Desde fuera la casa era impresionante, toda la fachada que pasaba de los 40 m. estaba que daba pena verla, los deconchones eran tan enormes que se podía ver a través de ello, al menos esa es la primera impresión que me dieron.

Colgaban por sus paredes tupidas y enmarañadas enredaderas que hermosas, en pleno esplendor primaveral. no alcanzaban a tapar los desperfectos que el inexorable paso del tiempo había dejado en la casona.

Despacito, fui caminando alrededor de ella, hasta que llegué a la puerta de atrás. Algo me hizo olisquear el aure, era un olor viejo y conocido, entre dulzón y exótico, era el olor que salía de la cocina de m abuela cuando llegaban las fiestas del pueblo y quince días antes empezaba ella a hornear pasteles, empanadas, todo cuanto pudiera apetecer al mas remilgado paladar.

Sorprendida, caminé hacia atrás intentando averiguar de dónde procedía aquel maravilloso olor que en un simple cerrar y abrir de ojos había conseguido transportarme a mi niñez. Cerré un instante los ojos y hasta me ví con mis trenzas negras, mis vestidos de colores alegres ligeros de algodón, sencillos, que me confeccionaba la abuela. calzando las pequeñas deportivas que siempre llevaba a juego con el color del vestido y que al igual que el mismo, así como mi persona y vestimenta solíamos terminar en el pequeño estanque de agua clara y limpia de la parte trasera de la casa al rayar de la puesta del sol, en esa hora en la que no se pueden contar los minutos, y que va desde las 7 a las 9 de la noche de un verano en el norte de España, en Galicia, en Ourense, cerca del Sil, en la pequeña aldea en la que tan feliz y alegre pasaba los veranos.

Envuelta en aromas y transportada por los recuerdos llegué hasta una de esa viejas puertas de madera cortadas por la mitad, y que tan frecuentes son en las aldeas, ésas a las que se suele dejar la parte de arriba abierta, para que el que tenga a bien pasar por allí y si así lo desea, abra él mismo la parte baja de la puerta y entre así sin más, directamente en la cocina familiar.

Curiosa y algo temerosa también, no por miedo, sino que por vergüenza, dada mi edad, hacía ya mucho tiempo que había dejado de ser la niña de las trenzas negras., asomé timidamente la cabeza por la mitad abierta de la puerta, inclinándola inmediatamente hacia abajo para comprobar si había el pestillo tan conocido. Sí, allí estaba, mi timidez se esfumó y con la misma ilusión que de chiquilla sentía, abrí la media puerta y entré de un salto en la estancia.
De momento la agradable temperatura y la oscuridad, en contraste con la fuerza de la luz del sol de afuera, me aturdió impidiéndome ver nada. Hasta que una alegre y , me atrevería a decir, familiar voz, me dijo:

. “¡Hola! Entra, ya era hora de que llegaras, hace dos días que te espero.

Miré hacia el lugar de dónde surgía la voz y allí estaba ella. La abuela, con la cara enharinada, los rollizos brazos al aire y su eterno moño, siempre impecable, el mandil atado a la cintura, los pies pequeños, era bajita, calzados en las amplias y cómodas chinelas que ella misma tejía con esparto y cosía con tela de saco.

Sentí un gozo tan intenso y una alegría tan enorme de volver a verla, ni capaz fui de pensar que las flores que había dejado en la entrada eran para su tumba, que corrí hacia ella, la abracé por detrás, fuerte, fuerte, fuerte… hasta que me dio un golpe en las manos y me preguntó:

- ¿Para qué te estaba esperando señorita, qué ingrediente le falta a esta tarta?

Cerrando los ojos me concentré, sentí el aroma de la harina mezclada con los huevos, el azúcar y las manzanas…no me acordaba…pensé y pensé y lo recordé:

- ¡Canela, le falta canela!

Fue tan grande mi grito que me despertó y me hizo caer del banco en el que me había sentado camino del cementerio. El golpe me dolió, pero más me daño me hizo la realidad. Todo había sido un sueño. La casa ya no olía a nada, la abuela hacía muchos años que había muerto y ya nadie horneaba nada en aquella vieja y destartalada cocina.

Suspirando, me sacudí las hierbas de la falda y cuando me disponía a seguir hacia el lugar donde quería dejar las flores, algo, el viento quizá me trajo una voz, conocida, vieja y familiar que decía:

- Si nadie hornea nada, , será porque nadie quiere hacerlo ¿No señorita?

Con el eco de esa voz y el mensaje que me había dejad hice lo que iba a hacer y de regreso, plantándome con las piernas abiertas y los brazos en jarras, delante de la puerta trasera de la cosan, grité a pleno pulmón:

- El año que viene aquí se hornearán tartas de manzanas con canela !!!!!!!!!!!!!

El lunes que viene empezarán las reformas de la casa, espero que con todo un año por delante me de tiempo suficiente para reunir todo lo que necesito y poder regalar a los que a bien tengan pasar por mi puerta un gustoso trozo de tarta de manzana con canela.

Dannu

Abril 2012