento, y eso era motivo de grandes reuniones bohemias con trovadores, pintores, fotógrafos y algunas de esas personas que nunca se sabe que hagan nada pero que son los más presentes en ese tipo de tertulias.
Ahí conoció a Margarita, quien trabajaba en las oficinas del Ferrocarril Chihuahua al Pacífico y siempre parecía traer dinero a manos llenas, era generosa con todos, siempre dispuesta a pagar lo que se ofreciera. Adolfo le escribió un poema donde le bajaba luna y polvo de estrellas, le dio una copia a ella luego de leérsela en voz alta con enfática pronunciación; con una tachuela puso otra copia en un cubículo que tenía en una vecindad de la Colonia Obrera, a donde se había ido a vivir a pesar de que su madre trató de convencerlo de que no se fuera, que para qué, viviendo en la misma ciudad, ella lo cuidaba mejor; y al fin no le quedó de otra a la atribulada mujer que apoyarlo con la renta. Alrededor del escritorio todo el muro estaba tapizado con sus poemas, eran la decoración.
A los pocos años ya era todo un pasante de medicina y le tocó hacer su servicio social en Urique. Además de cumplir con sus tareas en la clínica, empezó a ganar dinero mediante la consulta particular; durante una temporada se llevó a vivir a su mamá al pueblo, en unas vacaciones de ella. La señora estaba feliz y muy orgullosa de su hijo, el médico del lugar. Fue en esa época cuando se casó con Rosalba y también cuando nació su hija clandestina con Margarita; a la niña no le dio ni su apellido, al contrario, se hizo ojo de hormiga para siempre: a la mujer no volvió a contestarle ni las llamadas telefónicas. Además, la nueva pareja de esposos muy pronto se fue a vivir a la ciudad de México, a estudiar sus respectivas especialidades.
Fue allá donde Rosalba conoció al verdadero Adolfo: un hombre cruel y enfermo de vanidad; también entró al infierno de los matrimonios malditos. En todos los detalles él marcaba brutalmente su territorio como un salvaje: le exigió que le entregara sus ahorros personales, porque los administraría con más sentido, según él. Ella era una mujer enamorada y se los dio sin ninguna desconfianza. Luego el hombre rentó dos departamentos, muy retirados uno del otro: uno para ellos dos y otro para él solo, alegando que sería “su estudio”, muy adecuado para el ambiente creativo que necesitaba todo escritor, decía. Ah, porque para entonces ya se consideraba a sí mismo toda una celebridad: el periódico La Jornada le había publicado un fragmento de novela, no sé si te tocó leerla.
Era toda una fichita el tal Adolfo. Rosalba había comprado un automóvil que todavía estaba pagando, para moverse en la ciudad de México en los asuntos de su residencia médica, además había conseguido empleo en un hospital, por las tardes. Pero de su carro no veía ni el polvo, porque Adolfo lo traía para arriba y para abajo en un montón de editoriales, tertulias, funciones, talleres y también en los trabajos de sus estudios, que como era su costumbre atendía mediocremente, pero sin quitar el ojo al gato y otro al garabato. Total, que Rosalba teniendo carro se movía en metro y en peseros mientras su marido manejaba el último modelo que ella había comprado, ¿qué te parece?
También la había abandonado emocionalmente, ya ni caso le hacía. Se iba solo a las fiestas, y tú sabes que en la vida literaria es lo que sobra. Pasaba días dizque en su estudio sin pararse en la casa conyugal y cuando aparecía no era para ofrecer ninguna disculpa. Rosalba era su sirvienta: le lavaba la ropa, se la dejaba muy planchadita en su closet, a pesar de que era una doctora muy ocupada tenía la casa como un espejo de limpieza y orden. Y mientras aquel se daba la gran vida, porque además estaba convencido de que todo se lo merecía: era el Dostoievski del siglo veinte o poco menos. Sin amar a ninguna, andaba con muchas y aparecían en periódicos fotos suyas muy amorosamente acompañado de alguien que no era Rosalba, su esposa fiel que como Penélope doméstica lo esperaba, dócil y dispuesta.
Todo hubiera podido seguir así, tal como funcionaron tantas parejas del siglo pasado, sostenidas en los firmes hombros de mujeres aguantonas, pero sucedió algo no previsto: Adolfo se enamoró de a deveras de una joven escritora de 18 años a la que conoció en una tertulia literaria. Él tenía 35.

Los amantes anduvieron tres años en forma clandestina, y fueron los más felices para ambos: el amor todo lo sublima, hasta que terminó la residencia de especialidad. Rosalba y Adolfo habían acordado desde el inicio que al concluir los estudios regresarían a Chihuahua, pues ambos consiguieron buenas plazas en el Issste. Adolfo no tenía medios para quedarse y además su, digamos, carrera literaria, luego de un primer libro publicado con el que no sucedió nada, se estancó en la mediocridad.
En el amor, Adolfo se había vuelto más sencillo, menos soberbio, lo cual parecía un milagro. Pero con Rosalba se volvió más cruel: llegó a golpearla para exigirle más dinero, siempre más, a pesar de que ella se lo daba todo y se lo siguió dando todo hasta que una mañana halló en un saco azul marino un poema que decía: Me reclamas, muchacha, que le haya dedicado a mi esposa el libro de poemas que escribí para ti. No te enojes, mi bien. Ella plancha mis camisas para ir contigo y amarte tanto. Ella cuida a mis hijos y yo tengo tiempo para ti, mi tiempo es tuyo tanto como mi cuerpo, aunque la dedicatoria por esta vez te haya sido ajena.
Rosalba se volvió literalmente loca. Ese mismo día vació el departamento, tramitó su baja en el hospital donde hizo la especialidad, porque además ya había terminado sus estudios y solo faltaba el examen final, el cual programó para seis meses después. Regresó a Chihuahua directa a poner una demanda contenciosa de divorcio. Se llevó los archivos y libros de su marido, los de las dos casas del distrito federal y también de la casa que tenían en Chihuahua, y dedicó los meses siguientes a conocer los pormenores: halló todo, mirando casi con lupa y con un dolor infinito las innumerables historias de infidelidades, asombrada de haber vivido tan ciega todos esos años, eclipsada por un hombre al que sin embargo nunca pudo dejar de amar, en forma tan enferma.

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